En
la noche brilla tu luz.
De dónde, no lo sé.
Tan cerca parece y tan lejos.
Cómo te llamas, no lo sé.
Lo que quiera que seas: luce,
pequeña estrella
(Según
una vieja canción infantil de Irlanda).
Primera parte:
Momo y sus
amigos
I
Una ciudad grande y una niña pequeña
En los viejos, viejos tiempos
cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas, ya había en los
países ciudades grandes y suntuosas. Se
alzaban allí los palacios de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas,
callejas estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos templos con estatuas
de oro y mármol dedicadas a los dioses; había mercados multicolores, donde se
ofrecían mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la gente se
reunía para comentar las novedades y hacer o escuchar discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros.
Tenían el aspecto de nuestros circos
actuales, sólo que estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de asientos para los
espectadores estaban escalonadas como en un gran embudo. Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran totalmente
redondos, otros más ovalados y algunos hacían un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes
como un campo de fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos
cientos de espectadores. Algunos
eran muy suntuosos, adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos,
sin decoración. Esos anfiteatros no
tenían tejado, todo se hacía al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las filas de
asientos tapices bordados de oro, para proteger al público del ardor del sol o
de un chaparrón repentino. En los
teatros más humildes cumplían la misma función cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal
como la gente se los podía permitir. Pero
todos querían tener uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.
Y cuando escuchaban los
acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les
parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su vida
cotidiana. Y les gustaba contemplar
esa otra realidad.
Han pasado milenios desde
entonces. Las grandes ciudades de
aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han derrumbado. El viento y la lluvia, el frío y el
calor han limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no quedan más
que ruinas. En los agrietados muros,
las cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra respirara en
sueños.
Pero algunas de esas viejas y
grandes ciudades siguen siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono y electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los
edificios nuevos, quedan todavía un par de columnas, una puerta, un trozo de
muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos días.
En una de esas ciudades
transcurrió la historia de Momo.
Fuera, en el extremo sur de esa
gran ciudad, allí donde comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas
son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un
pequeño anfiteatro. Ni siquiera en
los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel entonces era,
digamos, un teatro para gente humilde. En
nuestros días, es decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban casi
olvidadas. Sólo unos pocos
catedráticos de arqueología sabían que existían, pero no se ocupaban de ellas
porque ya no había nada que investigar. Tampoco
era un monumento que se pudiera comparar con los otros que había en la gran
ciudad. De modo que sólo de vez en
cuando se perdían por allí unos turistas, saltaban por las filas de asientos,
cubiertas de hierbas, hacían ruido, hacían alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvía el silencio al círculo
de piedra y las cigarras cantaban la siguiente estrofa de su interminable
canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las estrofas
anteriores.
En realidad, sólo la gente de
los alrededores conocía el curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los niños usaban la plaza redonda
para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahí, de noche, algunas
parejitas.
Pero un día corrió la voz entre
la gente de que últimamente vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña. No lo podían decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy
curioso. Parecía que se llamaba Momo o algo así.
El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto desusado
y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo y al
orden. Era pequeña y bastante flaca,
de modo que ni con la mejor voluntad se podía decir si tenía ocho años sólo o
ya tenía doce. Tenía el pelo muy
ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado
jamás a un peine o unas tijeras. Tenía
unos ojos muy grandes, muy hermosos y también negros como la pez y unos pies
del mismo color, pues casi siempre iba descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser
diferentes, descabalados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada más que lo que encontraba por ahí o lo que le
regalaban. Su falda estaba hecha de
muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre,
viejo, demasiado grande, cuyas mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no quería cortarlas porque
recordaba, previsoramente, que todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería a encontrar un chaquetón tan
grande, tan práctico y con tantos bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba,
había unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por un agujero en
la pared. Allí se había instalado Momo como en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres
y mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla. Momo los miraba asustada, porque temía que la echaran. Pero pronto se dio cuenta de que eran
gente amable. Ellos también eran
pobres y conocían la vida.
—Y bien —dijo
uno de los hombres—, parece que te gusta esto.
—Sí —contestó Momo.
—¿Y quieres
quedarte aquí?
—Sí, si puedo.
—Pero, ¿no te espera nadie?
—No.
—Quiero decir,
¿no tienes que volver a casa?
—Ésta es mi
casa.
—¿De dónde
vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un
movimiento indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
—¿Y quiénes
son tus padres? —siguió preguntando el hombre.
La niña lo miró perpleja,
también a los demás, y se encogió un poco de hombros. La gente se miró y suspiró.
—No tengas
miedo —siguió el hombre—. No
queremos echarte. Queremos ayudarte.
Momo asintió muda, no del todo
convencida.
—Dices que te llamas Momo, ¿no es así?
—Sí.
—Es un nombre
bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién
te ha llamado así?
—Yo —dijo Momo.
—¿Tú misma te has llamado
así?
—Sí.
—¿Y cuándo
naciste?
Momo pensó un rato y dijo, por
fin:
—Por lo que
puedo recordar, siempre he existido.
—¿Es que no
tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela, ni familia con quien puedas ir?
Momo miró al hombre y calló un
rato. Al fin murmuró:
—Ésta es mi
casa.
—Bien, bien
—dijo el hombre—. Pero todavía eres
una niña. ¿Cuántos años tienes?
—Cien —dijo Momo, como dudosa.
La gente se rió, pues lo
consideraba un chiste.
—Bueno, en
serio, ¿cuántos años tienes?
—Ciento dos
—contestó Momo, un poco más dudosa
todavía.
La gente tardó un poco en darse
cuenta de que la niña sólo conocía un par de números que había oído por ahí,
pero que no significaban nada, porque nadie le había enseñado a contar.
—Escucha —dijo
el hombre, después de haber consultado con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la policía que estás aquí? Entonces te llevarían a un hospicio,
donde tendrías comida y una cama y donde podrías aprender a contar y a leer y a
escribir y muchas cosas más. ¿Qué te
parece, eh?
—No —murmuró—.
No quiero ir allí. Ya estuve allí una vez. También había otros niños. Había rejas en las ventanas. Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y
me fui. No quiero volver allí.
—Lo entiendo
—dijo un hombre viejo, y asintió. Y
los demás también lo entendían y asintieron.
—Está bien
—dijo una mujer—. Pero todavía eres
muy pequeña. “Alguien” ha de cuidar
de ti.
—Yo —contestó Momo aliviada.
—¿Ya sabes
hacerlo? —preguntó la mujer.
Momo calló un rato y dijo en
voz baja:
—No necesito
mucho.
La gente volvió a intercambiar
miradas, a suspirar y a asentir.
—Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el
hombre que había hablado primero—, creemos que quizá podrías quedarte con
alguno de nosotros. Es verdad que
todos tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos un montón de niños que
alimentar, pero por eso creemos que uno más no importa. ¿Qué te parece eso, eh?
—Gracias —dijo
Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí?
La gente estuvo discutiendo
mucho rato, y al final estuvo de acuerdo. Porque
aquí, pensaban, Momo podía vivir
igual de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos cuidarían de ella,
porque de todos modos sería mucho más fácil hacerlo todos juntos que uno solo.
Empezaron en seguida, limpiaron
y arreglaron la cámara medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso un pequeño hogar. También encontraron un tubo de chimenea
oxidado. Un viejo carpintero
construyó con unas cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de
uso, con adornos de madera, un colchón que sólo estaba un poco roto y dos
mantas. La cueva de piedra debajo
del escenario se había convertido en una acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes
artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro.
Entonces vinieron los niños y
los mayores y trajeron la comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el
otro un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los demás. Y como eran muchos niños, se reunió esa
noche en el anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta en honor
de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy divertida, como sólo
saben celebrarlas la gente modesta.
Así comenzó la amistad entre la
pequeña Momo y la gente de los
alrededores.
II
Una cualidad poco común y una pelea muy común
Desde entonces, Momo vivió muy bien, por lo menos eso
le parecía a ella. Siempre tenía
algo que comer, unas veces más, otras menos, según fuesen las cosas y según la
gente pudiera prescindir de ellas. Tenía
un techo sobre su cabeza, tenía una cama, y, cuando tenía frío, podía encender
el fuego. Y, lo más importante:
tenía muchos y buenos amigos.
Se podía pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber
encontrado gente tan amable, y la propia Momo
lo pensaba así. Pero también la
gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con
ellos la niña, tanto más imprescindible se hacía, tan imprescindible que todos
temían que algún día pudiera marcharse.
De ahí viene que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre se veía a alguien sentado
con ella, que le hablaba solícitamente. Y
el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todavía no se había dado cuenta de que la necesitaba, le
decían los demás:
—¡Vete con Momo!
Estas palabras se convirtieron
en una frase hecha entre la gente de las cercanías. Igual que se dice: “¡Buena
suerte!”, o “¡Que aproveche!”, o “¡Y qué sé yo!”, se decía, en toda clase
de ocasiones: “¡Vete con Momo!”.
Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para
cualquiera? ¿Encontraba siempre las
palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?
No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.
Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de
buen humor? ¿Sabía cantar muy bien?
¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que vivía en una especie
de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?
No, tampoco era eso.
¿Acaso sabía
magia? ¿Conocía algún encantamiento
con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o
predecir el futuro de cualquier otro modo?
Nada de eso.
Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era
escuchar. Eso no es nada especial,
dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar.
Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad.
Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal
manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes.
No porque dijera o preguntara algo
que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y
escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro
en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca
hubiera creído que estaban en él.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy
bien, de repente, qué era lo que quería. O
los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba
totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno
entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma
facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo
misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los
hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.
¡Así sabía
escuchar Momo!
Una vez fueron a verla al
anfiteatro dos hombres que se habían peleado a muerte y que ya no se querían
hablar, a pesar de ser vecinos. Los
demás les habían aconsejado que fueran a ver a Momo, porque no estaba bien que los vecinos vivieran enemistados. Los dos hombres, al principio, se
habían negado, pero al final habían accedido a regañadientes.
Ahí estaban los dos, en el
anfiteatro, mudos y hostiles, cada uno en un lado de las filas de asientos de
piedra, mirando sombríos ante sí.
Uno era el albañil que había
hecho el hogar y el bonito cuadro de flores que había en la “salita” de Momo. Se llamaba Nicola y era
un tipo fuerte con un mostacho negro e hirsuto. El otro se llamaba Nino.
Era delgado y siempre parecía un
poco cansado. Nino era el
arrendatario de un pequeño establecimiento al borde de la ciudad, en el que por
lo general sólo había unos pocos viejos que en toda la noche no bebían más que
un solo vaso de vino y hablaban de sus recuerdos. También Nino y su gorda
mujer estaban entre los amigos de Momo
y muchas veces le habían traído cosas buenas que comer.
Como Momo se dio cuenta de que los dos estaban enfadados, no supo, al
principio, con quién sentarse primero. Para
no ofender a ninguno, se sentó por fin en el borde de piedra de la escena a la
misma distancia de uno y de otro y miraba alternativamente a uno y a otro. Simplemente esperaba a ver qué ocurría.
Algunas cosas necesitan su tiempo, y
tiempo era lo único que Momo tenía
de sobra.
Después de que los hombres
hubieran estado así un buen rato, Nicola
se levantó de repente y dijo:
—Yo me voy. He demostrado que tenía buena voluntad
al venir aquí. Pero tú ves, Momo, lo obstinado que es él. ¿A qué esperar más?
Y, efectivamente, se volvió
para irse.
—Sí, ¡lárgate!
—le gritó Nino—. No hacía ninguna falta que vinieras. Yo no me reconcilio con un criminal.
Nicola giró en redondo. Su cara estaba roja de ira.
—¿Quién es un
criminal? —preguntó en tono amenazador y volvió a su sitio—. ¡Repítelo!
—¡Lo repetiré
cuantas veces quieras! —gritó Nino—.
¿Tú te crees que porque eres grande
y fuerte nadie se atreve a decirte las verdades a la cara? Yo me atrevo, y te las cantaré a ti y a cualquiera que quiera
escucharlas. Adelante, ven y mátame,
como ya dijiste una vez que harías.
—¡Ojalá lo
hubiese hecho! —chilló Nicola y
apretó los puños— . Ya ves, Momo, cómo miente y calumnia. Sólo lo agarré una vez por el cuello y
lo tiré al charco que hay detrás de su covacha. Allí no se ahoga ni una rata. —Volviéndose
de nuevo a Nino, gritó—: Por desgracia vives todavía, como se
puede ver.
Durante un rato volaron en una
y otra dirección los peores insultos, y Momo
no podía entender de qué iba la cosa y por qué estaban tan enfadados los dos. Pero poco a poco fue sabiendo que Nicola sólo había cometido aquella
salvajada porque Nino, antes, le
había dado una bofetada delante de algunos de sus parroquianos. A eso, por su parte, le había
antecedido el intento de Nicola de
hacer añicos toda la vajilla de Nino.
—¡No es
verdad! —se defendió amargamente Nicola—.
Sólo tiré a la pared una sola jarra
que, además, ya tenía una grieta.
—Pero la jarra
era mía, ¿sabes? —respondió Nino—. Y, además, no tienes derecho a eso.
Nicola pensaba que sí tenía
derecho a eso, porque Nino lo había
ofendido en su honor de albañil.
—¿Sabes lo que
dijo de mí? —gritó dirigiéndose a Momo—.
Dijo que yo no era capaz de
construir una pared derecha, porque estaba borracho día y noche. Que era igual que mi tatarabuelo, que
había trabajado en la torre inclinada de Pisa.
—Pero, Nicola —contestó Nino—, si eso era una broma.
—¡Bonita
broma! —protestó Nicola—. No tiene ninguna gracia.
Resultó que Nino sólo había devuelto una broma
anterior de Nicola. Porque una mañana se había encontrado
con que en su puerta habían escrito con grandes letras rojas:
VENTEROS Y GATOS,
TODOS LATROS.
Y eso, a su vez, no le había
hecho ninguna gracia a Nino.
Durante un rato se pelearon,
muy en serio, sobre cuál de las dos bromas era peor, y volvieron a
encolerizarse. Pero de repente se
quedaron cortados.
Momo los miraba con grandes
ojos, y ninguno de los dos podía explicarse bien, bien, su mirada. ¿Es que, por dentro, se estaba riendo de
ellos? ¿O estaba triste? Su cara no se lo decía. Pero a los dos hombres les pareció, de
repente, que se veían a sí mismos en un espejo, y comenzaron a sentir
verg8enza.
—Bien —dijo Nicola—, puede ser que no debiera haber
escrito aquello en tu puerta, Nino. No lo hubiera hecho si tú no te
hubieras negado a servirme un vaso de vino más. Eso iba contra la ley, ¿sabes? Porque
siempre te he pagado y no tenías ninguna razón para tratarme así.
—¡Ya lo creo
que la tenía! —contestó Nino—. ¿Es que ya no te acuerdas de aquel
asunto del san Antonio? ¡Ah, ahora te has puesto blanco! Porque me estafaste con todas las de la
ley, y no tengo por qué aguantártelo.
—¿Que yo te
estafé a ti? —gritó Nicola—. ¡Al revés! Tú querías engañarme a mí, sólo que no lo conseguiste.
El asunto era el siguiente: en
el pequeño establecimiento de Nino
colgaba de la pared una pequeña imagen de san Antonio. Era una foto en
color que Nino había recortado una
vez de una revista.
Un día, Nicola le quiso comprar esa imagen; según decía, porque le gustaba
mucho. Regateando hábilmente, Nino había conseguido que Nicola le diera, a cambio, su vieja
radio. Nino se creyó muy listo,
porque Nicola hacía muy mal negocio.
Se pusieron de acuerdo.
Pero después resultó que entre
la imagen y el marco de cartón había un billete de banco, del que Nino no sabía nada. De repente era él el que hacía un mal
negocio, y eso le molestaba. Exigió
que Nicola le devolviera el dinero,
porque éste no formaba parte del trato. Nicola
se negó, y entonces Nino no le quiso
servir nada más. Así había comenzado
la pelea.
Así que los dos llegaron al
principio del asunto que los había enemistado, callaron un rato.
Entonces preguntó Nino:
—Dime ahora
con toda honradez, Nicola, ¿ya
sabías de ese dinero antes del cambio o no?
—Claro que sí;
si no, no hubiera hecho el cambio.
—Entonces
estarás de acuerdo en que me has estafado.
—¿Por qué? ¿En serio que tú no sabías nada de ese
dinero?
—No, palabra
de honor.
—¡Lo ves! Eras tú quien querías estafarme a mí. Porque, ¿cómo podías pedirme mi radio a
cambio de un trozo de papel de periódico?
—¿Y cómo te
enteraste tú de lo del dinero?
—Dos noches
antes había visto cómo un cliente lo metía allí como ofrenda a san Antonio.
Nino se mordió los labios:
—¿Era mucho?
—Ni más ni
menos que lo que valía mi radio —contestó Nicola.
—Entonces,
toda nuestra pelea —dijo Nino
pensativamente— solamente es por el san Antonio
que recorté de una revista.
Nicola se rascó la cabeza:
—En realidad,
sí. Si quieres te lo devuelvo, Nino.
—¡Qué va!
—contestó Nino, con mucha dignidad—.
Lo que se da no se quita. Un apretón de manos vale entre
caballeros.
Y de repente, ambos se echaron
a reír. Bajaron los escalones de
piedra, se encontraron en medio de la plazoleta central, se abrazaron dándose
palmadas en la espalda. Después,
ambos abrazaron a Momo y le dijeron:
—¡Muchas
gracias!
Cuando, al cabo de un rato, se
fueron, Momo siguió diciéndoles
adiós con la mano durante mucho rato. Estaba
muy contenta de que sus amigos volvieran a estar de buenas.
Otra vez, un chico le trajo su
canario, que no quería cantar. Eso
era una tarea mucho más difícil para Momo.
Tuvo que estarse escuchándolo toda
una semana hasta que por fin volvió a cantar y silbar.
Momo escuchaba a todos: a
perros y gatos, a grillos y ranas, incluso a la lluvia y al viento en los
árboles. Y todos le hablaban en su
propia lengua.
Algunas noches, cuando ya se habían
ido a sus casas todos sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra
del viejo teatro sobre el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y
escuchaba el enorme silencio.
Entonces le parecía que estaba
en el centro de una gran oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música callada,
pero aun así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma.
En esas noches solía soñar
cosas especialmente hermosas.
Y quien ahora siga creyendo que
el escuchar no tiene nada de especial, que pruebe, a ver si sabe hacerlo tan
bien.
III
Una tempestad de juego y una tormenta de verdad
Se entiende que al escuchar, Momo no hacía ninguna diferencia entre
adultos y niños. Pero los niños
tenían otra razón más para que les gustara tanto ir al viejo anfiteatro. Desde que Momo estaba allí, sabían jugar como nunca habían jugado. No les quedaba ni un solo momento para
aburrirse. Y eso no se debía a que Momo hiciera buenas sugerencias. No, Momo simplemente estaba allí y participaba en el juego. Y por eso —no se sabe cómo— los propios
niños tenían las mejores ideas. Cada
día inventaban un juego nuevo, más divertido que el anterior.
Una vez, era un día pesado y
bochornoso, había unos diez u once niños sentados en las gradas de piedra
esperando a Momo, que se había ido a
dar una vuelta, según solía hacer alguna vez. El cielo estaba encapotado con unas nubes plomizas. Probablemente habría pronto una
tormenta.
—Yo me voy a
casa —dijo una niña que llevaba un hermanito pequeño—. El rayo y el trueno me dan miedo.
—¿Y en casa?
—preguntó un niño que llevaba gafas—, ¿es que en casa no te dan miedo?
—Sí —dijo la
niña.
—Entonces,
igual te puedes quedar aquí —respondió el niño.
La niña se encogió de hombros y
asintió. Al cabo de un rato dijo:
—A lo mejor Momo ni siquiera viene.
—¿Y qué? —se
mezcló en la conversación un chico con aspecto un tanto descuidado—. Aun así podemos jugar a cualquier cosa,
sin Momo.
—Bien, pero,
¿a qué?
—No lo sé. A cualquier cosa.
—Cualquier
cosa no es nada. ¿Alguien tiene una
idea?
—Yo sé una
cosa —dijo un chico con una aguda voz de niña—: podríamos jugar a que las
ruinas son un gran barco, y navegamos por mares desconocidos y vivimos
aventuras. Yo soy el capitán, tú eres
el primer oficial, y tú eres un investigador, porque es un viaje de
exploración, ¿sabéis? Y los demás
sois marineros.
—Y nosotras,
las niñas, ¿qué somos?
—Vosotras sois
marineras; se trata de un barco del futuro.
¡Eso es un
buen plan! Intentaron jugar, pero no
conseguían ponerse de acuerdo y el juego no funcionaba. Al rato, todos volvían a estar sentados en las gradas y esperaban.
Entonces llegó Momo.
La espuma saltaba furiosa
cuando la proa cortaba el agua. El
buque oceanográfico “Argo” cabeceaba
majestuosamente en el oleaje mientras avanzaba tranquilamente, a toda máquina,
por el mar del coral del sur. Nadie
recordaba que un barco se hubiese atrevido a navegar por estos mares
peligrosos, llenos de bajíos, arrecifes de coral y monstruos marinos
desconocidos. Había aquí, sobre
todo, lo que llamaban el “tifón eterno”, un ciclón que nunca descansaba. Recorría incansable esos mares buscando
víctimas como si fuera un ser vivo, incluso astuto. Su camino era impredecible. Y
todo lo que caía en las garras de ese huracán no volvía a aparecer hasta que
quedaba reducido a astillas.
Bien es cierto que la nave
expedicionaria “Argo” estaba muy
bien preparada para un encuentro con el “ciclón andarín”. Estaba hecha enteramente de acero especial, azul, elástico e
irrompible como una espada toledana. Y,
merced a un sistema de construcción especial, estaba fundido enteramente de una
pieza, sin ninguna soldadura.
Aún así, es difícil que otro
capitán y otra tripulación hubieran tenido el valor de exponerse a estos
peligros. Pero el capitán Gordon tenía mucho valor. Desde el puente de mando miraba
orgulloso a sus marineros y marineras, todos ellos grandes especialistas en sus
respectivos campos.
Al lado del capitán estaba su
primer oficial, don Melú, un lobo de
mar de los que quedan pocos; había sobrevivido a ciento veintisiete huracanes.
Un poco más atrás, en la
toldilla, se podía ver al profesor Quadrado,
director científico de la expedición, con sus dos auxiliares, Mora y Sara, que merced a su prodigiosa memoria suplían bibliotecas
enteras. Los tres estaban inclinados
sobre sus instrumentos de precisión y se consultaban en su complicada jerga
científica.
Un poco más allá estaba, en
cuclillas, la bella nativa Momosan. De vez en cuando el profesor le
preguntaba acerca de algún detalle de esos mares y ella le respondía en su
hermoso dialecto hula, que sólo el profesor entendía.
El objetivo de la expedición
era hallar las causas del “tifón andarín” y, de ser posible, eliminarlo, para
que esos mares volvieran a ser navegables para los demás barcos. Pero, de momento todo seguía tranquilo,
y no había indicio de tempestad.
De repente, un grito del vigía
arrancó al capitán de sus pensamientos.
—¡Capitán!
—gritó desde la cofa haciendo bocina con las manos—. Si no estoy loco veo ahí delante una isla de cristal.
El capitán y don Melú miraron inmediatamente a través de
sus catalejos. También el profesor Quadrado y sus auxiliares se acercaron,
interesados. Sólo la bella nativa se
quedó tranquilamente sentada. Las
misteriosas costumbres de su pueblo le prohibían mostrar curiosidad. Pronto llegaron a la isla de cristal. El profesor bajó del barco por una
escala de cuerda y pisó el suelo transparente. Éste era enormemente resbaladizo y al profesor Quadrado le costaba mucho mantenerse en pie.
La isla era totalmente redonda
y tenía un diámetro de unos veinte metros. Hacia
el centro se levantaba como una cúpula. Cuando
el profesor hubo alcanzado el lugar más alto pudo distinguir claramente una luz
titilante en su interior.
Comunicó sus observaciones a
los demás, que esperaban, atentos, apoyados en la borda.
—Según eso
—dijo la auxiliar Mora—, debe de
tratarse de una Cestapuntia
briscatesia.
—Puede ser
—dijo la auxiliar Sara—, pero
también puede ser un Códulo
leporífero.
El profesor Quadrado se enderezó, se ajustó las
gafas y gritó hacia el puente:
—En mi
opinión, tenemos que vérnoslas con una variedad del Comodus intarsicus común. Pero
no podremos estar seguros hasta no haberlo visto por debajo.
Al instante se echaron al agua
tres de las marineras que eran, además, submarinistas de fama mundial y que,
mientras tanto, ya se habían vestido con sus trajes de inmersión.
Durante un rato, no se vieron
en la superficie del mar más que montones de burbujas, pero de repente sacó la
cabeza del agua una de las niñas, de nombre Sandra, que gritó con voz entrecortada:
—Es una medusa
gigante. Las otras dos submarinistas
están atrapadas entre los tentáculos y no pueden soltarse. Tenemos que ayudarlas antes de que sea demasiado tarde.
Dicho esto, volvió a
sumergirse.
Inmediatamente se lanzaron al
agua cien expertos hombres— rana a las órdenes del capitán Blanco, conocido por el apodo de “el Delfín”. Bajo el agua
comenzó un combate increíble, y el mar se cubrió de espuma. Pero ni siquiera esos valerosos
marineros consiguieron librar a las dos chicas de los terribles tentáculos. La fuerza de la gigantesca medusa era
demasiado grande.
—Hay en ese
mar alguna cosa —dijo el profesor, con la frente arrugada, a sus dos
auxiliares— que provoca el gigantismo en los seres vivos. Esto es sumamente interesante.
Mientras tanto, el capitán Gordon y su primer oficial don Melú, que habían estado conferenciando,
habían tomado una decisión.
—¡Atrás!
—gritó don Melú—. ¡Todo el mundo a bordo! Partiremos al monstruo en dos, si no,
no podremos librar a las dos marineras. “El
Delfín” y sus hombres volvieron a
subir a bordo. El “Argo” retrocedió un poco y se lanzó
después con toda su potencia avante, hacia la medusa gigante. La proa del buque era aguda como una
cuchilla de afeitar. Cortó la medusa
en dos mitades, sin que a bordo se notara apenas un pequeño temblor. La maniobra no carecía de peligro para
las dos submarinistas presas entre los tentáculos, pero el primer oficial había
calculado su posición con la mayor exactitud y pasó por medio de las dos. Al instante, los tentáculos del
monstruo perdieron toda su fuerza y las dos prisioneras pudieron librarse de
ellos.
Fueron recibidas jubilosamente
a bordo. El profesor Quadrado se acercó a las dos muchachas
y les dijo:
—Ha sido culpa
mía. No debería haberos enviado. Perdonadme por haberos puesto en
peligro.
—No hay nada
que perdonar, profesor —respondió una de las chicas con una risa alegre—. Al fin y al cabo nos hemos embarcado
para eso.
A lo que la otra chica añadió:
—El peligro es
nuestra profesión.
Ya no quedaba tiempo para más
palabras. Durante los trabajos de
rescate, el capitán y la tripulación se habían olvidado de observar el mar. De modo que sólo ahora, en el último
instante, se dieron cuenta de que por el horizonte había aparecido el “tifón
andarín” que se dirigía a toda velocidad hacia el “Argo”.
Llegó al barco una primera ola,
impresionante, lo alzó en su cresta y lo lanzó por una sima acuosa de cincuenta
metros de profundidad, por lo menos. De
haberse tratado de una tripulación menos experta y valerosa que la del “Argo”, en este primer embate la mitad
habría sido arrastrada por la borda, mientras que la otra mitad se habría
desmayado. Pero el capitán Gordon estaba bien plantado sobre el
puente de mando, como si no hubiera pasado nada, y toda la tripulación había
aguantado del mismo modo. Sólo la
hermosa indígena Momosan, no
acostumbrada a los peligros del mar, se había refugiado en un bote salvavidas.
En pocos segundos se oscureció
todo el cielo. El torbellino se
lanzó, ululante, sobre el barco, al que hacía saltar sobre las olas como un
corcho. Su furia parecía crecer de
minuto en minuto por no poder romperlo.
El capitán daba sus órdenes con
voz sosegada, y su primer oficial las repetía en voz alta. Incluso el profesor Quadrado
y sus auxiliares seguían junto a sus instrumentos. Calculaban dónde debía estar el centro del tifón, pues hacia allí
tenía que ir el barco. El capitán Gordon admiraba en silencio la sangre
fría de los científicos que, al fin y al cabo, no conocían el mar como él y sus
hombres.
El primer rayo cayó sobre el
buque de acero, que quedó cargado eléctricamente. Hacia cualquier parte que se extendiera la mano saltaban chispas. Pero todos, a bordo del “Argo”, se habían entrenado durante
meses para ello. A nadie le
importaba ya.
Lo único malo era que las
partes más delgadas del barco, cables de acero y barras de hierro, se ponían
incandescentes como el filamento de una bombilla, y eso dificultaba un poco el
trabajo de la tripulación, aunque todos llevaban guantes de amianto. Quiso la suerte que esa incandescencia
se apagara pronto, porque comenzó a caer una lluvia tal, como nadie de a bordo
—a excepción de don Melú— había
visto jamás; una lluvia tan espesa que pronto desplazó todo el aire respirable.
La tripulación tuvo que ponerse
gafas y escafandras de submarinista.
Un relámpago sucedía a otro, un
trueno a otro. La tempestad ululaba.
Se levantaban olas enormes y blanca
espuma.
El “Argo”, con los motores a toda máquina, avanzaba metro a metro
contra la fuerza incontenible del tifón. Los
maquinistas y fogoneros, en el vientre del barco, hacían esfuerzos
sobrehumanos. Se habían atado con
gruesas sogas para que los bruscos movimientos del barco no los lanzaran hacia
las fauces abiertas de las calderas.
Por fin llegaron al centro del
tifón. ¡Qué espectáculo se les
ofreció allí!
Sobre la superficie del mar,
liso como un espejo, porque la propia fuerza del huracán barría las olas,
bailaba un ser gigantesco. Se
sostenía sobre una pata, se ensanchaba por arriba y parecía realmente un trompo
del tamaño de una montaña. Daba
vueltas con tal rapidez, que no se podían distinguir los detalles.
—¡Un Sum—sum gomalasticum! —exclamó
entusiasmado el profesor Quadrado,
mientras se sujetaba las gafas, que la lluvia le hacía resbalar una y otra vez.
—¿Puede
explicarnos esto un poco más? —refunfuñó don Melú—. Somos simples
marinos y...
—No moleste
ahora al profesor con sus observaciones —le interrumpió la auxiliar Sara—. Es una ocasión única. Esa
especie de trompo animal procede, probablemente, de las primeras etapas de la
evolución. Debe de tener más de mil
millones de años. Hoy no queda más
que una variedad microscópica que a veces se encuentra en la salsa de tomate y,
excepcionalmente, en la tinta verde. Un
ejemplar de ese tamaño es, seguramente, el único superviviente de su especie.
—Pero nosotros
estamos aquí —gritó a través del ulular del viento el capitán— para eliminar
las causas del “tifón andarín”. Así
que el profesor ha de decirnos cómo se puede hacer parar esa cosa.
—No lo sé
—dijo el profesor—. La ciencia no ha
tenido todavía ninguna ocasión de investigarlo.
—Está bien
—dijo el capitán—. Primero le
dispararemos y ya veremos qué pasa.
—Es una pena
—se quejó el profesor— disparar sobre el único ejemplar de Sum—sum gomalasticum.
Pero el cañón contraficción ya
apuntaba al trompo gigantesco.
—¡Fuego!
—ordenó el capitán.
De la boca del cañón salió una
llamarada azul de un kilómetro de longitud. No se oyó nada, porque, como todo el mundo sabe, el cañón
contraficción dispara proteínas.
El proyectil luminoso voló
hacia el Sum—sum, pero cayó bajo el
efecto del trompo, se desvió, dio varias vueltas al monstruo y fue arrastrado
hacia lo alto, donde desapareció entre las negras nubes.
—¡Es inútil!
—gritó el capitán Gordon—. Tenemos que acercarnos más.
—Es imposible
acercarnos más —respondió don Melú—.
Las máquinas trabajan a toda
potencia y lo único que logramos es que la tempestad no nos empuje más lejos.
—¿Tiene alguna
idea, profesor? —preguntó el capitán.
Pero el profesor se encogió de
hombros, al igual que sus auxiliares, que tampoco sabían qué aconsejar. Parecía que la expedición había
fracasado.
En ese momento, alguien tiró de
la manga del profesor. Era la bella
indígena.
—¡Malumba!
—dijo con gesto elegante—. Malumba
oisitu sono. Erbini samba insaltu
lolobindra. Cramuna heu beni beni
sadogau.
—¿Babalu?
—preguntó sorprendido el profesor—. ¿Didi
maha feinosi intu ge doinen malumba?
La bella indígena asintió
repetidamente y contestó:
—Dodo um aufu
sulamat vafada.
—Oi—oi
—respondió el profesor, mientras se acariciaba pensativamente el mentón.
—¿Qué es lo
que dice? —quiso saber el primer oficial.
—Dice —explicó
el profesor— que en su pueblo hay una canción antiquísima, con la que se puede
hacer dormir al “tifón andarín”, si es que alguien se atreve a cantarla.
—¡Qué
ridículo! —refunfuñó don Melú—. Una nana para un tifón.
—¿Qué opina
usted profesor? —preguntó la auxiliar Sara—.
¿Es posible una cosa así?
—No hay que
tener prejuicios —dijo el profesor—. Muchas
veces hay un fondo de verdad en las tradiciones de los indígenas. Quizá haya unas vibraciones sonoras
determinadas que tienen alguna influencia sobre el Sum—sum gomalasticum.
No sabemos nada acerca de sus
condiciones de vida.
—No puede
perjudicarnos —decidió el capitán—. Tenemos
que probarlo. Dígale que cante.
El profesor se dirigió a la
bella indígena y dijo:
—Malumba didi
oisafal huna—huna, ¿vafadu?
Mamosan asintió y comenzó a
entonar una cantinela muy peculiar que se componía de unas pocas notas que se
repetían cada vez:
Eni meni allubeni wanna tai
susura teni.
Se acompañaba con palmadas y
saltaba al compás.
La sencilla melodía y la letra
eran fáciles de recordar. Poco a
poco, otros fueron haciéndole coro, de modo que, pronto, toda la tripulación
cantaba, batía palmas y saltaba al compás. Era
un espectáculo bastante sorprendente ver cantar y bailar como niños al viejo
lobo de mar don Melú y al profesor Quadrado.
Y sucedió lo que nadie había
creído. El trompo gigantesco empezó
a dar vueltas más y más lentamente, se paró finalmente y comenzó a hundirse. Con el ruido de un trueno se cerraron
las olas sobre él. La tempestad
acabó de repente, el cielo se volvió transparente y azul y las olas del mar se
calmaron. El “Argo” se mecía plácidamente sobre las tranquilas aguas como si
jamás hubiera existido una tormenta.
—¡Hombres!
—dijo el capitán Gordon mientras los
miraba a la cara, uno a uno—. ¡Lo
hemos conseguido! —nunca hablaba mucho, todos lo sabían; por eso pesaba tanto
más el que ahora añadiera—: Estoy
orgulloso de vosotros.
—Creo —dijo la
chica que llevaba a su hermanito— que ha llovido de verdad. Yo, por lo menos, estoy calada.
Es verdad que mientras tanto
había descargado la tormenta. Y
sobre todo la niña con su hermanito se sorprendía de que había olvidado tener
miedo al rayo y al trueno mientras había estado en el barco de acero.
Siguieron hablando durante un
rato sobre la aventura y se explicaban detalles, los unos a los otros, que cada
uno había visto y vivido para sí. Entonces
se separaron para ir a casa y secarse.
Sólo había uno que no estaba
del todo satisfecho con el curso del juego: el niño de las gafas. Al despedirse le dijo a Momo:
—En el fondo
es una lástima que hayamos hundido el Sum—sum
gomalasticum. ¡El último ejemplar de
su especie! Me hubiera gustado poder
estudiarlo un poco más de cerca.
Pero en un punto estaban todos
de acuerdo: en ningún otro lado se podía jugar como con Momo.
IV
Un viejo callado y un joven parlanchín
Aun cuando alguien tiene muchos
amigos, suele haber entre ellos unos pocos a los que se quiere todavía más que
a los demás. También en el caso de Momo era así.
Tenía dos grandes amigos que
iban a verla cada día y que compartían con ella todo lo que tenían. Uno era joven y otro viejo.
Momo no habría sabido decir a
quién de los dos quería más.
El viejo se llamaba Beppo Barrendero. Seguro que
en realidad tendría otro apellido, pero como era barrendero de profesión y
todos le llamaban así, él también decía que ése era su nombre.
Beppo Barrendero vivía en una choza que él mismo se había construido,
cerca del anfiteatro, a base de ladrillos, latas y cartón embreado. Era extraordinariamente bajo e iba
siempre un poco encorvado, por lo que apenas sobrepasaba a Momo. Siempre llevaba su
gran cabeza, sobre la que se erguía un mechón de pelos canosos, un poco
torcida, y sobre la nariz llevaba unas pequeñas gafas.
Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír
amablemente y no contestaba. Pensaba.
Y cuando creía que una respuesta era
innecesaria, se callaba. Pero cuando
la creía necesaria, pensaba sobre ella. A
veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está,
había olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía.
Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para
no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues
en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras,
las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o
la imprecisión.
Cada mañana iba, antes del
amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el centro de la ciudad, a
un gran edificio. Allí esperaba, con
sus compañeros, en un patio, hasta que le daban una escoba y le señalaban una
calle que tenía que barrer.
A Beppo le gustaban estas horas antes del amanecer, cuando la ciudad
todavía dormía. Le gustaba su
trabajo y lo hacía bien. Sabía que
era un trabajo muy necesario.
Cuando barría las calles, lo
hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a
cada inspiración una barrida. Paso—inspiración—barrida.
Paso—inspiración— barrida. De vez en cuando, se paraba un momento
y miraba pensativamente ante sí. Después
proseguía paso—inspiración— barrida.
Mientras se iba moviendo, con
la calle sucia ante sí y la limpia detrás, se le ocurrían pensamientos. Pero eran pensamientos sin palabras,
pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a duras penas
se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, cuando se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella le escuchaba a su modo, tan peculiar, su lengua se
soltaba y hallaba las palabras adecuadas.
—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas
son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás
acabarla.
Miró un rato en silencio a su
alrededor; entonces siguió:
—Y entonces te
empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada
vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a
tener miedo, al final estás sin aliento. Y
la calle sigue estando por delante. Así
no se debe hacer.
Pensó durante un rato. Entonces siguió hablando:
—Nunca se ha
de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración
siguiente, en la siguiente barrida. Nunca
nada más que en el siguiente.
Volvió a callar y reflexionar,
antes de añadir:
—Entonces es
divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.
Después de una nueva y larga
interrupción, siguió:
—De repente se
da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no
se está sin aliento.
Asintió en silencio y dijo,
poniendo punto final:
—Eso es
importante.
Otra vez se sentó al lado de Momo, callado, y ella vio que estaba
pensando y que quería decir algo muy especial. De repente, él la miró a los ojos y le dijo:
—Nos he
reconocido.
Pasó mucho rato antes de que
continuara con voz baja:
—Eso ocurre, a
veces... a mediodía..., cuando todo duerme en el calor... El mundo se vuelve transparente... Como un río, ¿entiendes?... Se
puede ver el fondo.
Asintió y calló un rato, para
decir en voz más baja:
—Hay allí
otros tiempos, allí al fondo.
Volvió a pensar un buen rato,
buscando las palabras adecuadas. Pero
pareció no encontrarlas, pues de repente dijo con voz totalmente normal:
—Hoy estuve
barriendo junto a las viejas murallas. Hay
allí cinco sillares de otro color. Así,
¿entiendes?
Y con el dedo dibujó una gran T en el suelo. La miró con la cabeza torcida y, de repente, murmuró:
—Las he
reconocido, las piedras.
Después de otra interrupción
siguió a empellones:
—Esos eran
otros tiempos, cuando se construyó la muralla... Trabajaron muchos en ella... Pero
había dos, entre ellos, que colocaron esos sillares... Era una señal,
¿comprendes?... La
he reconocido.
Se pasó las manos por los ojos.
Parecía costarle un gran esfuerzo lo
que intentaba decir, porque al seguir hablando, las palabras salían con
esfuerzo:
—Tenían otro
aspecto, esos dos, en aquel entonces.
Pero entonces dijo, en tono
definitivo y casi colérico.
—Pero nos he
reconocido, a ti y mí. ¡Nos he
reconocido!
No se le puede tomar a mal a la
gente el que sonriera cuando oía hablar a Beppo
barrendero de ese modo y, a sus espaldas, algunos señalaban la sien con el
dedo. Pero Momo lo quería y guardaba todas sus palabras en su corazón.
El otro amigo de Momo era joven y, en todos los
aspectos, lo más opuesto a Beppo
barrendero. Era un guapo muchacho de
ojos soñadores, pero una lengua increíble. Siempre
estaba repleto de bromas y chistes, y sabía reír con tal ligereza, que había
que reír con él, se quisiera o no. Se
llamaba Girolamo, pero todos lo
llamaban Gigi.
Como al viejo Beppo lo hemos llamado según su
profesión, haremos lo mismo con Gigi,
aunque no tenía ninguna profesión precisa. Lo
vamos a llamar, pues, Gigi Cicerone. Pero ya queda dicho que la de cicerone sólo era una de las muchas
profesiones que ejercía según la ocasión, y no lo era, ni mucho menos, de modo
oficial.
El único requisito que tenía
para ejercer esa actividad era una gorra de plato. Se la ponía en cuanto veía aparecer, de tarde en tarde, algún grupo
de viajeros que se había perdido por ese barrio. Se acercaba a ellos con la cara seria y se ofrecía a guiarlos y
explicarles todo. Si los forasteros
estaban de acuerdo, se disparaba y les contaba los cuentos de Calleja. Punteaba su relato de acontecimientos, nombres y fechas inventados,
de tal manera que los pobres oyentes quedaban totalmente confusos. Algunos se daban cuenta y se marchaban
enfadados. Pero la mayoría se lo
creía y se lo retribuían cuando Gigi
pasaba la gorra, al final.
La gente de los alrededores se
reía de las invenciones de Gigi,
pero algunos ponían caras censoras y opinaban que no estaba bien que aceptara
dinero a cambio de historias que, al fin y al cabo, había inventado.
—Eso lo hacen
todos los poetas —decía a eso Gigi—.
¿Y acaso la gente no ha recibido
nada a cambio de su dinero? Yo os
digo que han recibido exactamente lo que querían. ¿Y qué importa que lo que yo cuente esté o no escrito en algún libro
muy sabio? ¿Quién os dice a vosotros
que las historias que ponen en los libros sabios no sean inventadas, sólo que
nadie se acuerda ya?
Otra vez decía:
—¿Quién sabe
lo que es cierto y lo que no? ¿Quién
puede saber lo que ha ocurrido aquí hace mil o dos mil años? ¿Lo sabéis vosotros?
—No
—reconocían los demás.
—¡Lo veis!
—exclamaba Gigi Cicerone—. ¡Cómo podéis
decir vosotros que las historias que yo cuento no son verdad! Puede ser que, casualmente, haya
ocurrido tal como yo lo cuento. Entonces
he dicho la pura verdad.
A eso era difícil oponer nada. Sí, en lo que se refiere a locuacidad, Gigi fácilmente podía con todos ellos.
Lamentablemente venían muy
pocos forasteros que quisieran ver el anfiteatro, por lo que Gigi tenía que practicar otras
profesiones. Según la ocasión, era
guarda de un aparcamiento, testigo de boda, paseador de perros, cartero de
amor, participante en un funeral, traficante de recuerdos y muchas otras cosas
más.
Pero Gigi soñaba con volverse rico y famoso. Viviría en una casa de fábula, rodeada de un parque; comería en
platos dorados y dormiría sobre almohadas de seda. Y se veía a sí mismo en el esplendor de la fama como un sol, cuyos
rayos ya lo calentaban ahora, en su miseria.
—¡Lo
conseguiré! —exclamaba, cuando los otros se reían de sus sueños—. Todos os acordaréis de mis palabras.
Pero ni él mismo hubiera podido
decir cómo pensaba alcanzar la fama. Porque
no le atraían demasiado el esfuerzo y el trabajo.
—Eso no tiene
mérito —le decía a Momo—, así se
puede hacer rico cualquiera. Míralos,
lo que parecen los que han vendido la vida y el alma por un poco de bienestar. No, a eso no juego yo. Y aunque muchas veces no tenga dinero,
ni siquiera para pagar una taza de café, Gigi
seguirá siendo Gigi.
Se pensaría que era totalmente
imposible que dos personas de ideas tan diferentes acerca del mundo y la vida,
como Gigi Cicerone y Beppo Barrendero, se hicieran amigos. Sin embargo, así era. Da la casualidad que el único que nunca
censuraba a Gigi su ligereza era el
viejo Beppo. Y por la misma casualidad era precisamente el locuaz Gigi el único que nunca se reía del
sorprendente y viejo Beppo.
Probablemente fuera a causa del
modo en que Momo los escuchaba a
ambos.
Ninguno de los tres intuía que
pronto caería una sombra sobre su amistad. Y
no sólo sobre su amistad, sino sobre toda la región; una sombra que crecía y
crecía y que ahora mismo, oscura y fría, se extendía ya sobre la gran ciudad.
Se trataba de una conquista
callada e insensible, que avanzaba día a día, y contra la que nadie se resistía,
porque nadie conseguía darse cuenta de ella. Y los conquistadores ¿quiénes eran?
Ni siquiera el viejo Beppo, que se daba cuenta de tantas
cosas que los demás no veían, observaba los hombres grises que recorrían,
incansables, la ciudad y parecían estar siempre ocupados. Y eso que no eran invisibles. Se
les veía, y no se les veía. De algún
misterioso modo eran capaces de pasar desapercibidos, de manera que no se les
observaba o se volvía a olvidar, en seguida, su aspecto. Así podían operar en la clandestinidad, precisamente porque no se
ocultaban. Y como nadie reparaba en
ellos, nadie les preguntaba de dónde habían salido y de dónde salían, porque
cada día eran más.
Circulaban por las calles en
elegantes coches grises, entraban en todas las casas, se sentaban en todos los
restaurantes. Muchas veces hacían
anotaciones en sus agendas.
Eran unos hombres vestidos con
trajes de un color gris telaraña. Incluso
sus caras parecían ser de ceniza gris. Llevaban
bombines y fumaban pequeños puros grises. Cada
uno llevaba siempre un maletín gris plomo.
Tampoco Gigi Cicerone había
notado que varias veces alguno de esos hombres grises habían estado cerca del
anfiteatro y habían apuntado muchas cosas en sus agendas.
Sólo Momo había observado que una tarde habían aparecido sus oscuras
siluetas por el borde superior del anfiteatro. Se habían hecho señas los unos a los otros y después se habían
reunido a discutir. No se había oído
nada, pero Momo, de repente, había
sentido un frío muy especial, como no lo había notado nunca antes. No le sirvió de nada que se arrebujara
más estrechamente en su gran chaquetón, porque no era un frío normal.
Después, los hombres grises se
habían ido de nuevo y no habían vuelto a aparecer.
Esa noche, Momo no había podido oír, como otras veces, la música callada y
poderosa. Pero al día siguiente, la
vida había continuado como siempre, y Momo
no volvió a pensar en los curiosos visitantes. También ella los había olvidado.
V
Cuentos para muchos y cuentos para una
Poco a poco, Momo se había vuelto totalmente
imprescindible para Gigi Cicerone. En la medida en que se puede afirmar eso de un tipo tan inconstante
como él, había cobrado un profundo cariño por la niña, y hubiera querido
llevarla consigo a todas partes.
El contar historias era, como
ya sabemos, su pasión. Y
precisamente en este punto se había operado un cambio en él. Antes, sus historias habían resultado,
de vez en cuando, un tanto pobres, no se le ocurría nada interesante, repetía
algunas cosas o recurría a alguna película que había visto o alguna noticia que
había leído. Por decirlo así, sus
historias habían ido a pie, pero desde que conocía a Momo, le habían crecido alas.
Especialmente cuando Momo estaba con él y le escuchaba, su
fantasía florecía como un prado en primavera. Niños y mayores se apiñaban a su alrededor. Ahora era capaz de contar historias que se estiraban en muchos
capítulos a lo largo de días y semanas, y nunca se le agotaban las ocurrencias.
Él mismo, por cierto, también se
escuchaba con la máxima atención, porque no tenía la más mínima idea de adónde
le conduciría su fantasía.
Una vez que llegaron unos
viajeros que querían visitar el anfiteatro (Momo estaba sentada, algo apartada, en las gradas de piedra),
comenzó del modo siguiente:
¡Estimadas
señoras y caballeros! Como acaso
todos ustedes sepan, la emperatriz Basilisca
Agustina emprendió incontables
guerras para defender su imperio de los constantes ataques de los pitos y
flautas. Cuando hubo sometido una
vez más a esos pueblos, estaba tan irritada por la incansable molestia que
amenazó con exterminar a todos los atacantes a menos que su rey Xaxotraxolus le cediera, como castigo,
su carpa dorada. Pues en aquella
época, damas y caballeros, las carpas doradas todavía eran desconocidas aquí. Pero la emperatriz Basilisca había oído de boca de un viajero que el rey Xaxotraxolus poseía un pececito que, en
cuanto que hubiera acabado de crecer, se convertiría en oro puro. Y esa rareza quería poseerla a
cualquier precio la emperatriz Basilisca.
El rey Xaxotraxolus se rió para sus adentros. Ocultó debajo de la cama la carpa dorada, que efectivamente poseía,
e hizo entregar a la emperatriz, en una sopera incrustada de diamantes, una
ballena pequeñita. Bien es cierto
que la emperatriz quedó un tanto sorprendida por el tamaño del animal, pues se
había imaginado la carpa dorada un poco más pequeña. Pero pensó que cuanto mayor, mejor, pues tanto más oro produciría,
al final, el pez. Pero, por otro
lado, ese pez no parecía dorado, y eso la intranquilizaba. Pero el emisario del rey Xaxotraxolus
le declaró que el pez no se convertiría en oro hasta haber acabado de crecer,
no antes. Por eso era muy importante
que no se le estorbara en su crecimiento. Con
eso, la emperatriz Basilisca se dio
por satisfecha. El pececito crecía
de día en día y consumía enormes cantidades de comida. Pero la emperatriz no era pobre y el pez recibía todo lo que podía
tragar, con lo que se hizo grande y gordo. Pronto
la sopera se quedó pequeña. _Cuanto
mayor, mejor_, dijo la emperatriz Basilisca,
y lo hizo trasladar a su bañera. Pero
al poco tiempo ya no cabía tampoco en la bañera. Crecía y crecía. Entonces
fue trasladado a la piscina imperial. Eso
ya era un transporte bastante complicado, porque el pez ya pesaba tanto como un
buey. Uno de los esclavos que tenía
que arrastrarlo resbaló y la emperatriz lo mandó tirar a los leones, porque el
pez lo era todo para ella. Todos los
días se pasaba muchas horas sentada al borde de la piscina y lo veía crecer. No pensaba más que en el oro, pues es
sabido que llevaba una vida muy espléndida y nunca tenía oro suficiente. _Cuanto mayor, mejor_, murmuraba para
sí. Esa frase se convirtió en el
lema del imperio y se grabó en letras de oro en todos los edificios estatales. Pero, hasta la piscina imperial resultó
demasiado pequeña para el pez. Entonces,
Basilisca mandó construir este
edificio, cuyas ruinas, señoras y señores, tienen ante sí. Era un enorme acuario, totalmente circular, lleno hasta el borde de
agua, en el que el pez, por fin, podía estirarse a gusto. La emperatriz, como ya hemos dicho, pasaba día y noche en este
lugar y esperaba que el pez gigante se convirtiera en oro. Ya no se fiaba de nadie, ni de sus esclavos ni de sus parientes, y
temía que le fueran a robar el pez. De
modo que ahí estaba, adelgazaba más y más por el miedo y la preocupación, no
pegaba ojo y vigilaba el pez, que nadaba divertido y no pensaba siquiera en
convertirse en oro. Y Basilisca se despreocupaba más y más de
los asuntos del gobierno. Eso
precisamente habían esperado los pitos y flautas. Bajo la dirección de su rey Xaxotraxolus,
emprendieron una última campaña y conquistaron todo el imperio en un paseo
militar. No se encontraron con
ningún soldado y al pueblo tanto le daba quién lo gobernara. Cuando la emperatriz Basilisca se enteró, por fin, del
asunto, pronunció las famosas palabras: _¡Ay
de mí! Ojalá..._. El resto por desgracia, no ha llegado
hasta nosotros. Lo que sí se sabe
con certeza es que se lanzó a este acuario y se ahogó al lado del pez, tumba de
todas sus esperanzas. Para celebrar
la victoria, el rey Xaxotraxolus
mandó matar la ballena, de modo que todo el pueblo recibió, durante ocho días,
filete de pescado asado. Así pueden
ver, señoras y señores, adónde conduce la credulidad.
Con estas palabras concluyó Gigi su relato, y los oyentes estaban
visiblemente impresionados. Miraban
las ruinas con todo respeto. Sólo
uno de ellos desconfiaba un poco y preguntó:
—¿Y cuándo
dice que ocurrió todo eso?
Pero Gigi nunca dejaba una pregunta sin contestar y dijo:
—Como todo el
mundo sabe, la emperatriz Basilisca
fue contemporánea del filósofo Sínaca
el Viejo.
El desconfiado, claro está, no
quería reconocer que no sabía cuándo había vivido el filósofo Sínaca el Viejo, por lo que sólo dijo:
—Ah, muchas
gracias.
Todos los oyentes estaban
sumamente satisfechos y decían que esa visita realmente había merecido la pena,
y que nadie les había explicado nunca, tan comprensiblemente, los hechos de la
historia. Entonces Gigi presentó, modestamente, su gorra, y
la gente se mostró generosa. Incluso
el desconfiado echó unas monedas en ella. Además,
desde que había llegado Momo, Gigi no contaba nunca dos veces la
misma historia. Le habría resultado
demasiado aburrido. Si Momo estaba entre los oyentes, le
parecía que en su interior se abrían unas compuertas por las que fluían más y
más ocurrencias, sin que tuviera necesidad de parar a pensárselas.
Al contrario: muchas veces
tenía que intentar refrenarse, para no ir demasiado lejos, como aquella vez, en
que dos damas americanas, mayores, distinguidas, habían aceptado sus servicios.
Pues les había dado un buen susto
cuando les relató lo siguiente:
Claro está que incluso en su
bella y libre América, estimadas
señoras, sabrán que el cruel tirano Marjencio
Communo había concebido un plan de
cambiar el mundo según sus ideas. Pero
hiciera lo que hiciera, la gente seguía siendo más o menos igual y no se dejaba
cambiar. Entonces, en su vejez, Marjencio Communo se volvió loco. Como
ustedes saben, estimadas señoras, en aquel tiempo no había todavía psiquiatras
que supieran curar esas enfermedades. Con
lo que había que dejar que los tiranos hicieran el loco como quisieran. En su locura, a Marjencio Communo se le
ocurrió la idea de dejar que el mundo siguiera siendo como quisiera y hacerse
otro, nuevo, a su gusto. Así que
ordenó que se construyera un globo que tenía que tener el mismo tamaño que la
vieja Tierra, y en el que había que
reproducir, con toda fidelidad, cada detalle: cada casa, cada árbol, todas las
montañas, ríos y mares. Toda la
humanidad fue obligada, bajo pena de muerte, a trabajar en la ingente obra. En primer lugar, construyeron un
pedestal, sobre el que debía apoyarse ese globo gigantesco. La ruina de ese pedestal, estimadas
señoras, es la que tienen ustedes ante sí. Entonces
se comenzó a construir el propio globo terráqueo, una esfera gigantesca, del
mismo tamaño que la Tierra. Cuando se acabó de construir la esfera,
se reprodujo con cuidado todo lo que había sobre la Tierra. Claro está que
se necesitaba mucho material para ese globo terráqueo, y ese material no se
podía tomar de ningún lado más que de la propia Tierra. Así, la Tierra se hacía cada vez más pequeña,
mientras el globo se hacía mayor. Y
cuando se hubo terminado de hacer el nuevo mundo, hubo que aprovechar para ello
precisamente la última piedrecita que quedaba de la Tierra. Claro está que
también todos los habitantes se habían ido de la vieja Tierra al nuevo globo terráqueo, porque la vieja se había acabado. Cuando Marjencio Communo se dio
cuenta de que todo seguía igual que antes, se cubrió la cabeza con la toga y se
fue. Nadie sabe adónde. Ven ustedes, estimadas señoras, este
hueco en forma de embudo, que permite distinguir las ruinas en la actualidad es
el pedestal que se apoyaba en la superficie de la vieja Tierra. Así que deben
imaginárselo todo al revés.
Las dos distinguidas damas de América palidecieron, y una preguntó:
—¿Y dónde ha
quedado el globo terráqueo?
—Están ustedes
en él —contestó Gigi—. El mundo actual, señoras mías, es el globo
terráqueo.
Las dos damas chillaron
horrorizadas y huyeron. Gigi
presentó en vano la gorra.
Pero lo que más le gustaba a Gigi era contarle cuentos sólo a Momo, cuando no escuchaba nadie más. Casi siempre eran cuentos que trataban
de los propios Gigi y Momo. Y sólo estaban destinados a ellos dos y eran totalmente diferentes
a los que Gigi contaba en otras
ocasiones.
Una noche hermosa y cálida, los
dos estaban sentados callados en los escalones de piedra. En el cielo brillaban ya las primeras estrellas y la luna se
perfilaba, grande y plateada, sobre las siluetas negras de los pinos.
—¿Me cuentas
un cuento? —pidió Momo.
—Está bien
—dijo Gigi—. ¿De quién?
—De Momo y Girolamo, si puede ser —contestó Momo.
Gigi reflexionó un momento y preguntó:
—¿Y cómo ha de
llamarse?
—Quizá... ¿el
cuento del espejo mágico?
Gigi asintió, pensativo:
—Eso suena
bien. Veamos qué pasa.
Puso un brazo alrededor de los
hombros de Momo y comenzó:
Érase una vez una hermosa
princesa llamada Momo, que vestía de
seda y terciopelo y vivía muy por encima del mundo, sobre la cima de una
montaña, cubierta de nieve, en un castillo de cristal. Tenía todo lo que se puede desear, no comía más que los manjares
más finos y no bebía más que el vino más dulce. Dormía sobre almohadas de seda y se sentaba en sillas de marfil. Lo tenía todo, pero estaba
completamente sola. Todo lo que la
rodeaba, la servidumbre, las camareras, gatos, perros y pájaros e incluso las
flores, todo, no eran más que reflejos de un espejo. Porque resulta que la princesa Momo
tenía un espejo mágico grande, redondo y de la más pura plata. Lo enviaba cada día y cada noche por
todo el mundo. Y el gran espejo
flotaba sobre países y mares, sobre ciudades y campos. La gente que lo veía no se sorprendía, sino que decía: _Es la luna_. Y cada vez que el espejo volvía, ponía delante de la princesa todos
los reflejos que había recogido durante su viaje. Los había bonitos y feos, interesantes y aburridos, según como
salía. La princesa escogía los que le
gustaban, mientras que los otros los tiraba simplemente a un arroyo. Y los reflejos liberados volvían a sus
dueños, a través del agua, mucho más deprisa de lo que te imaginas. A eso se debe que veas tu propia imagen
reflejada cuando te inclinas sobre un pozo o un charco de agua. A todo esto he olvidado decir que la
princesa Momo era inmortal. Porque nunca se había mirado a sí misma
en el espejo mágico. Porque quien
veía en él su propia imagen, se volvía, por ello, mortal. Eso lo sabía muy bien la princesa Momo, y por lo tanto no lo hacía. De ese modo vivía con todas sus imágenes, jugaba con ellas y estaba
bastante contenta. Pero un día, el
espejo mágico le trajo una imagen que le interesó más que todas las otras. Era la imagen de un joven príncipe. Cuando lo hubo visto le entró tal
nostalgia, que quería llegar hasta él como fuera. Pero, ¿cómo? No sabía
dónde vivía, ni quién era, no sabía ni siquiera cómo se llamaba. Como no encontraba otra solución,
decidió mirarse por fin en el espejo. Porque
pensaba: a lo mejor el espejo llevará mi imagen hasta el príncipe. Puede que mire casualmente hacia el
cielo, cuando pase el espejo, y verá mi imagen. Acaso siga el camino del espejo y me encuentre aquí. Así que se miró largamente en el espejo
y lo envió por el mundo con su reflejo. Pero
así, claro está, se había vuelto mortal. En
seguida oirás cómo sigue esta historia, pero primero he de hablarte del
príncipe. Este príncipe se llamaba Girolamo y vivía en un reino fabuloso. Todos los que vivían en él amaban y
admiraban al príncipe. Un buen día,
los ministros dijeron al príncipe:
_Majestad,
debéis casaros, porque así es como debe ser_.
El príncipe Girolamo no tenía nada que oponer, de
modo que llegaron al palacio las más bellas señoritas del país, para que
pudiera elegir una. Todas se habían
puesto lo más guapas posible, porque todas querían casarse con él. Pero entre las muchachas también se
había colado en el palacio un hada mala, que no tenía en las venas sangre roja
y cálida, sino sangre verde y fría. Claro
que eso no se le notaba, porque se había maquillado con mucho cuidado. Cuando el príncipe entró en el gran
salón dorado del trono, para hacer su elección, ella pronunció rápidamente un
conjuro, de modo que Girolamo no vio
a nadie más que ella. Y además le
pareció tan hermosa, que al momento le preguntó si quería ser su esposa. ——Con mucho gusto —dijo el hada mala—,
pero pongo una condición. ——La
cumpliré —respondió Girolamo,
irreflexivo. ——Está bien —contestó
el hada mala, y sonrió con tal dulzura, que el desgraciado príncipe casi se
marea—, durante un año no podrás mirar el flotante espejo de plata. Si lo haces, olvidarás al instante todo
lo que es tuyo. Olvidarás lo que
eres en realidad y tendrás que ir al país de Hoy, donde nadie te conoce, y allí vivirás como un pobre diablo. ¿Estás de acuerdo? ——Si no es más que eso —exclamó el
príncipe Girolamo—, la condición es
fácil. ¿Qué ha ocurrido mientras
tanto con la princesa Momo? Había esperado y esperado, pero el
príncipe no había venido. Entonces
decidió salir a buscarle ella misma. Devolvió
la libertad a todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente sola y en sus suaves zapatillas, desde su
palacio de cristal, a través de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países, hasta que
llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban
gastadas y tenía que ir descalza. Pero
el espejo mágico con su imagen seguía flotando por el cielo. Una noche el príncipe Girolamo estaba sentado en el tejado de
su palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y fría. De repente cayó una gota diminuta sobre
la mano del príncipe. ——Empieza a
llover —dijo el hada de la sangre verde. ——No
—contestó el príncipe—, no puede ser porque no hay ni una sola nube en el
cielo. Y miró hacia lo alto,
directamente al gran espejo mágico, plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa Momo y observó que lloraba y que una de
sus lágrimas le había caído sobre la mano. En
el mismo momento se dio cuenta de que el hada le había engañado, que no era
hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde y fría. Era a la princesa Momo a
la que amaba en verdad. —— Acabas de
romper tu promesa —dijo el hada verde, y su cara se crispó hasta parecer la de
una serpiente— y ahora has de pagarlo. Introdujo
sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo,
que se quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese mismo instante olvidó que era el
príncipe Girolamo. Salió de su palacio y de su reino como
un ladrón furtivo. Caminó por todo
el mundo, hasta que llegó al país de Hoy,
donde vivió en adelante como un pobre inútil desconocido y se llamaba
simplemente Gigi. Lo único que había llevado consigo era
la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío. Mientras tanto, los vestidos de seda y
terciopelo de la princesa Momo se
habían gastado. Ahora llevaba un
chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, y una falda de remiendos de todos
los colores. Y vivía en unas ruinas.
Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce al príncipe Girolamo,
porque ahora es un pobre diablo. Tampoco
Gigi reconoció a la princesa, porque
ya no tenía ningún aspecto de princesa. Pero
en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban mutuamente. Una noche, cuando volvía a flotar en el
cielo el espejo mágico, que ahora estaba vacío, Gigi sacó del bolsillo la imagen y se la enseñó a Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aún así, la princesa se dio
cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al
príncipe Girolamo, al que siempre
había buscado y por quien se había vuelto mortal. Y se lo contó todo. Pero
Gigi movió triste la cabeza y dijo:
——No puedo entender nada de lo que
dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.
Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y
desató, con toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la mano y se fue
con ella muy lejos, a su país.
Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un
ratito; después Momo preguntó:
—¿Y después
han sido marido y mujer?
—Creo que sí
—dijo Gigi—, más tarde.
—¿Y han muerto
mientras tanto?
—No —dijo Gigi con decisión—. Eso lo sé exactamente. El espejo mágico sólo hacía a alguien
mortal, cuando se miraba en él a solas. Pero
si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y
eso hicieron estos dos.
La luna se veía grande y
plateada sobre los pinos negros y hacía brillar misteriosamente las viejas
piedras de las ruinas. Momo y Gigi estaban sentados en silencio el
uno al lado del otro y se miraron largamente en ella: sintieron con toda
claridad que, durante ese instante, ambos eran inmortales.
Segunda parte
Los
hombres grises
VI
La cuenta está equivocada, pero cuadra
Existe una cosa muy misteriosa,
pero muy cotidiana. Todo el mundo
participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar el
ella. Casi todos se limitan a
tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta
cosa es el tiempo.
Hay calendarios y relojes para
medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora
puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende
de lo que hagamos durante esa hora.
Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
Y nadie lo sabe tan bien,
precisamente, como los hombres grises. Nadie
sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de
vida, incluso, como ellos. Claro que
lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así
actuaban.
Ellos se habían hecho sus
planes con el tiempo de los hombres. Eran
planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a sus
actividades. Se habían incrustado en
la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera
cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.
Conocían a cualquiera que
parecía apto para sus planes mucho antes de que éste se diera cuenta. No hacían más que esperar el momento
adecuado para atraparle. Aunque
hicieran todo lo posible para que ese momento llegara pronto.
Tomemos, por ejemplo, al señor Fusi, el barbero. Es cierto que no se trataba de un peluquero famoso, pero era
apreciado en su barrio. No era ni
pobre ni rico. Su tienda, situada en
el centro de la ciudad, era pequeña, y ocupaba a un aprendiz.
Un día, el señor Fusi estaba a la puerta de su
establecimiento y esperaba a la clientela. El
aprendiz libraba aquel día, y el señor Fusi
estaba solo. Miraba cómo la lluvia
caía sobre la calle, pues era un día gris, y también en el espíritu del señor Fusi hacía un día plomizo. Mi vida va pasando, pensaba, entre el
chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón. ¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día que me muera será como si nunca
hubiera existido.
A todo eso no hay que creer que
el señor Fusi tuviera algo que
oponer a una charla. Todo lo
contrario: le encantaba explicar a los clientes, con toda amplitud, sus
opiniones, y oír lo que ellos pensaban de ellas. Tampoco le molestaba en absoluto el chasquido de las tijeras o la
espuma de jabón. Su trabajo le gustaba
mucho y sabía que lo hacía bien. Especialmente
su habilidad en afeitar a contrapelo bajo la barbilla era difícil de superar. Pero hay momentos en que uno se olvida
de todo eso. Le pasa a todo el
mundo.
¡Toda mi vida
es un error!, pensaba el señor Fusi.
¿Qué se ha
hecho de mí? Un insignificante
barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta.
Claro que el señor Fusi no tenía la menor idea de cómo
habría de ser eso de vivir de verdad. Sólo
se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como veía en las
revistas. Pero, pensaba con pesimismo, mi trabajo no me deja tiempo para
ello. Porque para vivir de verdad
hay que tener tiempo. Hay que ser
libre. Pero yo seguiré toda mi vida
preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón.
En ese momento se acercó un
coche lujoso, gris, que se detuvo exactamente delante de la barbería del señor Fusi. Se apeó un señor gris, que entró en el establecimiento. Puso su cartera gris en la mesa,
delante del espejo, colgó su bombín del perchero y, sentándose en el sillón,
sacó del bolsillo un cuaderno de notas que comenzó a hojear, mientras fumaba su
pequeño cigarro gris.
El señor Fusi cerró la puerta de la barbería porque le pareció que, de
repente, hacía mucho frío allí.
—¿En qué puedo
servirle? —preguntó trastornado—. ¿Afeitar
o cortar el pelo? —y en el mismo instante se maldijo por su falta de tacto,
pues el señor cliente poseía una calva reluciente.
—Ni lo uno ni
lo otro —dijo el hombre gris, sin sonreír, con una voz átona, que podríamos
llamar gris ceniza—. Vengo de la
caja de ahorros de tiempo. Soy el
agente Nº XYQ_,384_,2. Sabemos que quiere abrir una cuenta de
ahorros en nuestra entidad.
—Eso me
resulta nuevo —contestó el señor Fusi,
más desconcertado todavía—. Si he de
serle franco, no sabía que existiera una institución así.
—Pues bien,
ahora lo sabe —respondió, tajante, el agente. Volvió algunas hojas de su cuaderno y prosiguió—. Usted es el señor Fusi, el barbero, ¿no es así?
—Pues sí, ése
soy yo —contestó el señor Fusi.
—Entonces no
me he equivocado de dirección —dijo el hombre gris mientras cerraba su cuaderno
de notas—. Es usted candidato de
nuestra institución.
—¿Cómo, cómo?
—preguntó el señor Fusi, sorprendido
todavía.
—Verá usted,
querido señor Fusi —dijo el agente—,
se gasta usted la vida entre el chasquido de las tijeras, el parloteo y la
espuma de jabón. Cuando usted se
muera, será como si nunca hubiera existido. si tuviera tiempo para vivir de verdad,
sería otra cosa. Todo lo que
necesita es tiempo. ¿Tengo razón?
—En eso
precisamente estaba pensando —murmuró el señor Fusi, con un escalofrío, porque a pesar de haber cerrado la puerta,
cada vez hacía más frío.
—¡Lo ve!
—repuso el hombre gris, chupando con satisfacción su pequeño cigarro—. Pero, ¿de dónde sacar el tiempo? Hay que ahorrarlo. Usted, señor Fusi, gasta
el tiempo de modo totalmente irresponsable. Se lo demostraré con una pequeña cuenta. Un minuto tiene sesenta segundos. Y una hora tiene sesenta minutos. ¿Me sigue?
—Claro —dijo
el señor Fusi.
El agente Nº XYQ_,384_,2 comenzó a escribir las
cifras, con un lápiz gris, en el espejo.
—Sesenta por
sesenta son tres mil seiscientos. De
modo que una hora tiene tres mil seiscientos segundos. Un día tiene veinticuatro horas, es decir, tres mil seiscientos por
veinticuatro, lo que da ochenta y seis mil cuatrocientos segundos por día. Un año tiene, como sabe todo el mundo,
trescientos sesenta y cinco días. Lo
que nos da treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos por
año. O trescientos quince millones
trescientos sesenta mil segundos en diez años. ¿En cuánto estima usted, señor Fusi,
la duración de su vida?
—Bueno
—tartamudeó el señor Fusi,
trastornado—, espero llegar a los setenta u ochenta años.
—Está bien
—prosiguió el hombre gris—, por precaución contaremos con setenta años. Eso sería, pues, trescientos quince
millones trescientos sesenta mil por siete. Lo que da dos mil doscientos siete millones quinientos veinte mil
segundos.
Y escribió esa cifra con
grandes números en el espejo:
2.207.520.000 segundos.
Después la subrayó varias veces
y declaró:
—Ésta es,
pues, señor Fusi, la fortuna de que
dispone.
El señor Fusi tragó saliva y se pasó la mano por la frente. La cifra le daba mareos. Nunca había pensado que fuera tan rico.
—Sí —dijo el
agente, asintiendo con la cabeza, mientras volvía a aspirar su pequeño cigarro
gris—, es una cifra impresionante, ¿verdad? Pero todavía hemos de continuar. ¿Cuántos años tiene usted, señor Fusi?
—Cuarenta y
dos —farfulló éste, mientras de repente se sentía tan culpable como si hubiera
cometido un desfalco.
—¿Cuántas
horas suele dormir usted, de promedio, cada noche? —siguió inquiriendo el
hombre gris.
—Unas ocho
horas —confesó el señor Fusi.
El agente calculó a la
velocidad del rayo. El lápiz volaba
con tal rapidez sobre el espejo, que al señor Fusi se le erizaba el cabello.
—Cuarenta y
dos años —ocho horas diarias—, eso da cuatrocientos cuarenta y un millones
quinientos cuatro mil. Esa suma
podemos darla ya por perdida. ¿Cuánto
tiempo tiene que sacrificar diariamente para el trabajo, señor Fusi?
—Ocho horas,
más o menos, también —reconoció el señor Fusi
con humildad.
—Entonces
hemos de asentar una vez más la misma suma en el saldo negativo —prosiguió el
agente, inflexible—. Pero resulta
que también se le gasta algún tiempo debido a la necesidad de alimentarse. ¿Cuánto tiempo necesita, en total, para
todas las comidas del día?
—No lo sé
exactamente —dijo el señor Fusi,
miedoso—, ¿dos horas, quizá?
—Eso me parece
demasiado poco —dijo el agente—, pero admitámoslo. Eso da, en cuarenta y dos años, el importe de ciento diez millones
trescientos setenta y seis mil. Prosigamos.
Vive usted solo con su anciana
madre, según sabemos. Cada día le
dedica a la buena señora una hora entera, lo que significa que se sienta con
ella y le habla, a pesar de que está tan sorda que apenas puede oírle. Eso es tiempo perdido: da cincuenta y
cinco millones ciento ochenta y ocho mil. Además,
tiene usted, sin ninguna necesidad, un periquito, cuyo cuidado le cuesta,
diariamente, un cuarto de hora, lo que, al cambio, da trece millones
setecientos noventa y seis mil.
—Pero...
—intervino, suplicante, el señor Fusi.
—¡No me interrumpa!
—gruñó el agente, que contaba más deprisa cada vez—. Como su madre está impedida, usted, señor Fusi, tiene que hacer parte de las tareas de la casa. Tiene que ir a hacer la compra, lustrar
los zapatos y otras cosas molestas. ¿Cuánto
tiempo le lleva eso diariamente?
—Acaso una
hora, pero...
—Eso da otros
cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil, que pierde. Sabemos, además, que va una vez a la
semana al cine, que una vez a la semana canta en un orfeón, que tiene un grupo
de amigos, con los que se reúne dos veces por semana y que a veces incluso lee
un libro. En resumen, que mata usted
el tiempo con actividades inútiles, y eso durante unas tres horas diarias, lo
que da ciento sesenta y cinco millones quinientos sesenta y cuatro mil. ¿No se encuentra bien, señor Fusi?
—No —contestó
el señor Fusi—, perdone, por
favor...
—En seguida
acabamos —dijo el hombre gris—. Pero
tenemos que hablar todavía de un capítulo especial de su vida. Porque tiene usted un pequeño
secreto... Usted ya sabe...
Al señor Fusi comenzaron a castañetearle los dientes de tanto frío que
tenía.
—¿Eso también
lo sabe? —murmuró, agotado—. Creía
que aparte de mí y la señorita Daría...
—En nuestro
mundo moderno —le interrumpió el agente Nº XYQ_,384_,2—,
no hay sitio para secretitos. Vea
usted las cosas con realismo, señor Fusi.
Contésteme a una pregunta: ¿quiere
usted casarse con la señorita Daría?
—No —dijo el
señor Fusi—, eso no va...
—Precisamente
—prosiguió el hombre gris—, porque la señorita Daría estará toda su vida encadenada a la silla de ruedas, porque
tiene paralizadas las piernas. A
pesar de eso, usted va a verla cada día, durante media hora, para llevarle una
flor. ¿A qué viene eso?
—Se alegra
tanto siempre —contestó el señor Fusi,
a punto de llorar.
—Pero visto
fríamente —repuso el agente—, es tiempo perdido para usted. Exactamente veintisiete millones
quinientos noventa y cuatro mil segundos, hasta ahora. Y si a ello añadimos que tiene usted la costumbre de sentarse, cada
noche, antes de acostarse, junto a la ventana, durante un cuarto de hora para
reflexionar sobre el día transcurrido, podemos restar, una vez más, la suma de
trece millones setecientos noventa y siete mil. Veamos ahora lo que queda, señor Fusi.
En el espejo había ahora la
siguiente suma:
sueño 441.504.000 segundos
trabajo 441.504.000 alimentación 110.376.000 madre 55.188.000
periquito 13.797.000 compra, etc. 55.188.000 amigos,
orfeón, etc. 165.564.000
secreto
27.594.000 ventana 13.797.000
=======================================================
TOTAL 1.324.512.000
—Esta suma
—dijo el hombre gris, mientras golpeaba varias veces el espejo con su lápiz,
con tal fuerza, que sonaba como tiros de revólver—, esta suma es, pues, el
tiempo que ha perdido hasta ahora, señor Fusi. ¿Qué le parece?
Al señor Fusi no le parecía nada. Se
sentó en una silla, en un rincón, y se secó la frente con el pañuelo, porque a
pesar del frío estaba sudando.
El hombre gris asintió, serio.
—Sí, se está
dando exacta cuenta —dijo—. Ya es más
de la mitad de su fortuna inicial, señor Fusi.
Pero ahora vamos a ver qué le ha
quedado de sus cuarenta y dos años. Un
año son treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, como
sabe. Y eso, multiplicado por
cuarenta y dos da mil trescientos veinticuatro millones quinientos doce mil.
Escribió esa cifra debajo del
tiempo perdido:
1.324.512.0009 segundos -1.324.512.000 segundos
0.000.000.000 segundos
Se guardó el lápiz e hizo una
larga pausa para que la vista de la larga serie de ceros hiciera su efecto
sobre el señor Fusi.
Éste es, pues, pensaba el señor
Fusi, anonadado, el balance de toda
mi vida hasta ahora.
Estaba tan impresionado por la
cuenta, que cuadraba con tal precisión, que lo aceptó todo sin contradicción. Y la cuenta en sí era correcta. Éste era uno de los trucos con los que
los hombres grises estafaban a los hombres en mil ocasiones.
—¿No cree
usted —retomó la palabra, en tono suave, el agente Nº XYQ_384_2-, que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor Fusi, de empezar a ahorrar?
El señor Fusi asintió, mudo, con los labios morados de frío.
—Si, por
ejemplo —proseguía la voz cenicienta del agente junto al oído del señor Fusi—, hubiera empezado a ahorrar una
hora diaria hace veinte años, tendría ahora un saldo de veintiséis millones
doscientos ochenta mil segundos. De
ahorrar diariamente dos horas, el saldo, claro está, sería doble, es decir,
cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil. Y, por favor, señor Fusi,
¿qué son dos miserables horitas a la vista de esta suma?
—¡Nada!
—exclamó el señor Fusi—. ¡Una pequeñez!
—Me alegra que
se dé usted cuenta —prosiguió el agente—. Y
si calculamos lo que habría ahorrado, en las mismas condiciones, en veinte años
más, nos daría la señorial cifra de ciento cinco millones ciento veinte mil
segundos. Todo este capital estaría
a su libre disposición al alcanzar los sesenta y dos años.
—¡Magnífico!
—farfulló el señor Fusi, poniendo
ojos como platos.
—Espere
—prosiguió el hombre gris—, que todavía hay más. Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo, no nos limitamos a
guardarle el tiempo que usted ha ahorrado, sino que le pagamos intereses. Lo que significa que, en realidad,
tendría usted mucho más.
—¿Cuánto más?
—preguntó el señor Fusi, sin
aliento.
—Eso dependerá
de usted —aclaró el agente—, según la cantidad que ahorrara y el plazo en que
dejara fijos sus ahorros.
—¿Plazo fijo?
—se informó el señor Fusi—. ¿Qué significa eso?
—Es muy
sencillo —dijo el hombre gris—. Si
usted no nos exige la devolución del tiempo ahorrado antes de cinco años,
nosotros se lo doblamos. Su fortuna,
pues, se dobla cada cinco años, ¿entiende? A
los diez años sería cuatro veces la suma original, a los quince años ocho veces
y así sucesivamente. Si hubiera
empezado a ahorrar sólo dos horas diarias hace veinte años, a los sesenta y dos
años, es decir, después de un total de cuarenta años, dispondría del tiempo
ahorrado hasta entonces por usted multiplicado por doscientos cincuenta y seis.
Serían veintiséis mil novecientos
diez millones setecientos veinte mil.
Tomó una vez más su lápiz gris
y escribió también esa cifra en el espejo:
(6.910.7(0.000 segundos
—Como puede
ver usted, señor Fusi —dijo
entonces, mientras sonreía por primera vez—, sería más del décuplo de todo el
tiempo de su vida original. Y eso
ahorrando sólo dos horas diarias. Piense
si no merece la pena esta oferta.
—¡Y tanto!
—dijo el señor Fusi agotado—. Sin duda que sí. Soy un infeliz por no haber empezado a ahorrar hace tiempo. Ahora me doy cuenta, y he de confesar
que estoy desesperado.
—Para eso no
hay ningún motivo —dijo el hombre gris con suavidad—. Nunca es demasiado tarde. Si
usted quiere, puede empezar hoy mismo. Verá
usted que merece la pena.
—¡Y tanto que
quiero! —gritó el señor Fusi—. ¿Qué he de hacer?
—Querido amigo
—contestó el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más
deprisa, y dejar de lado todo lo inútil. En
lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce
a media. Lo mejor sería que la
dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya
habrá ahorrado una hora. Quítese de
encima el periquito. No visite a la
señorita Daría más que una vez cada
quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo
precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen
reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.
—Está bien
—dijo el señor Fusi—, puedo hacer
todo eso. Pero, ¿qué haré con el
tiempo que me sobre? ¿Tengo que
depositarlo? ¿Dónde? ¿O tengo que guardarlo? ¿Cómo funciona todo eso?
—No se
preocupe —dijo el hombre gris, mientras sonreía por segunda vez—. De eso nos ocupamos nosotros. Puede estar usted seguro de que no se
perderá nada del tiempo que usted ahorre. Ya
se dará cuenta de que no le sobra nada.
—Está bien
—respondió el señor Fusi,
anonadado—, me fío de ustedes.
—Hágalo
tranquilo, querido amigo —dijo el agente, mientras se levantaba—. Puedo darle, pues, la bienvenida a la
gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi,
es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!
Con estas palabras tomó el
sombrero y la cartera.
—¡Un momento,
por favor! —le llamó el señor Fusi—.
¿No tenemos que firmar algún
contrato? ¿No me da algún papel?
El agente Nº XYQ_,384_,2 se volvió, en la puerta, y
miró al señor Fusi con cierta
desgana.
—¿Para qué?
—preguntó—. El ahorro de tiempo no
se puede comparar con ningún otro tipo de ahorro. Es una cuestión de confianza absoluta por ambas partes. A nosotros nos basta su asentimiento. Es irrevocable. Nosotros nos ocupamos de sus ahorros. Cuánto va a ahorrar es cosa suya. No le obligamos a nada. Usted
lo pase bien, señor Fusi.
Con estas palabras, el agente
se montó en su elegante coche y salió disparado.
El señor Fusi le siguió con la mirada y se frotó la frente. Poco a poco volvía a entrar en calor,
pero se sentía enfermo. El humo azul
del pequeño cigarro del agente siguió flotando durante mucho tiempo por la
barbería, sin querer disolverse.
Sólo cuando el humo hubo
desaparecido, comenzó a sentirse mejor el señor Fusi. Pero del mismo
modo que desaparecía el humo, palidecían también las cifras del espejo. Y cuando se borraron del todo, se borró
también de la memoria del señor Fusi
el recuerdo de su visitante gris: el recuerdo del visitante, no el de la
decisión. Ésta la consideró ahora
como propia. El propósito de ahorrar
tiempo para poder empezar otra clase de vida en algún momento del futuro se
había clavado en su alma como un anzuelo.
Y entonces llegó el primer
cliente del día. El señor Fusi le atendió refunfuñando, dejó de
lado todo lo superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en lugar de en
media hora acabó en veinte minutos.
Lo mismo hizo desde entonces
con todos los clientes. Su trabajo,
hecho de esta manera, no le gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además del aprendiz, contrató dos
oficiales y vigilaba que no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento se realizaba según un plan de tiempos exactamente
calculado. En la barbería del señor Fusi colgaba ahora un cartel que decía:
“El tiempo
ahorrado vale el doble”.
Escribió una cartita breve,
objetiva, a la señorita Daría, en la
que decía que por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su periquito a una pajarería. Envió a su madre a un asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver
una vez al mes. También en todo lo
demás siguió los consejos del hombre gris, pues los tomaba por decisiones
propias.
Cada vez se volvía más nervioso
e intranquilo, porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo que ahorraba,
no le quedaba nunca nada. Desaparecía
de modo misterioso y ya no estaba. Al
principio de modo apenas sensible, pero después más y más, se iban acortando
sus días. Antes de que se diera
cuenta, ya había pasado una semana, un mes, un año, y otro.
Como ya no se acordaba de la
visita del hombre gris, debería haberse preguntado en serio a dónde iba a parar
su tiempo. Pero esa pregunta nunca
se la hacía, al igual que todos los demás ahorradores de tiempo. Había caído sobre él una especie de
obsesión ciega. Y si alguna vez se
daba cuenta de que sus días se volvían más y más cortos, ahorraba con mayor
obsesión.
Al igual que al señor Fusi, le ocurría a mucha gente de la
gran ciudad. Y cada día eran más los
que se dedicaban a lo que ellos llamaban “ahorrar tiempo”. Y cuantos más eran, más los imitaban, e incluso aquellos que en
realidad no querían hacerlo no tenían más remedio que seguir el juego.
Diariamente se explicaban por
radio, televisión y en los periódicos las ventajas de nuevos inventos que
ahorraban tiempo, que un día, regalarían a los hombres la libertad para la vida
“de verdad”. En las paredes se
pegaban carteles en los que se veían todas las imágenes posibles de la
felicidad. Debajo ponía en letras
luminosas:
Los ahorradores de tiempo viven
mejor Los ahorradores de tiempo son
dueños del futuro Cambia tu vida:
ahorra tiempo
Pero la realidad era muy otra. Es cierto que los ahorradores de tiempo
iban mejor vestidos que los que vivían cerca del viejo anfiteatro. Ganaban más dinero y podían gastar más.
Pero tenían caras desagradables,
cansadas o amargadas y ojos antipáticos. Ellos,
claro está, desconocían la frase: “¡Ve
con Momo!” No tenían a nadie que pudiera escucharles y les ayudara a volverse
listos, amistosos o contentos. Pero
incluso si hubieran tenido a alguien así es más que dudoso que jamás hubieran
ido a verle, a menos que se hubiera podido resolver la cuestión en cinco
minutos. Si no, lo habrían
considerado tiempo perdido. Según
decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que
conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación.
Así que ya no podían celebrar
fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El
soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el
miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los
amenazaba el silencio. Pero está
claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí donde
juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día hacía más
ruidosa la ciudad.
El que a uno le gustara su
trabajo y lo hiciera con amor no importaba; al contrario, eso sólo entretenía. Lo único importante era que hiciera el
máximo trabajo en el mínimo de tiempo.
En todos los lugares de trabajo
de las grandes fábricas y oficinas colgaban carteles que decían:
El tiempo es precioso — no lo
pierdas El tiempo es oro — ahórralo
Había carteles parecidos en los
escritorios de los jefes, sobre los sillones de los directores, en las salas de
consulta de los médicos, en las tiendas, restaurantes y almacenes e incluso en
las escuelas y parvularios. No se
libraba nadie.
Al final, incluso la propia
ciudad había cambiado más y más su aspecto. Los viejos barrios se derribaban y se construían casas nuevas en
las que se dejaba de lado todo lo que parecía superfluo. Se evitaba el esfuerzo de construir las casas en función de la
gente que tenía que vivir en ellas, porque entonces se tendrían que construir
muchas casas diferentes. Resultaba
más barato y, sobre todo, ahorraba tiempo, construir las casas todas iguales.
Al norte de la ciudad se
extendían ya inmensos barrios nuevos. Se
alzaban allí, en filas interminables, las casas de vecindad de muchos pisos,
que se parecían entre sí como un huevo a otro. Y como todas las casas eran iguales, también las calles eran
iguales. Y estas calles monótonas
crecían y crecían y se extendían hasta el horizonte: un desierto de monotonía. Del mismo modo discurría la vida de los
hombres que vivían en ellas: derechas hasta el horizonte. Porque aquí, todo estaba calculado y planificado con exactitud,
cada centímetro y cada instante.
Nadie se daba cuenta de que, al
ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más
pobre, más monótona y más fría.
Los que lo sentían con claridad
eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo.
Pero el tiempo es vida, y la
vida reside en el corazón.
Y cuanto más ahorraba de esto
la gente, menos tenía.
VII
Momo busca a sus amigos y se encuentra con un enemigo
—No sé —dijo Momo un día—, me da la impresión de que
nuestros viejos amigos vienen cada vez menos a verme. A algunos hace tiempo que no los he visto.
Gigi Cicerone y Beppo Barrendero estaban sentados a su lado
en los escalones de piedra cubiertos de hierba, y miraban la puesta de sol.
—Sí —opinó Gigi, pensativo—, a mí me ocurre lo
mismo. Cada vez son menos los que
escuchan mis historias. Ya no es
como antes. Pasa algo.
—Pero, ¿qué?
—preguntó Momo.
Gigi se encogió de hombros y
borró con saliva, pensativo, unas letras que había escrito en una vieja
pizarra. El viejo Beppo había encontrado la pizarra hacía
algunas semanas en un cubo de la basura y se la había traído a Momo. Claro que ya no era demasiado nueva y tenía una gran raja en el
medio, pero todavía se podía aprovechar. Desde
entonces, Gigi le enseñaba a Momo, cada día, cómo se escribía ésta o
aquella letra. Y como Momo tenía muy buena memoria, a esas
alturas ya sabía leer bastante bien. Sólo
fallaba un poco todavía en la escritura.
Beppo Barrendero, que había reflexionado sobre la pregunta de Momo, asintió lentamente y dijo:
—Sí, es
verdad. Se acerca. En la ciudad está ya en todos lados. Ya hace tiempo que vengo observándolo.
—¿El qué?
—preguntó Momo.
Beppo pensó un rato, para
responder entonces:
—Nada bueno.
Al cabo de otro rato añadió:
—Empieza a
hacer frío.
—¡Qué va!
—dijo Gigi, y rodeó con su brazo,
consolador, los hombros de Momo—. Cada vez vienen más niños.
—Precisamente
por eso —dijo Beppo—. Precisamente.
—¿Qué quieres
decir? —preguntó Momo.
Beppo reflexionó largo rato y
contestó, finalmente:
—No vienen por
nosotros. Sólo buscan un refugio.
Los tres bajaron la mirada al
centro del anfiteatro, cubierto de hierba, donde varios niños jugaban a un
nuevo juego de pelota que se acababan de inventar esa tarde.
Había entre ellos algunos de
los viejos amigos de Momo: el chico
de las gafas, que se llamaba Paolo,
la niña María con su hermano Dedé, el niño gordo de la voz aguda,
cuyo nombre era Massimo, y el otro
chico, que siempre parecía un poco dejado y se llamaba Blanco. Pero había,
además, otros niños, que hacía pocos días que venían, y un niño más pequeño,
que hoy había venido por primera vez. Parecía
verdad lo que había dicho Gigi: cada
día eran más.
En el fondo, a Momo le habría gustado poder alegrarse
por ello. Pero la mayoría de esos
niños simplemente no sabían jugar. Se
limitaban a sentarse, aburridos, y miraban a Momo y sus amigos. A
veces molestaban, porque sí, y lo estropeaban todo. No pocas veces había gritos y peleas. Eso no duraba mucho rato, porque la presencia de Momo también hacía efecto en estos
niños, que pronto empezaban a tener sus propias ideas y a jugar con entusiasmo.
Pero cada día había niños nuevos,
que venían incluso de barrios lejanos. De
modo que todo volvía a empezar de nuevo porque, como es sabido, muchas veces
basta con un solo aguafiestas para estropearlo todo.
Y había una cosa más que Momo no acababa de entender. Había empezado hacía muy poco. Cada vez era más frecuente que los
niños trajeran toda clase de juguetes con los que no se podía jugar de verdad,
como, por ejemplo, un tanque de mando a distancia, que se podía hacer dar
vueltas, pero que no servía para nada más. O
un cohete espacial, que daba vueltas alrededor de una torre, pero con el que no
se podía hacer nada más. O un
pequeño robot, que se paseaba con los ojos encendidos y giraba la cabeza a uno
y otro lado, pero que no se podía aprovechar para nada más.
Está claro que eran juguetes
muy caros, como nunca los habían tenido los amigos de Momo, y no digamos la propia Momo.
Sobre todo, esas cosas eran tan
perfectas hasta el menor detalle, que uno no se podía imaginar nada. De modo que los niños se sentaban
durante horas y miraban atentos y, al mismo tiempo aburridos, una de esas cosas
que corría por ahí, daba vueltas o se paseaba, pero no se les ocurría nada. Por eso acababan volviendo a sus viejos
juegos, para los que les bastaban un par de cajas, un mantel roto o un puñado
de guijarros. Entonces podían
imaginárselo todo.
Había algo que impedía que esa
tarde el juego saliera bien. Los
niños dejaban de jugar uno a uno, hasta que al final todos estaban sentados
alrededor de Gigi, Beppo y Momo. Esperaban que, con
un poco de suerte, Gigi comenzara a
contar una historia. Porque el niño
pequeño que hoy había venido por primera vez se había traído una radio
portátil. Estaba sentado un poco
aparte de los demás y había puesto el aparato a todo volumen. Era una emisión de publicidad.
—¿No podías
poner esa tontería un poco más bajo? —preguntó el niño un poco dejado, que se
llamaba Blanco, en tono amenazador.
—No te
entiendo —dijo el niño extraño con una mueca—, mi radio está demasiado alta.
—¡Bájala en
seguida! —dijo Blanco, mientras se
levantaba.
El otro niño se puso un tanto
pálido, pero contestó, tozudo:
—Ni tú ni
nadie tiene que mandarme nada. Puedo
poner mi radio tan alto como quiera.
—Tiene razón
—dijo el viejo Beppo—. No podemos prohibírselo. En todo caso se lo podemos pedir.
Blanco volvió a sentarse.
—Que se vaya a
otro sitio —dijo, amargado—. Lleva
toda la tarde estropeando todo.
—Su razón
tendrá —contestó Beppo, mientras
miraba al niño nuevo con amabilidad y atención a través de sus pequeñas gafas—.
Seguro que la tiene.
El niño nuevo calló. Después de un instante bajó su radio y
miró a otro lado.
Momo fue hacia él y se sentó,
callada, a su lado. El niño apagó la
radio.
Durante un ratito hubo
silencio.
—Cuéntanos
algo, Gigi —pidió uno de los niños
nuevos.
—¡Sí, por
favor! —gritaron los demás—. Un
cuento divertido.
—No, una
historia de aventuras.
—No, una
historia de risa.
Pero Gigi no quería. Era la
primera vez que pasaba.
—Preferiría
—dijo finalmente— que vosotros me contaseis algo a mí, sobre vosotros y
vuestras casas, lo que hacéis y por qué venís aquí.
Los niños se quedaron callados.
Sus caras, de repente, se habían
puesto tristes.
—Ahora tenemos
un coche muy bonito —dijo por fin uno de ellos—. El sábado, cuando mi mamá y mi papá tienen tiempo, lo lavan. Si he sido bueno, también me dejan
ayudarlos. Más adelante yo también
quiero tener un coche así.
—Yo —dijo una
niña pequeña—, yo puedo ir cada día al cine sola, si quiero. Allí piensan que estoy bien guardada,
porque ellos no tienen tiempo para ocuparse de mí.
Después de una breve pausa
añadió:
—Pero no
quiero estar guardada. Por eso vengo
aquí a escondidas, y me guardo el dinero. Cuando
tenga bastante dinero me compraré un billete para ir al país de los siete
enanitos.
—¡Eres tonta!
—dijo otro niño—. Si no existen.
—¡Sí que
existen! —dijo, tozuda, la niña—. Lo
he visto incluso en un folleto de viajes.
—Yo ya tengo
once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas
veces quiera. Antes me contaba
cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero
ahora no está nunca. O está cansado
y no tiene ganas.
—¿Y tu mamá?
—preguntó María.
—También está
fuera todo el día.
—Sí —dijo María—, en mi casa pasa igual. Pero por suerte tengo a Dedé —y le dio un beso a su hermanito,
que estaba sobre su falda—. Cuando
vuelvo del colegio, caliento la comida que nos han dejado. Entonces hago mis deberes. Y
entonces... —se encogió de hombros—, bueno, entonces nos vamos a pasear, hasta
que oscurece. Casi siempre venimos
aquí.
Todos los niños asintieron,
porque más o menos les ocurría lo mismo a todos.
—En realidad me
alegro —dijo Blanco, aunque no
parecía nada alegre—, de que mis padres no tengan tiempo para mí. Porque si no, empiezan a pelearse y me
pegan.
De repente se dirigió hacia
ellos el niño de la radio y dijo:
—Pues a mí me
dan mucho más dinero que antes.
—¡Claro!
—contestó Blanco—. Lo hacen para librarse de nosotros. Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a sí mismos. Nada les gusta ya. Eso
creo.
—¡Eso no es
verdad! —gritó, airado, el niño nuevo—. Mis
padres me quieren mucho. No es culpa
de ellos que ya no tengan tiempo. Por
eso me han regalado la radio portátil. Es
muy cara. Eso es una prueba, ¿no es
verdad?
Todos callaron.
Y, de pronto, este niño, que
durante toda la tarde había sido un aguafiestas, empezó a llorar. Intentó ocultarlo y se frotó los ojos
con los puños sucios, pero las lágrimas corrían en rayas claras por sus
mejillas manchadas.
Los demás niños le miraban
comprensivamente o miraban al suelo. Ahora
lo entendían. En realidad, todos
estaban en el mismo caso. Todos se
sentían dejados en la estacada.
—Sí —volvió a
decir el viejo Beppo después de un
rato—, empieza a hacer frío.
—Puede que
pronto ya no me dejen venir —dijo Paolo,
el niño de las gafas.
—¿Y por qué?
—preguntó Momo, sorprendida.
—Mis padres
dicen —explicó Paolo— que no sois
más que gandules y vagos que perdéis el tiempo. Y por eso tenéis tanto. Y
porque hay demasiados como vosotros, los demás tienen cada vez menos tiempo. Y yo no tengo que volver por aquí,
porque si no me volveré como vosotros.
Volvieron a asentir algunos
niños, a los que también habían dicho ya cosas parecidas.
Gigi miró a los niños de uno en
uno.
—¿Acaso creéis
eso de nosotros? ¿O por qué venís?
Después de un corto silencio
dijo Blanco:
—A mí me da
igual. Cuando sea mayor seré un
bandido, dice siempre mi padre. Yo
estoy de vuestro lado.
—¿Ah, sí?
—preguntó Gigi, alzando las cejas—.
¿Así que vosotros también nos tenéis
por vagos y maleantes?
Los niños miraron al suelo,
confusos. Finalmente, Paolo miró a Beppo a la cara.
—Mis papás no
dicen mentiras —dijo en voz baja. Y
preguntó, en voz más baja todavía—: ¿No
lo sois?
Entonces el barrendero se
estiró en toda su altura, no demasiado grande, levantó tres dedos y dijo:
—Nunca, jamás
en mi vida le he hecho perder a nadie ni un poquito de tiempo. ¡Lo juro!
—Yo tampoco
—añadió Momo.
—Y yo tampoco
—dijo Gigi, serio.
Los niños callaron
impresionados. Ninguno de ellos
dudaba de las palabras de los tres amigos.
—Voy a deciros
algo más —prosiguió Gigi—. Antes, a la gente también le gustaba
venir a ver a Momo, para que les
escuchara. Se encontraban a sí
mismos, ¿entendéis lo que quiero decir? Pero
ahora, eso ya no les importa. Antes,
a la gente le gustaba venir a escucharme. Se
olvidaban de sí mismos. Eso tampoco
les importa mucho ya. Dicen que ya
no tienen tiempo para esas cosas. Para
vosotros tampoco tienen tiempo ya. ¿Os
dais cuenta? Resulta curioso ver
para qué no tienen tiempo ya.
Entrecerró los ojos y asintió
con la cabeza.
—Hace poco me
encontré en la ciudad con un viejo conocido, un barbero. Se llama Fusi. Hacía tiempo que no le veía ya y casi
no le reconocí, de tan cambiado que estaba, nervioso, gruñón. Antes era un tipo agradable, cantaba
muy bien y tenía sus propias ideas sobre las cosas. Pero, de repente, ya no tiene tiempo para ello. El hombre ya no es más que la sombra de
sí mismo, ya no es Fusi, ¿entendéis?
Si sólo fuera él, pensaría que se
había vuelto un poco loco. Pero
dondequiera que se mira, se ve gente igual. Y cada vez son más. Ahora
les toca a nuestros viejos amigos. Me
pregunto si hay una locura contagiosa.
—Seguro
—asintió el viejo Beppo—, tiene que
ser una especie de contagio.
—Entonces
—dijo Momo, asustada— tenemos que
ayudar a nuestros amigos.
Esa noche estuvieron todos juntos
discutiendo mucho rato qué podrían hacer. Pero
no sabían nada de los hombres grises y su incansable actividad.
Durante los días siguientes, Momo se dedicó a buscar a sus viejos
amigos para saber qué pasaba con ellos y por qué ya no iban a verla.
En primer lugar fue a ver a Nicola, el albañil. Conocía bien la pequeña buhardilla en
la que vivía. Pero no estaba. Los demás habitantes de la casa sólo
sabían que ahora trabajaba en uno de los barrios nuevos, al otro lado de la
ciudad, y que ganaba un montón de dinero. Pocas
veces volvía a casa y, cuando volvía, solía ser muy tarde. Con frecuencia no estaba del todo sereno y resultaba bastante
difícil entenderse con él.
Momo decidió esperarle. Se sentó en la escalera, delante de la
puerta de su habitación. Iba
oscureciendo, y Momo se durmió.
Debía de ser muy tarde cuando
la despertaron unos ruidosos pasos vacilantes y un canto turbio. Era Nicola, que oscilaba escaleras arriba. Cuando vio a la niña, se paró sorprendido.
—¡Eh, Momo! —dijo, y estaba claro que le
turbaba el que lo viera en ese estado—. ¿Todavía
vives? ¿Qué haces por aquí?
—Te espero a
ti.
—¡Mira qué
chica! —dijo Nicola, mientras
agitaba sonriente la cabeza—. Viene
aquí, en medio de la noche, para ver a su viejo amigo Nicola. Sí, hace tiempo
que tenía ganas de ir a verte, pero no tenía tiempo para esos asuntos...
particulares.
Se sentó pesadamente al lado de
Momo, en las escaleras.
—No sabes todo
lo que está pasando, niña. Ya no es
como antes. Los tiempos cambian. Allí, donde estoy ahora, se trabaja a
otro ritmo. De todos los diablos. Cada día levantamos un piso entero, uno
después de otro. Es distinto de
antes. Todo está perfectamente
organizado, ¿sabes? Hasta el último
detalle...
Siguió hablando, y Momo le escuchaba atentamente. Cuanto más lo hacía, menos entusiasmado
hablaba. De repente calló y se pasó
las callosas manos por la cara.
—No estoy
diciendo más que tonterías —dijo, triste, de pronto—. Ves, Momo, otra vez he
bebido demasiado. Lo confieso. Muchas veces bebo demasiado, ahora. Si no, no puedo soportarlo. Va contra la conciencia de un albañil
honrado. Demasiada arena en el
mortero, ¿entiendes? Aquello
aguantará cuatro, cinco años y después se derrumbará con sólo que alguien tosa.
Chapuzas, no son más que chapuzas. Eso no es lo peor. Lo peor son las casas que hacemos. Eso no son casas, eso son... eso son... almacenes de gente. Se le revuelve a uno el estómago. Pero, ¿a mí que me importa? A mí me pagan y ya está. Los tiempos cambian. Antes era diferente, y me sentía
orgulloso cuando hacíamos un trabajo bien hecho. Pero ahora... Algún día,
cuando haya ganado bastante, dejaré mi trabajo y me dedicaré a otra cosa.
Dejó colgar la cabeza y miró,
triste, ante sí. Momo no dijo nada,
sólo le escuchaba.
—Quizá sería
bueno —siguió Nicola al cabo de un
ratito— que fuera a verte y te lo contara todo. De verdad que debería hacerlo. Digamos
mañana mismo, ¿vale? ¿O pasado
mañana? Bueno, ya veré cómo me las
arreglo. Pero seguro que iré. ¿De acuerdo?
—De acuerdo
—contestó Momo contenta. Y entonces se separaron, porque ambos
estaban muy cansados.
Pero Nicola no fue ni al día siguiente ni al otro. No fue. Puede ser que
realmente no tuviera tiempo nunca.
A continuación, Momo fue a ver al tabernero Nino y a su gorda mujer. La vieja casita, con el encalado sucio
por la lluvia y el emparrado delante de la puerta, estaba en el límite de la
ciudad. Como antes, Momo pasó por detrás, por la puerta de
la cocina. Estaba abierta, de modo
que Momo pudo oír desde lejos que Nino y su mujer Liliana estaban en medio de una agria discusión. Liliana estaba manejando las ollas y
cacerolas sobre el fogón. Su gorda
cara relucía de sudor. Nino hablaba,
gesticulando mucho, a su mujer. En
un rincón estaba el bebé en un capazo y lloraba.
Momo se sentó en silencio al
lado del bebé. Lo tomó sobre sus
rodillas y le acunó hasta que se calló. Los
esposos interrumpieron su discusión y miraron al rincón.
—Ah, Momo, eres tú —dijo Nino con una breve sonrisa—. Qué agradable es volver a verte.
—¿Quieres algo
de comer? —preguntó Liliana, un
tanto brusca.
Momo negó con la cabeza.
—Entonces ¿qué
es lo que quieres? —preguntó Nino,
nervioso—. De verdad que ahora no
tenemos tiempo para ti.
—Sólo quería
preguntar —contestó Momo, en voz
baja— por qué hace tanto tiempo que no venís a verme.
—No lo sé
—dijo Nino, irritado—. Tenemos otras preocupaciones ahora.
—Sí —dijo Liliana, haciendo repiquetear las
ollas—, ahora tiene otras preocupaciones. ¿Te
acuerdas de aquellos viejos, Momo,
que antes siempre se sentaban en la mesa de la esquina? ¡Los ha echado! ¡Los ha
echado a la calle!
—¡Eso no es
verdad! —se defendió Nino—. Les he pedido, amablemente, que se
buscaran otra taberna. Como
tabernero tengo derecho a hacerlo.
—¡El derecho,
el derecho! —replicó Liliana,
excitada—. No se hace una cosa así. Es inhumano y cruel. Sabes exactamente que no encontrarán
otra taberna. Aquí no molestaban a
nadie.
—Claro que no
molestaban a nadie —gritó Nino—. Porque no venían parroquianos decentes
y pagadores mientras estaban aquí esos tíos sucios y barbudos. ¿Crees que a la gente le gusta ver algo
así? Y con el único vaso de vino
tinto que cada uno de ellos podía permitirse cada noche no podíamos ganar nada.
Así no hubiéramos llegado a ningún
lado.
—Hasta ahora nos
las habíamos arreglado bastante bien — contestó Liliana.
—¡Hasta ahora
sí! —contestó Nino con vehemencia—. Pero sabes muy bien que no podemos
seguir así. El propietario me ha
subido el alquiler. Tengo que pagar
un tercio más que antes. Todo sube.
¡De dónde quieres que saque el
dinero si convierto mi taberna en un asilo para viejos chochos? ¿Por qué tengo que cuidar de los demás? A mí tampoco me cuida nadie.
La gorda Liliana puso una olla en el fogón con tal vehemencia que resonó
como un trueno.
—Te voy a
decir una cosa —gritó, mientras apoyaba las manos en sus anchas caderas—. Entre esos viejos chochos, como tú los
llamas, está también mi tío Ettore. Y no tolero que insultes a nadie de mi
familia. Es un hombre bueno y
honrado, aun cuando no tenga dinero como tus otros parroquianos.
—Ettore puede
volver —replicó Nino con gesto
magnánimo—. Se lo dije. Le dije que podía quedarse, si quería. Pero no quiso.
—Claro que no
quiere, sin sus viejos amigos. ¿Tú
qué te crees? ¿Acaso ha de quedarse
solo, allí en un rincón?
—¿Y qué le voy
a hacer? —gritó Nino—. No tengo ganas de gastar mi vida como
mísero tabernero, sólo por cuidar a tu viejo tío Ettore. Yo también
quiero ser alguien. ¿Es un crimen
eso? Quiero darle un poco de
movimiento a este local. Y no lo
hago sólo por mí. También lo hago
por ti y por nuestro hijo. ¿Es que
no puedes entenderlo, Liliana?
—No —dijo Liliana con dureza—, si ha de ser con
crueldad, si ya empieza así, no. Entonces
me iré cualquier día. Haz lo que
quieras.
Tomó el bebé de brazos de Momo y salió de la cocina.
Nino no dijo nada durante un
buen rato. Encendió un cigarrillo y
le daba vueltas entre los dedos.
Momo le miraba.
—Está bien
—dijo finalmente—, eran tipos amables. Me
gustaban. ¿Sabes Momo?, a mí mismo me sabe mal que...
¿pero qué quieres que haga? Los
tiempos cambian.
—Puede que Liliana tenga razón —prosiguió al cabo
de un momento—. Desde que no están
los viejos, el local se me hace extraño. Frío,
¿entiendes? Ni yo mismo lo aguanto
ya. La verdad es que no sé qué debo
hacer. Todos lo hacen así hoy en
día. ¿Por qué tengo que ser
diferente yo? ¿O crees que debo
serlo?
Momo asintió
imperceptiblemente.
Nino la miró y también asintió.
Entonces, ambos sonrieron.
—Qué bien que
hayas venido —dijo Nino—. Ya había olvidado lo que decíamos
antes, en casos como éste: “¡Ve con Momo!” Ahora volveré con Liliana.
Pasado mañana es nuestro día de
descanso, e iremos a verte. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo
—contestó Momo.
Después, Nino le dio una bolsa llena de manzanas y naranjas, y Momo se fue a su casa.
Y Nino y su gorda mujer efectivamente fueron. También llevaron al bebé y una cesta llena de cosas ricas.
—Imagínate, Momo —dijo Liliana, radiante—, Nino
ha ido a ver al tío Ettore y a los
demás viejos, uno a uno, se ha disculpado y les ha pedido que vuelvan.
—Sí —dijo Nino Sonriente, mientras se rascaba la oreja—, vuelven a estar todos. Supongo que mi taberna no se convertirá
en gran cosa, pero vuelve a gustarme.
Rió y su mujer dijo:
—Ya
sobreviviremos, Nino.
Fue una tarde muy bonita y,
cuando al final se fueron, prometieron volver pronto.
Y así, Momo fue a ver, uno tras otro, a sus viejos amigos. Fue a ver al carpintero, el que una vez
le hizo la mesa y las sillas de unas cajas. Fue a ver a las mujeres que le habían regalado la cama. En resumen, vio a todos a los que antes
había escuchado, y por ello se habían vuelto sabios, decididos o contentos. Todos prometieron volver. Algunos no cumplieron su promesa o no
pudieron cumplirla, porque no tenían tiempo. Pero muchos amigos realmente volvieron, y casi volvió a ser como
antes.
Sin saberlo, Momo se había cruzado en el camino de
los hombres grises. Y esto no podían
permitirlo.
Poco tiempo después —era una
tarde especialmente calurosa— Momo
encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro.
Ya había pasado varias veces
que los niños olvidaban y dejaban tirado alguno de aquellos juguetes caros, con
los que no se podía jugar de verdad. Pero
Momo no recordaba haber visto esa
muñeca a ninguno de los niños. Y
seguro que se hubiera fijado, porque era una muñeca muy especial.
Era casi tan grande como la
propia Momo y reproducida con tal
verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña. Pero no parecía un niño o un bebé, sino una damisela elegante o un
maniquí de escaparate. Llevaba un
vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.
Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con
la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con
voz rara, como si saliera de un teléfono:
—Hola. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta.
Momo se retiró asustada, pero
entonces contestó, casi sin querer.
—Hola; yo soy Momo.
De nuevo, la muñeca movió los
labios y dijo:
—Te
pertenezco. Por eso te envidian
todos.
—No creo que
seas mía ——dijo Momo—. Más bien creo que alguien te habrá
olvidado.
Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo sus
labios y dijo:
—Quiero tener
más cosas.
—¿Ah, sí?
—contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien. Pero espera, que te enseñaré mis cosas
y podrás decir qué te gusta.
Tomó la muñeca y pasó con ella
por el agujero de la pared hasta su habitación. De debajo de la cama sacó una caja con toda suerte de tesoros y la
puso delante de “Bebenín”.
—Toma —dijo—,
es todo lo que tengo. Si hay algo
que te gusta, no tienes más que decirlo.
Y le enseñó una bonita pluma de
pájaro, una piedra de muchos colores, un botón dorado y un trocito de vidrio de
color.
La muñeca no dijo nada y Momo la empujó.
—Hola —sonó la
muñeca—. Soy “Bebenín”, la muñeca perfecta. —Sí
—dijo Momo—, ya lo sé. Pero querías escoger algo. Aquí tengo una bonita casa de caracol.
¿Te gusta?
—Te pertenezco
—contestó la muñeca—. Por eso te
envidian todos.
—Eso ya lo has
dicho —dijo Momo—. Si no quieres ninguna de mis cosas,
podríamos jugar, ¿vale?
—Quiero tener
más cosas —repitió la muñeca.
—No tengo nada
más —dijo Momo. Tomó la muñeca y volvió a salir al aire libre. Allí sentó a la perfecta “Bebenín”
en el suelo y se colocó enfrente.
—Vamos a jugar
a que vienes de visita —propuso Momo.
—Hola —dijo la
muñeca—, soy “Bebenín”, la muñeca
perfecta.
—Qué amable de
venir a verme —contestó Momo—. ¿De dónde viene usted, señora mía?
—Te pertenezco
—prosiguió “Bebenín”—. Por eso te envidian todos.
—Escucha —dijo
Momo—, así no podemos jugar, si
siempre dices lo mismo.
—Quiero tener
más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba.
Momo lo intentó con otro juego,
y cuando éste también fracasó, con otro, y otro, y otro más. Pero no salía bien. Si la muñeca por lo menos no hubiera
dicho nada, Momo habría podido
contestar por ella, y habría resultado la conversación más bonita. Pero precisamente por hablar, “Bebenín” impedía cualquier diálogo.
Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había
sentido nunca antes. Y porque le era
completamente nueva, tardó en darse cuenta de que era aburrimiento.
Momo no sabía qué hacer. Le habría gustado dejar tirada la
muñeca perfecta y jugar a otra cosa, pero por alguna razón desconocida no podía
separarse de ella.
Así que, al final, Momo estaba sentada y miraba fijamente
la muñeca que, a su vez, miraba a Momo
con sus ojos azules, vidriosos, como si se hubieran hipnotizado mutuamente.
Momo por fin apartó la vista de
la muñeca y se asustó un poco. Porque
muy cerca había un elegante coche gris ceniza, de cuya llegada no se había dado
cuenta. Dentro del coche había
sentado un hombre que llevaba un traje de color telaraña, un bombín gris en la
cabeza y que fumaba un pequeño cigarro gris. También su cara era cenicienta.
El hombre debía haberla
observado durante un buen rato, porque miró a Momo con una sonrisa. Y
aunque esa tarde era tan calurosa que el aire ondulaba bajo el sol, Momo de repente sintió unos
escalofríos.
En esto, el hombre abrió la
portezuela del coche, se apeó y fue hacia Momo.
En la mano llevaba una cartera de
color gris plomo.
—Qué muñeca
tan bonita tienes —dijo con una voz sorprendentemente monótona—. Todos tus amiguitos te la envidiarán.
Momo sólo se encogió de hombros
y se calló.
—Seguro que ha
sido muy cara, ¿no? —continuó el hombre gris.
—No lo sé
—murmuró Momo con timidez—, la he
encontrado.
—¡Qué cosas!
—respondió el hombre gris—. Me
parece que eres muy afortunada.
Momo volvió a callar y se
arrebujó más en su chaquetón demasiado grande. El frío aumentaba.
—Pero no tengo
la impresión —dijo el hombre gris con una minúscula sonrisa— de que estés
demasiado contenta, pequeña.
Momo agitó un poco la cabeza. Le parecía que de pronto había
desaparecido toda la alegría del mundo, como si jamás hubiera existido. Y todo lo que había tomado por alegría
no hubieran sido más que imaginaciones. Pero
al mismo tiempo sintió que algo la avisaba.
—Te he estado
observando todo un rato —continuó el hombre gris—, y me parece que no sabes
cómo hay que jugar con una muñeca tan fabulosa. ¿Quieres que te enseñe?
Momo miró sorprendida al hombre
y asintió.
—Quiero tener
más cosas —sonó de repente la muñeca.
—¿Lo ves,
pequeña? —dijo el hombre gris—, ella misma lo está diciendo. Con una muñeca tan fabulosa no se puede
jugar igual que con otra cualquiera, esto está claro. Tampoco está hecha para eso. Hay
que ofrecerle algo, si uno no quiere aburrirse con ella. Fíjate, pequeña.
Fue hacia su coche y abrió el
maletero.
—En primer
lugar —dijo—, necesita muchos vestidos. Aquí
tenemos, por ejemplo, un precioso vestido de noche.
Lo sacó del coche y lo tiró
hacia Momo.
—Y aquí hay un
abrigo de pieles de visón auténtico. Y
aquí una bata de seda. Y un traje de
tenis. Y un equipo de esquí. Y un traje de baño. Y un traje de montar. Un pijama. Un camisón. Un vestido. Y otro. Y otro. Y otro...
Iba tirando todas estas cosas
entre Momo y la muñeca, donde poco a
poco se formaba una montaña.
—Bueno —dijo,
y volvió a sonreír mínimamente—, con esto ya podrás jugar un buen rato, ¿no es
verdad, pequeña? Pero al cabo de
unos días también esto se vuelve aburrido, ¿no crees? Pues bien, entonces tendrás que tener más cosas para tu muñeca.
De nuevo se inclinó sobre el
maletero y tiró cosas hacia Momo.
—Aquí hay, por
ejemplo, un bolso pequeñito de piel de serpiente, con un lápiz de labios
pequeñito y una polvera de verdad, dentro. Aquí
hay una pequeña cámara fotográfica. Aquí
una raqueta de tenis. Aquí un
televisor de muñecas, que funciona de verdad. Aquí una pulsera, un collar, pendientes, un revólver de muñecas,
medias de seda, un sombrero de plumas, un sombrero de paja, un sombrerito de
primavera, palos de golf, frasquitos de perfume, sales de baño, desodorantes...
Hizo una pausa y miró
expectante a Momo, que estaba
sentada en el suelo, entre todas esas cosas, como paralizada.
—Como ves
—prosiguió el hombre gris—, es muy sencillo. Sólo hace falta tener más y más cada vez, entonces no te aburres
nunca. Pero a lo mejor piensas que
algún día la perfecta “Bebenín”
podría tenerlo todo, y que entonces volvería a ser aburrido. Pues no te preocupes, pequeña. Porque tenemos el compañero adecuado
para “Bebenín”.
Con esto sacó del maletero otra
muñeca. Era igual de grande que “Bebenín”, igual de perfecta, sólo que
se trataba de un joven caballero. El
hombre gris lo sentó al lado de “Bebenín”,
la perfecta, y explicó:
—Éste es “Bebenén”. Para él también hay interminables accesorios. Y si todo eso se ha vuelto aburrido, hay todavía una amiga de “Bebenín”, que también tiene un equipo
completo que sólo le va bien a ella. Y
para “Bebenén” hay también el amigo
adecuado, y éste a su vez tiene amigos y amigas. Como ves, no hace falta aburrirse, porque se puede seguir así
interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear.
Mientras hablaba, iba sacando
una muñeca tras otra del maletero del coche, cuyo contenido parecía ser
inagotable, y las colocaba alrededor de Momo,
que seguía inmóvil y miraba al hombre más bien asustada.
—Y bien —dijo
el hombre por fin, mientras expulsaba densas nubes de humo—, ¿comprendes ahora
cómo se ha de jugar con una amiga así?
—Sí —contestó Momo. Empezaba a tiritar de frío.
El hombre gris asintió
satisfecho y aspiró su cigarro.
—Ahora te
gustaría quedarte con todas estas cosas, ¿no es verdad? Pues bien, pequeña, te las regalo. Recibirás todo esto —no en seguida, sino una cosa tras otra— y
muchas, muchas más. Sólo has de
jugar con ellas tal como te he explicado. ¿Qué
te parece?
El hombre gris sonrió
esperanzado a Momo, pero como ella
no dijo nada, sino que sólo respondió con una mirada seria, añadió:
—Entonces ya
no necesitarás a tus amigos, ¿entiendes? Ahora
ya tendrás bastantes diversiones, pues tendrás todas esas cosas bonitas y
recibirás cada vez más, ¿no es verdad? Y
eso es lo que quieres, ¿verdad? Tú
quieres tener esta fabulosa muñeca, ¿no? La
quieres, ¿verdad?
Momo presentía oscuramente que
habría de mantener un duro combate; y que ya estaba metida en él. Pero no sabía por qué iba a ser la
lucha ni contra quién. Pues cuanto
más escuchaba a ese visitante, más le ocurría lo que antes le había pasado con
la muñeca: oía una voz que hablaba, oía palabras, pero no oía al que realmente
hablaba. Movió la cabeza.
—Qué, ¿qué
pasa? —dijo el hombre gris, enarcando las cejas—. ¿Todavía no estás contenta? Vosotros,
los niños de hoy, sí que sois exigentes. ¿Quieres
decirme qué le falta a esa muñeca perfecta?
Momo miró al suelo y
reflexionó.
—Creo —dijo en
voz baja— que no se la puede querer.
Durante un buen rato, el hombre
gris no dijo nada. Miraba ante sí
con la mirada vidriosa de las muñecas. Finalmente
hizo un esfuerzo.
—No es eso lo
que importa —dijo con voz gélida. Momo
le miró a los ojos. El hombre le
daba miedo, sobre todo por el frío que salía de su mirada. Por curioso que parezca, también le daba pena, aunque no hubiera
podido decir por qué.
—Pero a mis
amigos —dijo—, los quiero.
El hombre gris hizo una mueca
como si, de pronto, tuviera dolor de muelas. En seguida se recuperó y sonrió como un cuchillo.
—Creo —replicó
con suavidad— que vale la pena que hablemos un rato en serio, pequeña, para que
empieces a darte cuenta de qué es lo importante realmente.
Sacó de su bolsillo un pequeño
cuadernito de notas, gris, en el que hojeó hasta encontrar lo que buscaba.
—Tú te llamas Momo, ¿no es así?
Momo asintió. El hombre gris cerró el cuadernillo de
notas, lo volvió a guardar y se sentó en el suelo, al lado de Momo. Durante un rato no dijo nada, sino que se limitaba a chupar su
pequeño cigarro gris.
—Pues bien, Momo: escúchame bien —comenzó, por fin.
Momo llevaba intentándolo todo
el rato. Pero resultaba mucho más
difícil escucharle a él que a todos los demás, a los que había escuchado hasta
entonces. En otras ocasiones, podía
simplemente introducirse en el otro y entender lo que quería decir y lo que era
realmente. Pero con ese visitante no
lo conseguía. Cuantas veces lo
intentaba tenía la sensación de caer en la oscuridad y el vacío, como si no
hubiera nadie, Eso no le había
ocurrido nunca.
—Lo único que
importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a
tener algo. Quien llega más lejos,
quien tiene más que los demás recibe lo demás por añadidura: la amistad, el
amor, el honor, etcétera. Tú crees
que quieres a tus amigos. Vamos a
analizar esto objetivamente.
El hombre gris expulsó unos
cuantos anillos de humo. Momo
escondió sus pies desnudos debajo de la falda y se arrebujó todo lo que pudo en
su gran chaquetón.
—Surge en
primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú
existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la
vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar
tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus
pies, arruinas su futuro. Puede que
hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a
tus amigos. En realidad, y sin
quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso
le llamas tú quererlos?
Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de
este modo. Durante un instante tuvo
la duda de si no tendría razón el hombre gris.
—Y por esto
—prosiguió el hombre gris— queremos proteger a tus amigos de ti. Y si realmente los quieres, nos
ayudarás. No podemos estarnos con
los brazos cruzados viendo cómo los apartas de todas las cosas importantes. Queremos que lleguen a ser algo. Queremos lograr que los dejes en paz. Y por eso te regalamos todas estas
cosas bonitas.
—¿Quiénes sois
“nosotros”? —preguntó Momo, a quien
le temblaban los labios.
—Nosotros, los
de la caja de ahorros de tiempo —respondió el hombre gris—. Yo soy el agente número BLW_,553_,3. Personalmente no quiero más que tu bien, porque la caja de ahorros
de tiempo no está para bromas.
En ese momento, Momo se acordó de lo que le habían
dicho Gigi y Beppo sobre ahorrar tiempo y contagio. Le sobrevino la oscura intuición de que aquel hombre gris tenía
algo que ver con el asunto. Deseaba
desesperadamente que sus dos amigos estuvieran a su lado. Nunca antes se había sentido tan sola. Pero decidió no dejarse intimidar. Reunió toda su fuerza y todo su valor y se lanzó a la oscuridad y
al vacío tras el que se ocultaba el hombre gris.
Éste había observado a Momo por el rabillo del ojo. No le habían pasado desapercibidos los
cambios en la cara de ella. Sonrió
con ironía, mientras encendía un nuevo cigarro con la colilla del anterior.
—No te
esfuerces —dijo—, con nosotros no puedes.
Momo no cedió.
—¿Es que a ti
no te quiere nadie? —preguntó con un susurro.
El hombre gris se dobló y se
hundió un tanto en sí mismo. Entonces
contestó con voz cenicienta:
—Tengo que
reconocer que no me he encontrado con mucha gente como tú. Y conozco a mucha gente. Si
hubiera más como tú, pronto podríamos cerrar la caja de ahorros de tiempo y
disolvernos en la nada, porque ¿de qué viviríamos entonces?
El agente se interrumpió. Miró fijamente a Momo y pareció luchar contra algo que no podía entender. Su cara se volvió un poco más
cenicienta todavía.
Cuando volvió a hablar fue como
si lo hiciera contra su voluntad, como si las palabras le salieran solas y él
no pudiera impedirlo. Mientras
tanto, su cara se agitaba más y más ante el terror de lo que le estaba
ocurriendo. Y, de repente, Momo empezó a oír su verdadera voz:
—Tenemos que
permanecer desconocidos —oyó, como de muy lejos—, nadie ha de saber que
existimos y qué estamos haciendo... Nosotros
nos ocupamos de que nadie pueda retenernos en la memoria... Sólo mientras nos mantengamos
desconocidos podremos hacer nuestro negocio... un negocio difícil, sangrarles
el tiempo a los hombres hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo...
porque todo el tiempo que ahorran lo pierden... nosotros nos lo quedamos... lo
almacenamos... lo necesitamos... lo ansiamos... ¡Ah, no sabéis lo que significa vuestro tiempo!... Pero nosotros lo sabemos y os lo
chupamos hasta la piel... Y
necesitamos más... cada vez más... porque nosotros también somos más... cada
vez más... cada vez más...
Las últimas palabras las había
dicho el hombre gris casi con un estertor, pero ahora se tapó la boca con las
dos manos. Los ojos se le salían de
las órbitas y miraba fijamente a Momo.
Al cabo de un rato fue como si
saliera de su estupor.
—¿Qué... qué
fue eso? —tartamudeó—. Me has
sonsacado. ¡Estoy enfermo! ¡Tú me has enfermado, tú! —Y prosiguió, en tono casi suplicante—: No he dicho más que tonterías, querida
niña. Tienes que olvidarme, tal como
nos olvidan todos los otros. ¡Tienes
que olvidarme! ¡Tienes que...!
Tomó a Momo por los hombros y la agitó. Ella movió los labios, pero no pudo decir nada.
Entonces el hombre gris se
levantó de un salto, miró a su alrededor como si le persiguieran, agarró su
maletín gris y corrió hacia su coche. De
pronto ocurrió algo notable: como en una explosión al revés, todas las muñecas
y las demás cosas tiradas por el suelo volaron hacia el maletero que se cerró
de un golpe. Después, el coche salió
disparado de tal modo que los guijarros salieron volando.
Momo siguió sentada durante un
buen rato, intentando entender qué era lo que había oído. Poco a poco huyó de su cuerpo el frío terrible, y al mismo tiempo
fue entendiendo todo más y más. No
olvidó nada, porque había oído la verdadera voz de un hombre gris.
Ante ella, entre las ralas
hierbas, subía una pequeña columna de humo. Allí humeaba la colilla del pequeño cigarro, mientras se convertía
en ceniza.
VIII
Un montón de sueños y unos pocos reparos
A última hora de la tarde
llegaron Gigi y Beppo. Encontraron a Momo sentada a la sombra del muro,
todavía un poco pálida y turbada. Se
sentaron junto a ella y le preguntaron, preocupados, qué le ocurría. Momo comenzó a informarles, a
trompicones, de lo que había vivido. Y
finalmente repitió, palabra por palabra, toda la conversación con el hombre
gris.
Durante todo el relato, Beppo tuvo un aspecto muy serio y
reflexivo. Las arrugas de su frente
se hicieron más profundas. Siguió
callado cuando Momo hubo acabado.
Gigi, por el contrario, había
escuchado con creciente excitación. Le
comenzaron a brillar los ojos, como lo hacían cuando él mismo se entusiasmaba
con uno de sus propios relatos.
—¡Ahora, Momo —dijo, mientras le colocaba la
mano en el hombro—, ha sonado nuestra hora! Has descubierto lo que nadie sabía. Y ahora salvaremos no sólo a nuestros viejos amigos sino a toda la
ciudad. Nosotros tres, yo, Beppo y tú, Momo.
Se había puesto en pie de un
salto y había extendido ambas manos. En
su imaginación se veía ante una inmensa muchedumbre que lo celebraba a él, su
salvador.
—Está muy bien
—dijo Momo, un tanto desorientada—,
¿pero cómo lo haremos?
—¿Qué quieres
decir? —preguntó Gigi, molesto.
—Quiero decir
—aclaró Momo—, ¿cómo venceremos a
los hombres grises?
—Bueno —dijo Gigi—, yo tampoco lo sé exactamente en
este momento. Tendremos que
pensarlo. Pero una cosa está clara:
ahora que sabemos que existen y qué hacen, tenemos que entablar batalla contra
ellos; ¿o es que tienes miedo?
Momo asintió confusa:
—Creo que no
son personas normales. El que estuvo
conmigo tenía otro aspecto. Y el
frío es terrible. Y si son muchos,
seguro que son muy peligrosos. Sí
que tengo miedo.
—¡Qué va!
—gritó Gigi, entusiasmado—. La cosa es muy sencilla. Los hombres grises sólo pueden hacer su
oscuro negocio si nadie los reconoce. Tu
visitante mismo lo ha dicho. ¡Pues
lo único que tenemos que hacer es cuidarnos de que resulten visibles! Porque el que los ha reconocido una
vez, los recuerda, y el que los recuerda, los reconoce en seguida. De modo que no pueden hacernos nada:
somos inatacables.
—¿Tú crees?
—preguntó Momo, un tanto dudosa.
—¡Naturalmente!
—siguió Gigi, con los ojos
relucientes—. Si no, tu visitante no
hubiera huido tan a la escapada. ¡Tiemblan
ante nosotros!
—Pero entonces
—dijo Momo—, quizá no los
encontremos. Puede que se escondan
de nosotros.
—Eso puede ser
—concedió Gigi—. Entonces tendremos que hacerles salir
de sus escondites.
—¿Cómo?
—preguntó Momo—. Creo que son muy listos.
—Nada más
fácil —gritó Gigi, riendo—. Los atraparemos con su propia codicia. Los ratones se cazan con queso, así que
a los ladrones de tiempo se les caza con tiempo. Nosotros tenemos de sobra. Tú,
por ejemplo, tendrías que sentarte, como cebo, y atraerlos. Y entonces, si vienen, Beppo y yo saldremos de nuestros
escondites y los venceremos.
—Pero a mí ya
me conocen —opuso Momo—. No creo que caigan en esa trampa.
—Está bien
—dijo Gigi, a quien empezaban a
ocurrírsele ideas a montones—, pues haremos otra cosa. El hombre gris te dijo algo de una caja de ahorros de tiempo. Eso tiene que ser un edificio. Estará en algún lugar de la ciudad. Sólo falta encontrarlo. Y seguro que lo encontramos, porque
estoy seguro que se trata de un edificio especial: gris, misterioso, sin
ventanas, una inmensa caja de caudales de hormigón. Lo estoy viendo. Cuando
lo hayamos encontrado, entramos, cada uno lleva una pistola en cada mano.
Entregadnos al instante el tiempo
robado, les digo...
—Pero no
tenemos pistolas —le interrumpió Momo,
preocupada.
—Pues lo
hacemos sin pistolas —replicó Gigi,
magnánimo—. Eso incluso los asustará
más. Nuestra mera presencia bastará
para hacerles huir presos de pánico.
—Quizá fuera
bueno que fuéramos unos pocos más, y no nosotros tres solos. Quiero decir, que si otros nos ayudaran
quizás encontráramos antes la caja de ahorros de tiempo.
—Muy buena
idea —repuso Gigi—. Tendríamos que
movilizar a todos nuestros viejos amigos. Y
a los niños que ahora vienen siempre. Propongo
que nos vayamos, ahora mismo, para informar a todos los que podamos encontrar. Y que ésos se lo digan a los demás. Nos encontraremos todos aquí mañana a
las tres de la tarde, para una gran asamblea.
De modo que todos se pusieron
en camino. Momo en una dirección, Beppo y Gigi en otra.
Los dos hombres llevaban ya un
rato caminando cuando Beppo, que
hasta entonces había callado, se paró repentinamente.
—Escucha Gigi —dijo—, estoy preocupado.
Gigi se volvió hacia él,
asombrado:
—¿Por qué?
Beppo miró durante un tiempo a
su amigo y dijo entonces:
—Creo a Momo.
—Y qué?
—Quiero decir
—siguió Beppo—, que creo que es
verdad lo que nos ha contado Momo.
—Bien, ¿y qué
más? —preguntó Gigi, que no entendía
lo que Beppo quería decir.
—¿Sabes?
—explicó Beppo—, si es verdad lo que
Momo ha contado, tenemos que pensar
bien lo que hacemos. Si de verdad se
trata de una terrible banda de criminales, uno no se enzarza por las buenas con
ellos, ¿entiendes? Si nos limitamos
a retarlos, eso puede poner en peligro a Momo.
Y no quiero hablar de nosotros, pero
si metemos en el asunto a los niños, quizá los pongamos en peligro a todos. De verdad que tenemos que pensar bien
qué hacemos.
—¡Qué va!
—dijo Gigi, riendo—. ¡No te preocupes! Cuantos más seamos, mejor.
—Me parece
—respondió Beppo, serio— que no
crees que sea verdad lo que dijo Momo.
—¡Y qué
significa verdad! —contestó Gigi—. No tienes fantasía, Beppo. Todo el mundo es un gran cuento y nosotros actuamos en él. Sí, Beppo, sí: creo todo lo que ha contado Momo, igual que tú.
A esto, Beppo no supo qué contestar, pero la respuesta de Gigi no le había dejado menos
preocupado.
Entonces se separaron, y cada
uno tomó una dirección para informar a los amigos y a los niños de la reunión
del día siguiente. Gigi iba con el
corazón alegre; Beppo, preocupado.
Durante esa noche, Gigi soñó con su futura fama como
salvador de la ciudad. Se veía
vestido de frac, a Beppo de levita y
a Momo con un vestido de seda
blanca. Y a los tres les ponían
collares de oro y les daban coronas de laurel. Sonaba una música magnífica, y la ciudad organizaba en su honor un
desfile de antorchas tan largo y maravilloso como no se había visto nunca
antes.
Al mismo tiempo, Beppo estaba en su cama sin poder
dormir. Cuanto más pensaba, más
claro se le aparecía el peligro de la empresa. Está claro que no dejaría que Gigi
y Momo cayeran solos en la
desgracia, él los ayudaría, pasara lo que pasara. Pero tenía que intentar, por lo menos, retenerlos.
Al día siguiente, a las tres de
la tarde, las viejas ruinas del anfiteatro resonaban con el parloteo excitado
de muchas voces. Lamentablemente, no
habían venido los amigos adultos (aparte de Beppo y Gigi, claro
está), pero sí unos cincuenta o sesenta niños, de cerca y de lejos, pobres y
ricos, bien y mal educados, mayores y menores. Algunos, como la niña María,
llevaban a sus hermanitos de la mano o en brazos, que miraban la sorprendente
escena con ojos muy abiertos y con un dedo en la boca. Está claro que estaban allí Blanco,
Paolo y Massimo, mientras que los demás niños eran casi todos de los que
habían ido viniendo en los últimos tiempos. Éstos, claro, se interesaban especialmente por el asunto que se iba
a tratar en asamblea. Por cierto que
se había presentado también el chico de la radio portátil, aunque sin radio. Estaba sentado al lado de Momo, a la que había dicho, antes que
nada, que se llamaba Claudio y que
le hacía mucha ilusión que le dejaran participar.
Cuando por fin se vio que no
llegarían más retrasados, Gigi se
levantó e impuso silencio con un gran gesto. Las conversaciones y el parloteo cesaron, y en el gran círculo de
piedra se hizo un silencio expectante.
—Queridos
amigos —comenzó Gigi, con voz
sonora—, todos sabéis más o menos, de qué se trata. Eso ya se os ha dicho en la convocatoria de esta asamblea secreta. Hasta hoy, la cuestión era que cada vez
más gente tenía menos tiempo, aunque todos se dedicaban a ahorrar tiempo por
todos los medios. Pero precisamente
ese tiempo que ahorraban, la gente lo perdía. ¿Por qué? ¡Momo lo ha
descubierto! El tiempo es robado
literalmente por una banda de ladrones. Para
desenmascarar a esa fría organización del crimen necesitamos, precisamente,
vuestra ayuda. Si todos estáis
dispuestos a colaborar, toda esa miseria que ha caído sobre la gente se acabará
de golpe. ¿No creéis que merece la
pena luchar?
Hizo una pausa, y los niños
aplaudieron.
—Después
discutiremos —continuó Gigi— sobre
lo que haremos. Pero antes, Momo ha de contaros cómo se encontró
con uno de esos tipos y cómo éste se traicionó.
—Un momento
—dijo, levantándose, el viejo Beppo—,
escuchad un momento, niños. Yo me
opongo a que Momo hable. Eso no puede ser. Si Momo habla, se pone
en peligro ella y todos vosotros...
—¡Sí!
—gritaron algunos niños—. ¡Que hable
Momo!
Otros los apoyaron y acabaron
gritando todos, a coro:
—¡Momo! ¡Momo! ¡Momo!
El viejo Beppo se sentó, se quitó las pequeñas gafas y se frotó, cansado,
los ojos.
Momo se levantó, trastornada. No sabía bien a qué deseo acceder, si
al de Beppo o al de los niños. Finalmente comenzó a hablar. Los niños escuchaban, tensos. Cuando hubo acabado, siguió un largo
silencio.
Durante el relato de Momo, todos habían cobrado un poco de
miedo. No se habían imaginado tan
terribles a los ladrones del tiempo. Una
niña pequeña comenzó a llorar a gritos, pero pronto la consolaron.
—¿Y bien?
—preguntó Gigi en medio del
silencio—. ¿Quién de vosotros se
atreve a luchar con nosotros contra esos hombres grises?
—Por qué no
quiso Beppo —preguntó Blanco— que Momo nos contara su historia?
—Él cree
—explicó Gigi, mientras sonreía
animador— que los hombres grises consideran un enemigo a todo aquél que conoce
su secreto, por lo que le perseguirán. Pero
estoy seguro de que es exactamente al revés, que todo aquel que conoce su
secreto está inmunizado contra ellos y que ya no le pueden hacer nada. Esto está claro, reconócelo, Beppo.
Pero éste sólo movió la cabeza.
Los niños callaron.
—Una cosa está
clara —volvió a tomar la palabra Gigi—.
Ahora tenemos que mantenernos unidos
pase lo que pase. Tenemos que tener
cuidado, pero sin permitir que nos den miedo. Por eso os vuelvo a preguntar: ¿Quién quiere unirse a nosotros?
—¡Yo! —gritó Claudio, levantándose. Estaba un poco pálido.
Unos pocos siguieron su ejemplo
tímidamente, después otros, y más, y más, hasta que al final se presentaron
todos.
—Y bien, Beppo —dijo Gigi señalando a los niños—, ¿qué dices a esto?
—Está bien
—dijo Beppo, y asintió con
tristeza—, yo también me apunto.
—Así que —Gigi se volvió de nuevo a los niños—
ahora discutiremos lo que tenemos que hacer. ¿Quién tiene una idea?
Todos pensaron. Por fin preguntó Paolo, el niño de las gafas:
—Pero, ¿cómo
lo hacen? Quiero decir, ¿cómo se puede
robar el tiempo de verdad? ¿Cómo se
hace esto?
—Sí —gritó Claudio—, ¿qué es el tiempo?
En el otro lado del ruedo de
piedra se levantó María, con su
hermanito Dedé, y dijo:
—Acaso sea
algo así como los átomos. Éstos
también pueden apuntar las ideas que sólo están en la cabeza de uno. Lo he visto por televisión. Hoy hay especialistas para todo.
—Tengo una
idea —gritó el gordo Massimo con su
voz de niña—. Cuando se toman
imágenes con una filmadora, todo queda en la película. Y en las cintas magnetofónicas también todo queda en la cinta. Puede que tengan un aparato con el que
se puede registrar el tiempo. Si
supiéramos dónde está grabado, simplemente podríamos pasar de nuevo el tiempo,
y volvería a estar.
—En cualquier
caso —dijo Paolo, empujándose las
gafas nariz arriba—, tenemos que encontrar, en primer lugar, un científico que
nos ayude. Si no, no podemos hacer
nada.
—¡Ya nos sales
tú con tus científicos! —gritó Blanco—.
De ésos no se puede fiar nadie. Suponte que encontramos uno que sabe de
qué va la cosa; ¿cómo sabrás que no trabaja con los ladrones de tiempo? Entonces sí que estaríamos fastidiados.
Éste era un argumento de peso.
Entonces se levantó una niña, a
la que se veía que estaba bien educada, que dijo:
—¿Y si se lo
contamos todo a la policía?
—¡Lo que nos
faltaba! —protestó Blanco—. ¿Qué puede hacer la policía? Si ésos no son ladrones corrientes. O bien la policía hace tiempo que está
enterada del asunto, y no puede hacer nada, o bien todavía no se ha dado cuenta
de nada, y entonces no merece la pena decirle nada. Ésta es mi opinión.
Le siguió un silencio de
desasosiego.
—Pero tenemos
que hacer una cosa u otra —dijo Paolo
al fin—. Y lo antes posible, antes
de que los ladrones de tiempo se enteren de nuestra conjura.
Entonces se levantó Gigi Cicerone.
—Queridos
amigos —comenzó—, he pensado a fondo toda la cuestión. He concebido y desechado cientos de planes hasta que, por fin, he
encontrado uno que nos llevará, con seguridad, a nuestro objetivo. ¡Si todos os apuntáis! Sólo que antes quería escuchar por si
alguno de vosotros tenía un plan mejor. Así
que os voy a decir lo que vamos a hacer.
Hizo una pausa y miró
lentamente a su alrededor. Más de
cincuenta caras de niños estaban dirigidas a él. Hacía mucho que no tenía tantos oyentes.
—El poder de
los hombres grises —continuó— consiste, como vosotros sabéis ahora, en pasar
desapercibidos y poder trabajar en secreto. Así que el modo más sencillo y eficaz de aniquilarlos es que la
gente sepa la verdad sobre ellos. Y,
¿cómo conseguir esto? Organizaremos
una gran manifestación de niños. Pintaremos
pancartas y carteles e iremos con ellas por todas las calles. Así atraeremos la atención sobre
nosotros. E invitaremos aquí, al
anfiteatro, a toda la ciudad, para explicárselo todo. La gente se entusiasmará. Vendrán
aquí a miles. Y cuando se haya
reunido aquí una multitud increíble, desvelaremos el terrible secreto. Y entonces el mundo cambiará de golpe. Ya no le podrán robar el tiempo a
nadie. Cada uno tendrá tanto tiempo
como quiera, porque volverá a haber bastante. Y eso, mis queridos amigos, lo podemos hacer todos juntos, si
queremos. ¿Queremos?
La respuesta fue un unánime
grito de júbilo.
—Compruebo,
pues —concluyó Gigi su discurso—,
que hemos decidido por unanimidad invitar a toda la ciudad al anfiteatro el
próximo domingo por la tarde. Pero
hasta entonces, nuestro plan debe quedar en el más estricto secreto,
¿entendido? Y ahora, amigos, ¡manos
a la obra!
Durante este día y los
siguientes reinó una febril actividad en las viejas ruinas. Se trajo (mejor no preguntemos cómo ni
de dónde) papel y tarros de pintura y pinceles y cola y tablones y cartón y
todo lo demás que necesitaban. Y
mientras los unos fabricaban pancartas y carteles, los otros, que sabían
escribir bien, se pensaban frases imponentes y las pintaban en ellas.
Se trataba de frases que
decían, por ejemplo, lo que esas pancartas.
Y en todas ellas ponía, además
el lugar y la fecha de la invitación.
Cuando todo estuvo listo, los
niños se dispusieron en el anfiteatro con Gigi,
Beppo y Momo a la cabeza, y fueron en un largo desfile hacia la ciudad, con
sus carteles y pancartas. Al mismo
tiempo, hacían ruido con planchas de hojalata y silbatos, recitaban sus frases
y cantaban la siguiente canción, que Gigi
había compuesto expresamente para esta ocasión:
Oíd todos qué decimos: casi es
tarde, vigilad, que os roban vuestro tiempo; no seáis tontos, despertad.
Oíd todos qué decimos: no os
dejéis engañar más, el domingo a las tres, no seáis tontos, acudid.
Claro que la canción tenía más
estrofas, veintiocho en total, pero no hace falta ponerlas aquí todas.
Un par de veces intervino la
policía y disolvió a los niños, cuando entorpecían el tráfico. Pero los niños no se asustaban. Volvían a reunirse en otro sitio y
empezaban de nuevo. Por lo demás, no
pasó nada y, a pesar de toda su atención, no pudieron ver a ninguno de los
hombres grises.
Pero muchos otros niños que
vieron la manifestación y que hasta entonces no habían sabido nada del asunto, se
unieron a ella, de modo que después fueron muchos cientos y al final más de
mil. Por todos lados de la ciudad,
los niños iban por la calle en largas procesiones e invitaban a los adultos a
la asamblea que cambiaría el mundo.
IX
Una buena asamblea, que no tiene lugar, y una mala asamblea, que sí tiene lugar
La gran hora había pasado.
Había pasado y no había venido
ninguno de los invitados. Precisamente
aquellos adultos a quienes más importaba apenas se habían dado cuenta de la
manifestación de los niños.
Así que todo había sido en
vano.
El sol ya se acercaba al
horizonte y se ponía, grande y rojo, en un mar de nubes. Sus rayos sólo rozaban los escalones superiores del viejo
anfiteatro, en el que los niños, sentados, esperaban desde hacía horas. No se oía ya ninguna charla. Todos estaban tristes y callados.
Las sombras se alargaban con
rapidez, pronto sería de noche. Los
niños empezaban a tiritar, porque hacía fresco. Una campana, a lo lejos, sonó ocho veces. Ya no cabía duda de que todo había sido un gran fracaso.
Los primeros niños se
levantaron y se fueron en silencio, otros los siguieron. Nadie decía una palabra. La
decepción era demasiado grande.
Finalmente, Paolo se acercó a Momo y le dijo:
—No vale la
pena seguir esperando, Momo. Ya no vendrá nadie. Buenas noches, Momo.
Y se fue.
Entonces se acercó a ella Blanco y le dijo:
—No hay nada
que hacer. No podemos contar ya con
los adultos, ya lo hemos visto. Yo
siempre había desconfiado un tanto, pero ahora no quiero saber nada más de
ellos.
También se fue, y otros le
siguieron. Por fin, cuando ya se
hizo oscuro, hasta los últimos niños perdieron la esperanza y se marcharon. Momo se quedó sola con Beppo y Gigi.
Al cabo de un rato se levantó
también el viejo Barrendero.
—¿También te
vas? —preguntó Momo.
—Tengo que
irme —contestó Beppo—, tengo horas
extras.
—¿De noche?
—Sí; como cosa
excepcional nos envían a descargar basura. Tengo
que ir allí.
—Pero si es
domingo. Y, además, nunca antes te
han hecho hacer eso.
—No, pero
ahora nos mandan hacerlo excepcionalmente, dicen. Porque si no, no consiguen acabar. Falta de personal y todo eso.
—Lástima —dijo
momo—; hoy me habría gustado que te quedaras conmigo.
—A mí tampoco
me gusta tener que irme ahora —dijo Beppo—.
Hasta mañana.
Montó en su bicicleta
chirriante y desapareció en la oscuridad.
Gigi silbaba una melodía
melancólica. Sabía silbar muy bien y
Momo le escuchaba. Pero de repente se interrumpió.
—¡Si yo
también tengo que irme! —dijo—. Hoy
es domingo, y tengo que hacer de vigilante nocturno. ¿Te había dicho ya, que ésta es mi última profesión? Casi me había olvidado.
Momo le miró con los ojos muy
abiertos, y no dijo nada.
—No estés
triste —continuó Gigi—, porque
nuestro plan no haya salido tan bien como esperábamos. De todos modos nos hemos divertido. Ha sido estupendo.
Como Momo seguía callando, le acarició, consolador, el cabello y añadió:
—No te
entristezcas tanto, Momo. Mañana todo parecerá diferente. Nos inventaremos algo nuevo, otra
historia, ¿vale?
—Eso no era
una historia —dijo Momo, en voz
baja.
Gigi se levantó.
—Ya te
entiendo, pero mañana seguiremos hablando de ello, ¿de acuerdo? Ahora tengo que irme, ya se me hace
tarde. Tú deberías acostarte ya.
Y se fue, mientras silbaba su
canción melancólica.
Así que Momo se quedó sola en el gran ruedo de piedra. La noche carecía de estrellas. El
cielo se había cubierto de nubes. Se
levantó un viento curioso. No era
fuerte, pero incesante, y de una frialdad sorprendente. Se podría decir que era un frío ceniciento.
Allá lejos, delante de la gran
ciudad, se alzaban los grandes vertederos. Eran
verdaderas montañas de ceniza, cascotes, latas, colchones viejos, residuos de
plástico, cajas de cartón y todas las otras cosas que cada día se tiran en una
gran ciudad y que esperaban aquí desaparecer dentro de los grandes hornos de
basuras.
Hasta bien entrada la noche
ayudó Beppo, junto con sus
compañeros, a sacar a paletadas la basura de los camiones, que esperaban en una
larga fila, con los focos encendidos, a que los descargaran. Cuantos más vaciaban, más se añadían a
la cola de espera.
—¡Daos prisa!
—gritaban todo el rato—. ¡Vamos,
vamos! O no acabaremos nunca.
Beppo había paleteado y
paleteado, hasta que la camisa se le quedó pegada al cuerpo. Hacia medianoche habían acabado.
Como Beppo ya era viejo y no demasiado fuerte, estaba sentado, agotado y
sudoroso, en una vieja bañera, agujereada y volcada, intentando recuperar el
aliento.
—¡Eh, Beppo! —gritó uno de sus compañeros—. Nosotros nos vamos a casa. ¿Vienes?
—¡Un momento!
—gritó Beppo, poniéndose la mano
sobre el corazón, que le dolía.
—¿No estás
bien, viejo? —preguntó otro.
—Estoy bien
—respondió Beppo—, marchaos. Yo me quedo un ratito, descansando.
—De acuerdo
—dijeron los demás—, ¡buenas noches!
Y se fueron— Se hizo el silencio. Sólo las ratas correteaban por los
escombros y silbaban de vez en cuando. Beppo
se durmió con la cabeza apoyada en los brazos.
No sabía cuánto tiempo había
dormido, cuando de repente le despertó un golpe de aire frío. Miró a su alrededor, y quedó, al
instante, totalmente despejado.
En toda la gigantesca montaña
de escombros había hombres grises, vestidos con elegantes trajes grises,
bombines grises sobre la cabeza, carteras gris plomo en las manos y pequeños
cigarros grises entre los labios. Todos
callaban y miraban fijamente al punto más alto del vertedero, donde se había
montado una especie de tribunal; lo formaban tres señores que no se distinguían
en nada de los demás.
Durante el primer momento, Beppo tuvo miedo. Temía ser descubierto. No
le permitirían estar aquí, eso estaba claro sin que tuviera que pensar mucho
sobre ello. Pero pronto se dio
cuenta de que los hombres miraban como embrujados hacia la mesa. Podía ser que ni siquiera le vieran,
aunque también era posible que lo tomaran por alguna pieza de basura tirada. De cualquier modo, Beppo decidió quedarse bien quietecito.
—¡Preséntese
ante el alto tribunal el agente BLW_,553_,3!
— se oyó, en medio del silencio, la voz tonante del hombre que ocupaba el lugar
central en la mesa.
La llamada se repitió más abajo
y resonó de nuevo, como un eco, por el otro lado. Entonces se abrió un callejón entre la multitud y un hombre gris
subió lentamente hacia la cima del vertedero. Lo único que le distinguía de los demás era que el color ceniciento
de su cara era casi blanco.
Finalmente se detuvo ante la
mesa del tribunal.
—¿Es usted el
agente BLW_,553_,3? —le preguntó el
de en medio.
—Sí señor.
—¿Desde cuándo
trabaja usted para la caja de ahorros de tiempo?
—Desde mi
origen.
—Eso se
sobreentiende. Guárdese esas
observaciones superfluas. ¿Cuándo
fue?
—Hace once
años, tres meses, seis días, ocho horas, treinta y dos minutos y ahora,
exactamente, dieciocho segundos.
Aunque este diálogo se llevaba
en voz baja y, además, tenía lugar bastante lejos, el viejo Beppo podía entenderlo palabra por
palabra.
—¿Sabe usted
—prosiguió el interrogatorio el hombre de en medio— que hay en esta ciudad un
número no desdeñable de niños que hoy han paseado por toda la ciudad carteles y
pancartas y que, encima, tenían el terrible plan de invitar a toda la ciudad
para informarla acerca de nosotros?
—Lo sé
—respondió el agente.
—¿Cómo se
explica usted —siguió impertérrito el juez— que esos niños tuvieran noticia de
nosotros y nuestras actividades?
—No me lo
explico —contestó el agente—. Pero
si puedo permitirme una observación a este respecto, quisiera recomendar al
alto tribunal que no se tomara demasiado en serio todo el asunto. Una niñería sin importancia, nada más. Además, ruego al alto tribunal que
tenga en cuenta que no nos ha costado nada impedir la asamblea prevista, al no
dejarles tiempo a los adultos. Pero
aun cuando no lo hubiéramos conseguido, los niños no habrían podido contar más
que una insignificante historia de ladrones. En mi opinión podríamos haber permitido que la asamblea se
celebrara, para así...
—¡Acusado! —le
interrumpió con severidad el hombre de en medio—. ¿Se ha dado cuenta de dónde se encuentra?
El agente se encorvó un tanto:
—Sí, señor
—dijo con un hilo de voz.
—No se
encuentra ante un tribunal humano —continuó el juez—, sino ante un tribunal de
sus semejantes. Sabe exactamente que
a nosotros no puede mentirnos. ¿Por
qué lo intenta?
—Es una...
deformación profesional —tartamudeó el acusado.
—La
importancia que se le ha de dar a la manifestación de los niños —dijo el juez—,
hará el favor de dejar que la determine la presidencia. Pero incluso usted, acusado, sabe que nadie resulta tan peligroso
para nuestro trabajo como los niños.
—Lo sé
—confirmó tenuemente el acusado.
—Los niños
—explicó el juez— son nuestros enemigos naturales. Si no existieran, hace tiempo que la Humanidad estaría en nuestras manos. Los niños son mucho más difíciles de empujar al ahorro de tiempo
que todos los demás hombres. Por
eso, una de nuestras leyes más severas dice: a los niños les toca al final. ¿Conocía usted esa ley, acusado?
—Muy bien,
alto tribunal —susurró éste.
—No obstante,
tenemos pruebas irrefutables —continuó el juez— de que uno de nosotros, repito
“uno de nosotros”, ha hablado con un niño y, encima, le ha dicho la verdad
acerca de nosotros. ¿Sabe usted,
acusado, quién fue ese “uno de nosotros”.
—Fui yo
—repuso, destrozado, el agente BLW_,553_,3.
—¿Y por qué ha
contravenido nuestra más severa ley? — interrogó el juez.
—Porque esa
niña —se defendió el acusado— entorpecía enormemente nuestra labor con la gente
por su influencia sobre las personas. He
actuado con la mejor intención de cara a la caja de ahorros de tiempo.
—Sus
intenciones no nos importan —repuso el juez—. Sólo nos importan los resultados. Y los resultados obtenidos por usted en este caso, acusado, no
significan ninguna ganancia de tiempo para nosotros, sino que además ha
traicionado ante esa niña algunos de nuestros más importantes secretos. ¿Lo confiesa, acusado?
—Lo confieso
—susurró el agente, cabizbajo.
—Así pues, ¿se
reconoce culpable?
—Sí, pero
ruego que el alto tribunal considere, como circunstancia atenuante, que quedé
literalmente embrujado. Por el modo
en que esa niña me escuchaba, me fue sonsacando todo. Ni yo mismo puedo explicarme cómo pudo ocurrir, pero juro que así
fue.
—Sus excusas
no me interesan. No aceptamos las
circunstancias atenuantes. Nuestra
ley es intransigente y no permite ninguna excepción. De todos modos, nos ocuparemos atentamente de esa niña tan notable.
¿Cómo se llama?
—Momo.
—¿Vive en...?
—Las ruinas
del anfiteatro.
—Está bien
—repuso el juez, que había apuntado todo en su libretita de notas—. Puede usted estar seguro, acusado, que
esa niña no volverá a molestarnos. Nos
ocuparemos de ello con todos los medios a nuestro alcance. Que esto le sirva de consuelo mientras pasamos de inmediato a la
ejecución de la sentencia.
El acusado comenzó a temblar.
—¿Cuál es la
sentencia? —susurró.
Los tres hombres de detrás de
la mesa juntaron las cabezas, murmuraron algo y asintieron.
Entonces, el que estaba en
medio se volvió hacia el acusado y proclamó:
—Por
unanimidad la sentencia contra el agente BLW_,553_,3
es: el acusado ha sido hallado culpable de alta traición. Ha confesado su culpa. Nuestra
ley prescribe que, como castigo, le sea confiscado, de inmediato, todo su
tiempo.
—¡Piedad! ¡Piedad! —gritó el acusado.
Pero dos hombres grises, que
estaban a su lado, ya le habían arrancado la cartera plomiza y el pequeño
cigarro.
Entonces ocurrió algo
sorprendente. En el mismo momento en
que el acusado se vio sin cigarro, comenzó a volverse más y más transparente. También sus gritos se volvieron más
apagados. Ahí estaba, tapándose la
cara con las manos, mientras se disolvía literalmente en la nada. Al final era como si el viento hiciera
revolotear sus cenizas, hasta que también éstas desaparecieron.
Los hombres grises se fueron en
silencio. Los que habían mirado la
escena y los que habían juzgado. Se
los tragó la oscuridad, y sólo el viento gris silbaba sobre el vertedero
desierto.
Beppo Barrendero seguía sentado, inmóvil, en su lugar y miraba hacia el
sitio donde había desaparecido el acusado. Le
parecía que se había congelado y comenzaba a deshelarse en ese momento. Ahora sabía por experiencia propia que
los hombres grises existían.
Hacia la misma hora (el
campanario lejano había tocado las doce), la pequeña Momo seguía sentada en los escalones de piedra de las ruinas. Esperaba. No habría podido decir qué. Pero
de algún modo sentía que debía esperar. De
modo que hasta entonces no había podido decidirse a acostarse. De repente sintió que algo tocaba su
pie descalzo. Se inclinó hacia
delante, porque era muy oscuro, y vio una gran tortuga que la miraba con la
cabeza levantada y una boca extrañamente sonriente. Sus inteligentes ojos negros brillaban con tal amabilidad, como si
de un momento a otro fuera a comenzar a hablar.
Momo se inclinó hacia ella y le
rascó la barbilla.
—Hola, ¿quién
eres tú? —preguntó en voz baja—. Es
muy amable que tú, por lo menos, vengas a visitarme, tortuga. ¿Qué quieres?
Momo no sabía si es que al
principio no se había dado cuenta, o si no empezaba a hacerse visible hasta
aquel momento, pero el caso es que, de pronto, empezaron a relucir en la
tortuga unas letras que parecían salir del dibujo del caparazón. “Ven”, deletreó Momo con dificultad.
Sorprendida, se irguió.
—¿Te refieres
a mí?
Pero la tortuga ya había
empezado a moverse. Al cabo de unos
pasos se detuvo y se volvió a mirar a la niña.
—Sí que se
refiere a mí —se dijo Momo. Se levantó y comenzó a caminar tras el
animal.
—Ve —dijo en
voz baja—, yo te sigo.
Pasito a pasito fue siguiendo a
la tortuga, que la sacó lentamente, muy lentamente, del ruedo de piedra y tomó
la dirección de la gran ciudad.
X
Una persecución alocada y una huida tranquila
El viejo Beppo pedaleaba sobre su chirriante bicicleta por la noche. Se apresuraba todo lo que podía. Una y otra vez resonaban en sus oídos
las palabras del juez:
Esa niña no volverá a
molestarnos... Puede estar seguro,
acusado... Nos ocuparemos de ello
con todos los medios a nuestro alcance...
No cabía duda: Momo estaba en peligro. Tenía que ir en seguida a verla, a
prevenirla de los grises, tenía que protegerla de ellos, aunque todavía no
supiera cómo. Pero ya lo
descubriría. Beppo pisaba los
pedales con fuerza. Sus blancos
cabellos ondeaban al viento. El
anfiteatro quedaba lejos.
Todas las ruinas estaban
brillantemente iluminadas por los faros de muchos coches lujosos, grises, que
las habían rodeado por todos lados. Docenas
de hombres grises corrían por los escalones de piedra arriba y abajo y
registraban todos los rincones. Al
final descubrieron también el agujero en la pared, tras el que se hallaba la
habitación de Momo. Algunos de ellos se metieron en ella y
miraron debajo de la cama e incluso en el hogar. Volvieron a salir, se cepillaron los elegantes trajes grises y se
encogieron de hombros.
—El pájaro ha
volado —dijo uno.
—Es un
escándalo —dijo otro— que los niños estén por ahí, de noche, en lugar de estar
en la cama, como deben.
—Esto no me
gusta nada —dijo un tercero—. Parece
que “Alguien” la hubiera avisado.
—¡Imposible!
—dijo el primero—. Eso significaría
que “Alguien” conocía nuestra
decisión antes que nosotros mismos.
Los hombres grises se miraron
alarmados.
—Si
efectivamente ha sido avisada por “Alguien”
—opinó el tercero—, seguro que ya no está por aquí. El seguir buscando por los alrededores sería perder el tiempo
inútilmente.
—¿Tiene alguna
sugerencia?
—En mi
opinión, deberíamos dar parte inmediatamente a la central, para que diera la
orden de movilización general.
—Lo primero
que hará la central será preguntarnos si hemos registrado completamente los
alrededores. Y hará muy bien.
—Está bien
—dijo el primer hombre gris—. Registraremos
primero los alrededores. Pero si,
mientras tanto, la niña ha recibido ayuda de “Alguien”, cometemos un gran error.
—¡Eso es
ridículo! —le espetó, enfadado, el otro—. Aun
así la central puede ordenar una movilización general. Entonces participarán en la caza todos los agentes disponibles. La niña no tiene la menor posibilidad
de escapar. Y ahora: manos a la
obra, señores. Saben ustedes lo que
nos jugamos.
Esa noche, mucha gente de los
alrededores se sorprendió porque el ruido de los coches lanzados a toda
velocidad parecía no querer acabar. Incluso
las calles laterales y los caminos más pedregosos estuvieron llenos, hasta el
amanecer, de un tráfico que por lo general sólo se veía en las calles
principales. Nadie pudo cerrar un
ojo.
A esa misma hora, Momo, conducida por la tortuga,
caminaba lentamente por la gran ciudad, que ya nunca dormía, ni siquiera a esa
tardía hora de la noche.
La gente corría, en grandes
masas, por las calles, se empujaba violentamente o marchaba en interminables
columnas. En las calzadas se
embotellaban los coches, entre ellos rugían los autobuses, siempre repletos. En las fachadas de las casas relucían
los rótulos luminosos, inundaban la muchedumbre con su luz multicolor y volvían
a apagarse.
Momo, que nunca había visto
eso, caminaba tras la tortuga con los ojos bien abiertos, como si soñara. Atravesaron grandes plazas y calles
brillantemente iluminadas, los coches las rozaban por delante y por detrás, la
gente, por la calle, las apretujaba, pero nadie prestaba atención a la niña con
la tortuga.
Las dos no tuvieron que
apartarse ni una vez ante nadie, nadie las empujó, ningún coche tuvo que frenar
por su causa. Era como si la tortuga
supiera por adelantado, con toda seguridad, dónde y en qué momento no pasaría
un coche, no habría un peatón. De
ahí resulta que nunca tuvieron que correr ni nunca tuvieron que detenerse a
esperar. Momo comenzó a sorprenderse
que se pudiera andar tan lentamente y avanzar tan deprisa.
Cuando Beppo Barrendero llegó
por fin al viejo anfiteatro descubrió, antes de apearse de su bicicleta, a la
débil luz de su faro, las muchas huellas de neumáticos alrededor de las ruinas.
Dejó caer su bicicleta en la hierba
y corrió hacia el agujero en la pared.
—¡Momo! —dijo
en un suspiro, para repetir más alto—: ¡Momo!
No tuvo respuesta.
Beppo tragó saliva. Tenía la garganta seca. Atravesó el agujero hacia la oscura
habitación, tropezó y se torció un tobillo. Con dedos temblorosos encendió una cerilla y miró a su alrededor.
La mesita y las dos sillitas
hechas de caja estaban tumbadas, las mantas y el colchón estaban tirados por el
suelo. Y Momo no estaba.
Beppo se mordió los labios y
reprimió un sollozo ronco que por un momento quiso rasgarle el pecho.
—¡Dios mío!
—murmuró—. ¡Dios mío! Ya se la han llevado. He llegado demasiado tarde. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Qué hago?
Entonces, la cerilla le quemó
los dedos. La tiró y se volvió a
quedar a oscuras.
Todo lo de prisa que pudo
volvió a salir al exterior y caminó a trompicones, con el pie torcido, hacia su
bicicleta. Se montó en ella y
comenzó a pedalear.
—Ahora le toca
a Gigi —se repetía una y otra vez—,
ahora le toca a Gigi. Ojalá encuentre el cobertizo donde
duerme.
Beppo sabía que Gigi se ganaba últimamente unos pocos
céntimos adicionales durmiendo todos los domingos por la noche en el cobertizo
de las herramientas de un pequeño cementerio de coches. Allí debía cuidar de que no volvieran a esfumarse, como antes,
repuestos todavía utilizables.
Cuando Beppo hubo alcanzado por fin el cobertizo y llamaba con el puño en
la puerta, Gigi se mantuvo al
principio bien calladito, por temer que se tratara de los ladrones de repuestos
de coche. Pero entonces reconoció la
voz de Beppo y abrió.
—¿Pero qué
pasa? —gimió asustado—. No soporto
que se me despierte de ese modo tan brusco.
—¡Momo...!
—tartamudeó Beppo—. ¡A Momo
le ha pasado algo terrible!
—¿Qué dices?
—preguntó Gigi, sentándose, atónito,
en su jergón—. ¿Momo? ¿Qué le ha pasado?
—Ni yo mismo
lo sé —murmuró Beppo—. Algo terrible.
Entonces comenzó a contar todo
lo que había vivido: lo del alto tribunal en el vertedero, las huellas de
neumáticos junto a la ruina y lo de que Momo
no estaba ya. Claro que tardó un
rato en explicarlo todo, pues a pesar de todo el miedo y toda la preocupación
por Momo no podía hablar más
deprisa.
—Me lo temía
desde el principio —acabó su informe—. Sabía
que no acabaría bien. Ahora se han
vengado. Han secuestrado a Momo. ¡Gigi, tenemos que ayudarla! Pero,
¿cómo? ¿Qué hemos de hacer?
Durante el relato de Beppo, la cara de Gigi se había quedado pálida. Parecía
que el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Hasta entonces, todo había sido para él como un gran juego. Se lo había tomado tan en serio como se
tomaba cualquier juego y cualquier cuento, sin pensar en las consecuencias. Por primera vez en su vida, una
historia continuaba sin él, se hacía independiente, y ni toda la fantasía del
mundo podía hacerla dar marcha atrás. Se
sentía paralizado.
—¿Sabes, Beppo? —dijo al cabo de un ratito—,
podría ser que Momo sólo se hubiera
ido a pasear un poco. A veces lo hace.
Una vez incluso estuvo fuera tres
días y tres noches. Creo que, por
ahora, no tenemos ningún motivo de alarma.
—¿Y las
huellas de los neumáticos? —preguntó Beppo,
excitado—. ¿Y el colchón tirado?
—Está bien
—respondió evasivamente Gigi—,
admitamos que alguien haya estado allí. ¿Quién
nos asegura que haya encontrado a Momo?
Puede que ya se hubiera ido antes. Si no, no estaría todo revuelto y
registrado.
—Pero, ¿y si
la han encontrado? —gritó Beppo—. Entonces, ¿qué? —agarró a su amigo más
joven por las solapas y lo sacudió—. ¡Gigi!
¡No seas loco! Los hombres grises existen de verdad. Tenemos que hacer algo en seguida.
—Tranquilízate,
Beppo —tartamudeó Gigi, asustado—. Claro que tenemos que hacer algo. Pero antes hay que pensárselo bien. Por ahora no sabemos siquiera dónde debemos buscar a Momo.
Beppo soltó a Gigi.
—Yo voy a la
policía —exclamó.
—Sé razonable
—exclamó Gigi, aterrado—. No puedes hacer eso. Suponte que la policía se pone a buscar
a Momo y la encuentra. ¿Sabes lo que harán con ella? ¿Lo sabes, Beppo? ¿Sabes a dónde
llevan a los huérfanos abandonados? Los
llevan a una casa de esas en que hay rejas en las ventanas. ¿Quieres hacerle eso a Momo?
—No —murmuró Beppo, mirando fijo ante sí—, no, eso
no lo quiero. Pero, ¿y si está en
peligro?
—¿Y si no lo
está? —prosiguió Gigi—. Si sólo está paseando un poco y tú le
echas encima toda la policía. No
quisiera estar en tu lugar cuando te mirara por última vez.
Beppo se hundió sobre una
silla, junto a la mesa, y apoyó la cabeza sobre los brazos.
—No sé qué
hacer —suspiró—, no sé qué hacer.
—Yo creo —dijo
Gigi— que en cualquier caso
deberíamos esperar hasta mañana o pasado antes de hacer nada. Si para entonces no ha vuelto, podemos
ir a la policía. Pero lo más seguro
es que antes todo se habrá arreglado y los tres nos reiremos de todas estas
tonterías.
—¿Tú crees?
—murmuró Beppo, al que de repente
sobrevino un cansancio plomizo. Habían
sido demasiadas cosas en un día para el viejo.
—Seguro
—contestó Gigi, mientras le quitaba
el zapato del pie torcido. Le ayudó
a caminar hasta el jergón y envolvió el pie en un paño húmedo.
—Ya se
arreglará —dijo, suavemente—, todo se arreglará.
Cuando vio que Beppo se había dormido, suspiró y se
tendió en el suelo, usando su chaqueta como almohada. Pero no pudo dormir. Estuvo
toda la noche pensando en los hombres grises. Y, por primera vez en su despreocupada vida, tuvo miedo.
De la central de la caja de
ahorros de tiempo había partido la orden de movilización general. Todos los agentes en la gran ciudad
habían recibido la orden de interrumpir cualquier actividad y ocuparse
exclusivamente de la búsqueda de Momo.
Todas las calles estaban llenas
de figuras grises: estaban sobre los tejados y en las cloacas, controlaban las
estaciones y el aeropuerto, los autobuses y tranvías; estaban en todos lados.
Pero no encontraron a Momo.
—Oye, tortuga
—preguntó Momo—, ¿a dónde me llevas?
Las dos atravesaban en ese
momento un patio oscuro. “No temas”,
apareció en el caparazón de la tortuga.
—Si no tengo
miedo —dijo Momo, después de haberlo
deletreado.
Pero se lo decía más bien a sí
misma, para armarse de valor, porque sí tenía un poco de miedo. El camino por el que la conducía la
tortuga se volvía cada vez más extraño y recóndito. Habían atravesado jardines, puentes, pasos subterráneos, portales e
incluso algunos sótanos.
De haber sabido que todo un
ejército de hombres grises la buscaba y perseguía, Momo habría tenido mucho más miedo. Pero no tenía la menor idea de ello, y por eso seguía, pasito a
pasito, a la tortuga en su camino aparentemente tan enrevesado.
Y estaba bien así. Del mismo modo que antes la tortuga
había hallado su camino a través del tráfico urbano, ahora parecía prever dónde
y cuándo aparecerían los perseguidores. A
veces los hombres grises aparecían unos momentos después por el lugar en que
ellas habían estado, pero no se encontraron nunca.
—Qué suerte
que ya sé leer tan bien —dijo Momo,
cándida—, ¿no crees?
Sobre el caparazón de la
tortuga apareció, como un aviso:
“Calla”
Momo no entendía por qué, pero
hizo caso. A poca distancia pasaron
tres personas oscuras.
Las casas de la parte de la
ciudad por la que iban ahora eran cada vez más miserables. Grandes casas de vecindad, de las que se caía el enjalbegado,
orillaban calles llenas de baches en los que se acumulaba el agua. Todo estaba oscuro y desierto.
A la central de la caja de
ahorros de tiempo llegó la noticia de que la niña Momo había sido vista.
—Está bien
—fue la respuesta—, ¿la habéis detenido?
—No. Pareció que el suelo se la tragara de
repente. Hemos vuelto a perder su
rastro.
—¿Cómo puede
ser eso?
—También nos
lo preguntamos. Algo falla.
—¿Dónde estaba
cuando la visteis?
—Esto es el
caso. Se trata de un barrio que nos
es totalmente desconocido.
—Ese barrio no
existe —repuso la central.
—Parece que
sí. Es, ¿cómo decirlo?, como si ese
barrio estuviera al borde del tiempo. Y
la niña se dirigía hacia ese borde.
—¿Qué? —gritó
la central—. Proseguir la
persecución. Tenéis que detenerla,
¡a cualquier precio! ¿Entendido?
—Entendido
—fue la respuesta cenicienta.
Al principio, Momo pensó que se trataba del alba;
pero esa curiosa luz había llegado tan repentinamente, para ser exactos, en el
momento en que había entrado en esa calle. Aquí
ya no era de noche, pero tampoco era de día. Y la penumbra no se parecía ni a la mañana ni a la noche. Era una luz que hacía aparecer con gran
precisión los contornos de las cosas, pero que no parecía venir de ningún lado
o, por el contrario, provenir de todos lados. Porque las largas sombras negras que proyectaban sobre la calle
incluso el más minúsculo guijarro iban en todas direcciones, como si aquel
árbol fuera iluminado desde la derecha, aquella casa desde la izquierda y el
monumento de más allá desde enfrente.
Por cierto que ese monumento
también era bastante extraño. Sobre
una gran base en forma de cubo, de piedra negra, se apoyaba un gigantesco huevo
blanco. Eso era todo.
Pero también las casas eran
diferentes a todas las que Momo
había visto siempre. Eran de un
blanco casi cegador. Detrás de las
ventanas había sombras negras, de modo que no podía ver si vivía alguien en
ellas. Pero por alguna razón, a Momo le parecía que esas casas no
habían sido hechas para que alguien las habitara, sino para servir a algún otro
objetivo misterioso.
Las calles estaban
completamente desiertas, no sólo de personas, sino también de perros, pájaros y
coches. Todo estaba inmóvil y
parecía como si estuviese rodeado de un cristal. No se notaba el menor soplo de aire.
Momo se sorprendía de lo
deprisa que avanzaban, aunque la tortuga fuera más lentamente todavía que
antes.
Fuera de ese barrio extraño,
allí donde todavía era de noche, tres coches de lujo con los faros encendidos
corrían a lo largo de la calle irregular. En
cada uno de ellos había varios hombres grises. Uno que iba en el primer coche había visto a Momo cuando entraba en la calle de las casas blancas, allí donde
empezaba aquella curiosa luz.
Pero cuando llegaron a la esquina
ocurrió algo muy notable. De
repente, los coches ya no avanzaban. Los
conductores pisaban el acelerador, las ruedas chirriaban, pero los coches no se
movían del sitio, como si estuvieran sobre una cinta móvil que corriera hacia
atrás a la misma velocidad que los coches. Cuanto
más aceleraban, menos avanzaban. Cuando
los hombres grises se dieron cuenta saltaron, jurando, de los coches e
intentaron alcanzar a pie a Momo, a
la que apenas veían en la lejanía. Corrían
con las caras tensas y, cuando al final se detuvieron, agotados, habían
adelantado una decena de metros en total. Y
la niña Momo había desaparecido en
algún lugar a lo lejos entre las casas blancas.
—¡Se acabó!
—dijo uno de los hombres—. Ya no la
alcanzamos.
—No entiendo
—dijo otro— por qué no adelantamos.
—Yo tampoco
—contestó el primero—. La cuestión
es si nos lo admitirán como circunstancias atenuantes de nuestro fracaso.
—¿Cree usted
que nos juzgarán?
—No nos van a
felicitar, seguro.
Todos los hombres grises
presentes agacharon la cabeza y fueron a sentarse en los parachoques de sus
coches. Ya no tenían prisa.
Muy lejos, en algún lugar del
laberinto de calles y plazas blancas como la nieve, Momo caminaba tras la tortuga. Y
precisamente por ir tan lentas, era como si la calle se deslizara bajo sus
pies, como si los edificios pasaran volando por su lado. La tortuga volvió a doblar una esquina, Momo la siguió... y se paró sorprendida. Esta calle era de aspecto totalmente diferente a todas las
anteriores.
En realidad se trataba de una
callejuela estrecha. Las casas que
se alineaban a derecha e izquierda parecían pequeños palacios de cristal,
llenos de torrecitas, galerías y terrazas, que hubieran pasado muchísimo tiempo
en el fondo del mar y de pronto hubieran salido a la superficie, cubiertos de
algas, moluscos y corales. Y todos
de colores suaves, nacarados.
La callejuela se encaminaba a
una sola casa, que la cerraba y que formaba un ángulo recto con todas las
otras. Tenía un gran portal verde
cubierto de figuras artísticas.
Momo miró el cartel de la
calle, que se hallaba en la pared, encima de donde ella estaba. Era de mármol blanco y ponía en él, con
letras doradas:
Calle de “Jamás”.
Al mirar y deletrear, Momo no había perdido más que unos
instantes, pero aun así, la tortuga ya estaba muy lejos, casi al final de la
callejuela, delante de la última casa.
—¡Espérame,
tortuga! —gritó Momo, pero
curiosamente no pudo oír su propia voz.
La tortuga, en cambio, pareció
haberla oído, porque se paró y se volvió a mirarla. Momo quiso seguirla, pero al entrar en la calle de “Jamás” fue como si, de repente,
caminara debajo del agua y tuviera que avanzar contra la corriente, o como si
tuviera que avanzar contra un viento muy fuerte pero insensible que la echara
hacia atrás. Se inclinó contra la
presión enigmática, se agarró a los salientes de las paredes y avanzó, a ratos,
a cuatro patas.
—¡No puedo
contra ella! —gritó finalmente a la tortuga, a la que veía, pequeñita, al
extremo de la calle—. ¡Ayúdame!
La tortuga volvió lentamente. Cuando finalmente estuvo delante de Momo, apareció en su caparazón el
consejo de: “Anda de espaldas”.
Momo lo intentó, se dio la
vuelta y caminó hacia atrás. De
pronto logró avanzar sin ningún esfuerzo. Pero
era muy extraño lo que le ocurría. Pues
mientras caminaba hacia atrás, también pensaba hacia atrás, respiraba hacia
atrás, sentía hacia atrás; en resumen: vivía hacia atrás.
Por fin se topó con algo duro. Se dio la vuelta y se vio ante la
última casa, la que cerraba la calle. Se
asustó un tanto, porque, vista desde aquí, la puerta de metal verde, cubierta
de figuras, le pareció gigantesca.
Podré abrirla, pensó Momo, dudosa.
Pero en el mismo momento se
abrieron solos los dos grandes batientes.
Momo se quedó parada un momento,
porque encima de la puerta había descubierto otro cartel. Lo llevaba un unicornio blanco y en él se leía: “La Casa
de Ninguna Parte”.
Como Momo no sabía leer demasiado aprisa, los dos grandes batientes ya
estaban cerrándose cuando acababa de deletrearlo. Tuvo el tiempo justo para pasar, antes de que los batientes se
cerraran tras ella con un suave trueno.
Se hallaba ahora en un pasillo
alto, muy largo. A izquierda y
derecha había, a tramos regulares, hombres y mujeres de piedra, desnudos, que
parecían soportar el techo. Aquí no
se notaba la misteriosa corriente contraria.
Momo siguió a la tortuga a
través del largo pasillo. En el
extremo, el animal se paró ante una puertecita, justo lo suficientemente grande
como para que Momo pudiese pasar por
ella agachada. “Hemos llegado” ponía
en el caparazón de la tortuga.
Momo se agachó y vio, justo
delante de su nariz, un cartelito en la pequeña puerta: “Maestro Segundo Minucio Hora”.
Momo inspiró profundamente y
giró, decidida, el pomo de la puertecita. Cuando
se abrió, se pudo oír un tictac y ronquido y susurro y repiqueteo musical, a
muchas voces. La niña siguió a la
tortuga y la puertecita se cerró tras ellas.
XI
Cuando los malos tratan de
hacer de lo malo lo
mejor...
A la luz cenicienta de
interminables pasillos, los agentes de la caja de ahorros de tiempo corrían y
se susurraban unos a otros, excitados, la última noticia: todos los señores del
consejo de administración se habían reunido en una sesión extraordinaria.
Eso sólo podía significar que
se avecinaba un gran peligro, deducían unos. Eso sólo podía querer decir que se habían planteado posibilidades
nuevas, desconocidas, de ganar tiempo, concluían otros.
En la gran sala de sesiones
estaban reunidos los señores grises del consejo de administración. Estaban sentados, uno al lado de otro,
alrededor de una mesa casi interminable. Cada
uno de ellos llevaba, como siempre, su cartera gris plomo y cada uno fumaba su
pequeño cigarro gris. Sólo se habían
quitado los bombines, por lo que se veía que todos eran totalmente calvos.
El ambiente, en la medida en
que entre esos hombres se puede hablar de ambiente, era bastante pesado.
El presidente, en la cabecera
de la larga mesa, se levantó. Se
acabaron los murmullos y dos filas interminables de caras grises se volvieron
hacia él.
—Señores
—comenzó—, la situación es seria. Me
veo obligado a ponerlos a todos en conocimiento de los hechos amargos, pero
irremediables. Durante la caza de Momo hemos empleado a casi todos
nuestros agentes disponibles. En
total, la persecución duró seis horas, trece minutos y ocho segundos. Mientras tanto, todos los agentes
participantes tuvieron que abandonar, necesariamente, su razón de ser, es
decir, aportar tiempo. A esa pérdida
hay que añadir el tiempo consumido por nuestros agentes durante la búsqueda. De esos dos puntos negativos resulta
una pérdida de tiempo calculada muy exactamente en tres mil setecientos treinta
y ocho millones doscientos cincuenta y nueve mil ciento catorce segundos. Señores, eso es más que toda una vida
humana. Creo que no hace falta que
explique lo que ello significa para nosotros.
Se interrumpió y señaló con
gesto majestuoso hacia una gran puerta de acero con numerosos cerrojos y
combinaciones en la pared frontal de la sala.
—Nuestros
almacenes de tiempo, señores —dijo, alzando la voz—, no son inagotables. ¡Si la persecución, por lo menos,
hubiera sido fructuosa! Pero se
trata de tiempo perdido con toda inutilidad. La niña Momo se nos ha
escapado. Señores, no puede volver a
pasar por segunda vez un asunto de esta índole. Me opondré con todas mis fuerzas a cualquier otra empresa de
proporciones tan costosas. Tenemos
que ahorrar, señores, no malversar. Por
eso les ruego que hagan todos los planes futuros en este sentido. No tengo más que decir. Muchas gracias.
Se sentó y expelió densas nubes
de humo. Recorrieron la sala unos
excitados murmullos.
Al otro extremo de la mesa se
levantó un segundo orador, y todas las caras se volvieron a él.
—Señores
—dijo—, a todos nos importa por igual el buen funcionamiento de nuestra caja de
ahorros de tiempo. Pero me parece
totalmente innecesario que nos intranquilicemos por este asunto o tratemos de
convertirlo en una especie de catástrofe. Nada
es menos cierto. Todos sabemos que
nuestros almacenes de tiempo albergan ya tal cantidad de reservas, que incluso
un múltiplo de la pérdida de la que se trata no nos pondría en peligro serio. ¿Qué es una vida humana? ¡Una pequeñez! No obstante, estoy de acuerdo con nuestro presidente en que no debería
repetirse un asunto así. Pero un
suceso como el ocurrido con la niña Momo
es totalmente irrepetible. Nunca
antes ha ocurrido nada parecido y es altamente improbable que vuelva a ocurrir.
El señor presidente ha censurado,
con razón, que la niña Momo se nos
haya escapado. Pero, ¿qué otra cosa
queríamos, sino deshacernos de la niña? Y
eso lo hemos conseguido. La niña ha
desaparecido, ha huido del alcance del tiempo. Nos hemos librado de ella, creo que podemos estar satisfechos con
este resultado.
El orador se sentó, sonriendo
con autosuficiencia. Desde algunos
lados se oyeron débiles aplausos.
Entonces se levantó un tercer
orador de en medio de la larga mesa.
—Seré breve
—comenzó—. Considero irresponsables
las palabras tranquilizadoras que acabamos de oír. Esa niña no es una niña corriente. Todos sabemos que dispone de facultades que pueden llegar a ser muy
peligrosas para nosotros. El que el
suceso no haya ocurrido antes de ahora no significa que no pueda repetirse. Debemos estar vigilantes. No podemos darnos por satisfechos antes
de tener a esa niña realmente en nuestro poder. Sólo así podremos estar seguros de que no nos volverá a dañar. Porque si ha abandonado el alcance del
tiempo, puede volver a él en cualquier momento. ¡Y volverá!
Se sentó. Los demás señores del consejo de administración agacharon la cabeza
y quedaron encogidos.
—Señores —tomó
la palabra un cuarto orador, sentado enfrente del que había hablado antes—,
espero que me perdonen, pero debo decirlo con toda claridad: nos estamos yendo
por las ramas. Tenemos que
enfrentarnos al hecho de que una potencia extraña se ha inmiscuido en nuestros
asuntos. He calculado con exactitud
todas las posibilidades. La
probabilidad de que un ser humano pueda abandonar vivo y por sus propias fuerzas
el alcance del tiempo es, exactamente de uno a cuarenta y dos millones. Dicho de otro modo: es prácticamente
imposible.
Un murmullo expectante recorrió
las filas de los miembros del consejo de administración.
—Todo apunta
—prosiguió el orador, cuando los murmullos se hubieron acallado— a que la niña Momo ha sido ayudada a escapar de
nuestra detención. Todos saben de
quién estoy hablando. Se trata de
aquel maestro “Hora”.
Al oír este nombre, la mayor
parte de los hombres grises se encogieron como si los hubieran pegado, otros se
levantaron y empezaron a gritar, a la vez, como energúmenos.
—¡Por favor,
señores! —gritó el cuarto orador con los brazos extendidos—. Les ruego encarecidamente que se
dominen. Sé perfectamente, como
todos ustedes, que la mención de ese nombre no es del todo decente. Yo mismo he tenido que vencerme, pero
tenemos que ver las cosas con claridad. Si
aquél... “Alguien” ha ayudado a Momo, tendrá sus razones. Y esas razones, me parece evidente,
están dirigidas contra nosotros. En
resumen, señores: tenemos que prever que aquel “Alguien” no devolverá simplemente a la niña, sino que la armará
contra nosotros. Entonces se nos
convertirá en un peligro mortal. Lo
que significa que no sólo debemos estar dispuestos a sacrificar el tiempo de
una vida humana una vez más, o un múltiplo de ello; no, señores, si es
necesario tenemos que estar dispuestos a arriesgarlo “todo”, repito, “todo”. Porque en ese caso cualquier ahorro
podría costarnos muy caro. Creo que
entienden a qué me refiero.
La excitación creció entre los
hombres grises, todos hablaban a la vez. Un
quinto orador se puso de pie encima de su silla y agitó vehementemente las
manos.
—¡Orden! ¡Orden! —gritaba—. El orador anterior se limita, lamentablemente, a insinuar toda clase
de eventualidades catastróficas. Pero
parece ser que ni él mismo sabe qué hacer contra ellas. Dice que debemos estar preparados para cualquier sacrificio: ¡Está bien! Debemos estar decididos a todo: ¡Está bien! No debemos
ser demasiado tacaños con nuestras reservas: ¡Está bien! Pero todo eso
no son más que palabras vacías. Que
nos diga qué podemos hacer. Nadie de
entre nosotros sabe cómo armará “Alguien”
a la niña Momo. Nos enfrentamos a un peligro totalmente desconocido. ¡Ése es el problema que hay que
resolver!
El ruido imperante en la sala
creció hasta ser tumultuoso. Todos
chillaban a la vez, algunos daban puñetazos en la mesa, otros se escondían la
cara entre las manos. Había
estallado el pánico.
Con muchas dificultades pudo
hacerse oír un sexto orador.
—¡Pero,
señores! —repetía una y otra vez, apaciguador, hasta que se hizo el silencio—.
¡Pero, señores! Debo rogarles, encarecidamente, que mantengan la calma. Eso es lo más importante, ahora. Supongamos que la niña Momo vuelve armada con lo que sea de
aquel “Alguien”; no tenemos que
enfrentarnos personalmente al combate. Nosotros
no estamos demasiado bien preparados para ese enfrentamiento, como lo prueba el
triste destino del agente BLW_,553_,3,
actualmente disuelto. Pero tampoco
es necesario. Tenemos ayudantes más
que suficientes entre los hombres. Si
usamos a éstos de modo discreto, señores, podemos eliminar a la niña Momo, y el peligro que significa, sin
arriesgarnos personalmente. Actuar
así resultaría ahorrativo, no supondría ningún peligro para nosotros y
resultaría, a todas luces, efectivo.
Los miembros del consejo de
administración dieron un suspiro de alivio. Esta propuesta les parecía clara. Posiblemente hubiera sido aceptada de inmediato, si en el extremo
superior de la mesa no hubiera tomado la palabra un séptimo orador.
—Señores
—comenzó—, estamos pensando todo el rato en cómo librarnos de la niña Momo. Confesémoslo: el miedo nos impulsa a ello. Pero el miedo es mal consejero. Porque creo que nos estamos dejando escapar una gran oportunidad. ¿No hay un refrán que dice que al que no
se puede vencer conviene hacerlo amigo? ¿Por
qué no intentamos poner a la niña Momo
de nuestro bando?
—¡Oíd, oíd!
—gritaron algunas voces—. Explíquese
mejor.
—Es evidente
—prosiguió el orador— que esa niña ha encontrado, efectivamente, el camino que
conduce hacia “Alguien”, el mismo
camino que nosotros hemos buscado en vano desde el principio. Seguro que la niña sabría recorrer en
cualquier ocasión el mismo camino, así que podría guiarnos. Entonces nosotros podríamos discutir
con “Alguien”. Estoy seguro de que pronto nos arreglaríamos con él. Y una vez puestos en su lugar, ya no
tendríamos que reunir penosamente horas, minutos, segundos, sino que, de un
solo golpe, seríamos dueños de todo el tiempo de todos los hombres. Y quien posee el tiempo de los hombres
tiene un poder ilimitado. Para eso
podría ayudarnos la niña Momo, a
quien todos ustedes quieren eliminar.
Por la sala se había extendido
un silencio total.
—Pero usted
sabe —gritó uno— que no se le puede mentir a la niña Momo. ¡Acuérdese del
agente BLW_,553_,3! A cualquiera de nosotros le ocurriría
lo mismo.
—¿Quien ha
hablado de mentir? —contestó el orador—. Claro
que a ella le explicaríamos, abiertamente, nuestro plan.
—Pero ella
nunca nos ayudaría —gritó otro, gesticulando—. Es totalmente impensable.
—Yo no estaría
tan seguro —se mezcló en el debate un noveno orador—. Sólo que tendríamos que ofrecerle algo que le resultara valioso. Pienso, por ejemplo, en prometerle
tanto tiempo como quiera...
—Promesa que
—interrumpió otro—, naturalmente no cumpliríamos.
—Naturalmente
que sí —replicó el noveno orador, sonriendo glacialmente—. Porque si no somos honrados con ella, ella lo oiría.
—¡No! ¡No! —gritó el presidente, golpeando la
mesa—. No puedo permitirlo. Si efectivamente le damos tanto tiempo
como quiera, nos costaría una fortuna.
—No lo creo
—le apaciguó el orador—. ¿Cuánto
tiempo puede gastar un niño? Es
cierto que sería una pequeña pérdida constante, pero piense en lo que
obtendríamos a cambio. ¡El tiempo de
todos los hombres! La pequeña parte
que Momo gastaría de él tendríamos
que anotarla en concepto de dietas en la cuenta de gastos. Piensen en las enormes ventajas, señores.
El orador se sentó, y todos
pensaron en las ventajas.
—No obstante
—dijo finalmente el sexto orador—, no funciona.
—¿Por qué?
—Por la
sencilla razón de que la niña, desgraciadamente, ya tiene tanto tiempo como
quiere. Es inútil tratar de
sobornarla con algo que tiene ya en abundancia.
—Entonces
tendremos que quitárselo antes —replicó el noveno orador.
—Mi querido
amigo —dijo, cansino, el presidente—, estamos dándole vueltas. No podemos llegar hasta la niña. Éste es, precisamente, el problema.
Un suspiro de decepción
recorrió las largas filas de los miembros del consejo de administración.
—Tengo una
sugerencia —dijo un décimo orador—. ¿Con
su permiso?
—Tiene usted
la palabra —dijo el presidente.
El hombre hizo una pequeña
reverencia hacia el presidente y continuó:
—Esa niñita
depende de sus amigos. Le gusta
regalar su tiempo a los demás. Pero
pensemos, por un momento, qué ocurriría si ya no hubiese nadie con quien
pudiera compartir su tiempo. Como la
niña no apoyará voluntariamente nuestros planes, tomaremos a sus amigos como
rehenes.
Sacó una carpeta de su cartera
y la abrió:
—Se trata,
sobre todo, de un tal Beppo Barrendero y un Gigi Cicerone. Y además hay una lista algo más larga
de niños que la visitan con regularidad. Como
ven, señores, nada demasiado importante. Nos
limitaremos a apartar de ella a todas esas personas, de modo que ya no pueda
encontrarlas. Entonces la niña Momo estará completamente sola. ¿De qué le servirá entonces el tiempo? Será una carga, incluso una maldición. A la corta o a la larga ya no lo
soportará. Y entonces, señores, en
ese momento nos presentaremos nosotros e impondremos nuestras condiciones. Me apuesto mil años contra una décima
de segundo a que nos enseñará el camino en cuestión sólo para poder volver a
ver a sus amigos.
Los hombres grises, que un
ratito antes tenían un aspecto tan decaído, levantaron las cabezas. En sus labios había una delgada sonrisa
de triunfo. Aplaudieron, y el ruido
se repetía en los interminables pasillos de tal manera que parecía un alud de
piedras.
XII
Momo llega al lugar de donde viene el tiempo
Momo se hallaba en la mayor
sala que jamás hubiera visto. Era
más alta que la más extensa de las iglesias y más amplia que la mayor de las
estaciones de ferrocarril. Inmensas
columnas soportaban un techo que se adivinaba más que se veía allí arriba, en
la semioscuridad. No había ventanas.
La luz dorada que tramaba toda esa
inconmensurable sala provenía de incontables velas que ardían por todos lados y
cuyas llamas quemaban con tal inmovilidad como si hubieran estado pintadas de
colores y no necesitaran consumir cera para arder.
Todos los ruidos que Momo había oído al entrar provenían de
innumerables relojes de todos los tamaños y formas. Estaban de pie y tendidos sobre largas mesas, en vitrinas de cristal,
en consolas doradas y en interminables estantes.
Había relojes de bolsillo
incrustados de pedrería, vulgares despertadores de hojalata, relojes de arena,
carillones con figuritas de bailarines encima, relojes de sol, relojes de
madera, de piedra, de cristal y relojes impulsados por un salto de agua
cantarín. De las paredes colgaban
toda clase de relojes de cuco y otros con pesas y péndulos, algunos de los
cuales oscilaban lenta y majestuosamente y otros que bailaban agitados de un
lado a otro. A la altura del primer
piso había, por toda la sala, una galería, a la que conducía una escalera de
caracol. Más arriba, otra galería,
encima otra y otra. Y en todos lados
había relojes. Relojes mundiales en
forma de globo terráqueo, que indicaban la hora de todos los puntos de la Tierra, y planetarios, grandes y
pequeños, con el sol, la luna y las estrellas. En el centro de la sala se alzaba todo un bosque de relojes de pie.
Continuamente estaba sonando la
hora en uno u otro reloj, porque cada reloj marcaba una hora diferente.
Pero no era un ruido
desagradable, sino un susurro constante, como en un bosque, en verano.
Momo daba vueltas y miraba, con
grandes ojos, todas esas rarezas. Precisamente
estaba ante un reloj de pared, muy decorado, en el que dos figuritas, una de
hombre y otra de mujer, se daban la mano para el baile. Iba a darles un golpecito con el dedo, para ver si así se movían,
cuando de repente oyó decir a una voz desconocida:
—¡Ah, “Casiopea”! ¿Ya estás aquí? ¿Es que
no me has traído a la pequeña Momo?
La niña se volvió y vio, en un
callejón entre los grandes relojes de pie, a un delicado anciano de pelo
plateado que se agachaba y miraba a la tortuga que estaba en el suelo delante
de él. Llevaba una larga casaca
bordada de plata, calzones de seda azul, medias blancas y zapatos con grandes
hebillas de oro. Por los puños y el
cuello sobresalían de la casaca unas puntillas, y su pelo plateado estaba
trenzado en una pequeña coleta. Momo
no había visto nunca un traje así, pero alguien menos ignorante habría
descubierto en seguida que se trataba de la moda de hacía doscientos años.
—¿Qué dices?
—prosiguió el anciano, dirigiéndose todavía a la tortuga—. ¿Ya está aquí? ¿Dónde está, pues?
Sacó del bolsillo unas gafitas,
parecidas a las que llevaba Beppo,
sólo que éstas eran de oro, y miró a su alrededor, buscando.
—¡Estoy aquí!
—gritó Momo.
El anciano se dirigió hacia
ella con una alegre sonrisa y las manos extendidas. Mientras se acercaba, le pareció a Momo que a cada paso se volvía más joven. Cuando se paró ante ella, le tomó las dos manos y se las estrechó
cordialmente, apenas parecía mayor que la propia Momo.
—¡Bienvenida!
—exclamó, con alegría—. ¡Cordialmente
bienvenida a la casa de “Ninguna
parte”! Permíteme, pequeña Momo, que me presente. Soy el maestro “Hora, Segundo Minucio Hora”.
—¿De veras que
me esperabas? —preguntó Momo,
sorprendida.
—¡Pues claro! Si he enviado especialmente a mi
tortuga “Casiopea” para que te
recogiera.
Sacó de su chaleco un pequeño
reloj de bolsillo, incrustado de diamantes, y levantó la tapa.
—Incluso has
llegado muy puntual —comentó, mientras le enseñaba el reloj.
Momo vio que en la esfera no
había ni cifras ni manecillas, sino sólo dos finas espirales superpuestas que
giraban en direcciones contrarias. En
los lugares donde se cruzaban las rayas aparecían de vez en cuando minúsculos
puntos luminosos.
—Esto —dijo el
maestro “Hora”— es un reloj de horas
astrosas. Muestra con gran precisión
las horas astrosas, y ahora acaba de comenzar una.
—¿Qué es una
hora astrosa? —preguntó Momo.
—En el curso
del mundo hay de vez en cuando momentos — explicó el maestro “Hora”— en que las cosas y los seres,
hasta lo alto de los astros, colaboran de un modo muy especial, de modo que
puede ocurrir algo que no habría sido posible ni antes ni después. Por desgracia, los hombres no son
demasiado afortunados al usarlas, de modo que las horas astrosas pasan, muchas
veces, sin que nadie se dé cuenta. Pero
si hay alguien que la reconoce, pasan grandes cosas en el mundo.
—Puede ser
—opinó Momo— que para ello se
necesite un reloj así.
El maestro “Hora” negó, sonriente, con la cabeza:
—El reloj solo
no serviría de nada. También habría
que saber leerlo.
Volvió a cerrarlo y se lo
guardó en el bolsillo del chaleco. Cuando
vio la sorprendida mirada de Momo al
estudiar su traje, se miró pensativamente, arrugó la frente y dijo:
—¡Oh! Creo que yo sí me he retrasado un poco;
en cuanto a la moda, quiero decir. ¡Qué
distracción! Lo arreglaré en
seguida.
Chasqueó los dedos, y al
instante apareció vestido con una levita y un duro alzacuellos.
—¿Está mejor
así? —preguntó, dudoso. Pero al ver
la cara atónita de Momo continuó en
seguida—: ¡Claro que no! ¡En qué estaría pensando!
Volvió a chasquear los dedos y
apareció con un traje como ni Momo
ni nadie lo había visto jamás, porque era la moda de dentro de cien años.
—¿Tampoco?
—preguntó a Momo—. Por Orión, que he de descubrirlo. Espera,
lo intentaré otra vez.
Chasqueó los dedos por tercera
vez y por fin apareció con un traje normal, como se lleva hoy.
—Así está
bien, ¿verdad? —preguntó, mientras guiñaba un ojo— . Sólo espero que no te hayas asustado. No era más que una pequeña broma. Pero, antes que nada, te conduciré a la mesa, querida Momo. El desayuno está servido. Has
hecho un largo camino y espero que te gustará.
La tomó de la mano y la condujo
al centro del bosque de relojes. La
tortuga los siguió y quedó un tanto rezagada. La senda daba toda clase de vueltas y revueltas y condujo, por fin,
a una pequeña habitación formada por las paredes posteriores de unos cuantos
relojes enormes. En un rincón había
una mesita y un lindo sofá, con las sillas adecuadas. También aquí, todo estaba iluminado por la luz dorada de las llamas
inmóviles de las velas.
Sobre la mesita había una jarra
dorada, panzona, dos tacitas, platos, cucharillas y cuchillos, todo de oro
puro. En una cestita había
panecillos frescos, tostaditos y crujientes, y en otra había miel, que
realmente parecía oro líquido. De la
jarra, el maestro “Hora” vertió
chocolate en las dos tacitas y dijo, con gesto invitador:
—¡Por favor,
mi pequeño huésped, sírvete!
Momo no se lo hizo repetir. Hasta entonces nunca había sabido que
existiera chocolate que se pudiera beber. También
los panecillos untados de mantequilla y miel se contaban entre las cosas más
deliciosas de la vida. Y nunca se
había encontrado con una miel tan deliciosa como ésta. De ello resulta que, al principio, estaba totalmente ocupada en su
desayuno y comía a dos carrillos, sin pensar en otra cosa. Lo más sorprendente es que con esa comida iba abandonando todo el
cansancio, se volvía a sentir descansada, aunque no había pegado ojo en toda la
noche. Cuanto más comía, más le
gustaba. Le parecía que podría
seguir comiendo días y días.
El maestro “Hora” la miraba con amabilidad y tuvo
el suficiente tacto como para no interrumpirla con conversaciones el primer
rato. Entendía que su huésped tenía
que saciar el hambre de muchos años. Puede
que ésta fuera la razón de que, mientras la miraba, parecía, de nuevo, más y
más viejo, hasta volver a ser el anciano de cabellos canosos. Cuando se dio cuenta de que Momo no se las arreglaba demasiado bien
con el cuchillo, le fue untando los panecillos y se los dejaba en el plato. Él mismo apenas comía, si lo hacía era
más que nada para acompañar.
Pero finalmente Momo quedó ahíta. Mientras se acababa su chocolate, miró con atención a su anfitrión
por encima de la tacita dorada y se preguntaba quién y qué podría ser. Ya se había dado cuenta de que no era
nadie cualquiera, pero hasta ahora no sabía de él nada más que su nombre.
—¿Por qué
—preguntó— me has hecho buscar por la tortuga?
—Para
protegerte de los hombres grises —contestó serio, el maestro “Hora”—.Te están buscando por todas partes y sólo aquí estás a salvo de
ellos.
—¿Me quieren
hacer daño? —preguntó Momo,
asustada.
—Sí, querida
—suspiró el maestro “Hora”—, bien se
puede decir.
—¿Por qué?
—preguntó Momo.
—Te temen
—explicó el maestro “Hora”—, porque
les has hecho lo peor que existe para ellos.
—Yo no les he
hecho nada —dijo Momo.
—Sí. Tú has hecho que uno de ellos se
traicionara. Y se lo has contado a
tus amigos. Incluso les querías
decir a todos la verdad acerca de los hombres grises. ¿Crees que eso no basta para convertirlos en tus enemigos mortales?
—Pero hemos
atravesado la ciudad, la tortuga y yo —dijo Momo—. Si me buscaban
por todas partes podrían haberme encontrado con mucha facilidad. Y hemos ido muy poquito a poco.
El maestro “Hora” se puso la tortuga, que se había
acurrucado a sus pies, sobre las rodillas y la acarició el cuello.
—¿Tú qué
dices, “Casiopea” —preguntó,
sonriendo—. ¿Os habrían encontrado?
Sobre el caparazón apareció la
palabra “nunca”, que brillaba con tal alegría, que se creería escuchar una
risita.
—”Casiopea”
—explicó el maestro “Hora”— tiene la
facultad de ver un poquito el futuro. Cosa
de media hora. “Exacto”, apareció en
el caparazón.
—Perdón —se
corrigió el maestro “Hora”—,
exactamente media hora. Sabe siempre
con media hora de antelación qué es lo que ocurrirá con exactitud. Por eso también sabía si se
encontraría, o no, con los hombres grises.
—¡Ah! —dijo Momo sorprendida—. Y si sabe que aquí o allá se encontrará con los hombres grises, no
tiene más que tomar otro camino.
—No —replicó
el maestro “Hora”—, no es tan
sencillo. No puede cambiar nada de
lo que sabe con antelación, porque sólo sabe lo que realmente ocurrirá. Si supiera que aquí o allí se encuentra
con los hombres grises, se los encontraría. No puede cambiar nada.
—Eso no lo
entiendo —dijo Momo, un tanto
decepcionada—, entonces no le sirve de nada saber algo por adelantado.
—A veces sí
—contestó el maestro “Hora”—. En tu caso, por ejemplo, sabía que si
tomaba este o aquel camino, no se encontraría con los hombres grises. Y eso ya vale algo, ¿no?
Momo calló. Sus pensamientos se embrollaban como en
un ovillo.
—Pero
volviendo a ti y a tus amigos —prosiguió el maestro “Hora”—, tengo que felicitaros. Vuestras
pancartas me impresionaron mucho.
—¿Acaso las
has visto? —preguntó Momo, contenta.
—Todas —dijo
el maestro “Hora”—, palabra por
palabra.
—Por desgracia
—siguió Momo— no las ha leído nadie
más, según parece.
El maestro “Hora” asintió triste:
—Sí, por
desgracia. De eso se ocuparon los
hombres grises.
—¿Los conoces?
—inquirió Momo.
El maestro “Hora” volvió a asentir y a suspirar:
—Yo los
conozco a ellos y ellos me conocen a mí.
Momo no sabía bien cómo
entender esta respuesta.
—¿Has estado
muchas veces con ellos?
—No, nunca. Nunca abandono la casa de “Ninguna parte”.
—Pero, ¿los
hombres grises te visitan a veces?
El maestro “Hora” sonrió:
—No te
preocupes, pequeña Momo. No pueden llegar hasta aquí. Ni aunque supieran el camino hasta la
calle de “Jamás”.
Momo reflexionó un rato. La explicación del maestro “Hora” la tranquilizó un tanto, pero
todavía quería saber algunas cosas más.
—¿Cómo es que
sabes todo eso —preguntó de nuevo— lo de nuestras pancartas y lo de los hombres
grises?
—Los observo
constantemente, a ellos y todo lo que se refiere a ellos —le explicó el maestro
“Hora”—. De modo que también os observé a ti y a tus amigos.
—Pero si nunca
sales de casa.
—No es
necesario —dijo el maestro “Hora”,
mientras de nuevo se volvía cada vez más joven—, para eso tengo mis gafas de
visión total.
Se quitó las gafas y se las
pasó a Momo.
—¿No quieres
mirar un poco?
Momo se las puso, pestañeó, y
dijo:
—No veo nada
de nada.
Porque sólo veía un torbellino
de colores, luces y sombras difuminados que le daban mareos.
—Sí —oyó la
voz del maestro “Hora”—, siempre
cuesta un poco al principio. En
seguida te acostumbrarás a mirar con las gafas de visión total.
Se levantó, se colocó tras la
silla de Momo y puso con suavidad
ambas manos sobre el puente de las gafas en la nariz de Momo. La imagen se
aclaró en seguida.
Al principio, Momo vio el grupo de hombres grises con
los tres coches al borde de aquel barrio de extraña luminosidad. En aquel momento estaban empujando los
coches hacia atrás.
Después miró más allá y vio
otros grupos en las calles de la ciudad que hablaban, agitados, entre sí,
gesticulando ampliamente con las manos y que se parecían transmitir una
noticia.
—Están
hablando de ti —dijo el maestro “Hora”—.
No pueden explicarse todavía cómo
puedes haberte escapado.
—¿Por qué
tienen la cara tan gris? —preguntó Momo,
mientras seguía mirando.
—Porque viven
de algo muerto —contestó el maestro “Hora”—.
Tú sabes que viven del tiempo de los
hombres. Pero ese tiempo muere
literalmente cuando se lo arrancan a su verdadero propietario. Porque cada hombre tiene “su propio”
tiempo. Y sólo mientras siga siendo
suyo se mantiene vivo.
—Así, pues,
¿los hombres grises no son hombres de verdad?
—No. Sólo han adoptado forma humana.
—¿Qué son
entonces?
—En realidad
no son nada.
—¿De dónde
vienen?
—Nacen porque
los hombres les dan posibilidad de nacer. Con
eso basta para que existan. Y ahora
los hombres les dan, encima, la posibilidad de dominarlos. Y también eso basta para que ocurra.
—¿Y si no
pudieran robar más tiempo?
—Tendrían que
volver a la nada de la que han nacido.
El maestro “Hora” le quitó a Momo las gafas y se las guardó.
—Pero, por
desgracia, ya tienen muchos ayudantes entre los hombres —continuó al acabo de
un ratito—. Eso es lo peor.
—Yo —dijo Momo, decidida— no dejaré que nadie me
robe mi tiempo.
—Así lo espero
—contestó el maestro “Hora”—. Ven, Momo, te enseñaré mi colección.
De repente volvía a parecer un
anciano.
Tomó a Momo de la mano y la llevó a la gran sala. Allí le mostró sus relojes, hizo sonar los carillones, le explicó
los planetarios y fue rejuveneciendo a la vista de la alegría que mostraba la
niña ante todas esas maravillas.
—¿Te gustan
los acertijos? —le preguntó, como quien no quiere la cosa, mientras seguía su
camino.
—¡Sí! ¡Mucho! —contestó Momo—. ¿Sabes alguno?
—Sí —dijo el
maestro “Hora”, mirando sonriente a Momo—, pero es muy difícil. Muy pocos saben resolverlo.
—Eso está bien
—dijo Momo—, así me lo aprenderé más
tarde y se lo repetiré a mis amigos.
—A ver si lo
adivinas —contestó el maestro “Hora”—.
Atiende:
Tres hermanos viven en una
casa: son de veras diferentes; si quieres distinguirlos, los tres se parecen.
El primero no está: ha de
venir.
El segundo no está: ya se fue.
Sólo está el tercero, menor de
todos; sin él, no existirían los otros.
Aun así, el tercero sólo existe
porque el segundo se convierte el primero.
Si quieres mirarlo no ves más
que otro de sus hermanos.
Dime pues: ¿los tres son uno?,
¿o sólo dos?, ¿o ninguno?
Si sabes cómo se llaman
reconocerás tres soberanos.
Juntos reinan en un país que
ellos son. En eso son iguales.
El maestro “Hora” miró a Momo y agitó la cabeza, dándole ánimos. Había escuchado con mucha atención. Como tenía muy buena memoria, repitió el acertijo palabra por
palabra.
—¡Uy! —exclamó
entonces—. Sí que es difícil. No tengo ni idea de lo que podría ser. Ni siquiera sé por dónde empezar.
—¡Inténtalo!
—dijo el maestro “Hora”.
Momo volvió a murmurar el
acertijo desde el principio hasta el fin. Entonces
movió la cabeza.
—No puedo —se
resignó.
Mientras tanto se había
acercado la tortuga. Estaba al lado
del maestro “Hora” y miraba
atentamente a Momo.
—Y bien, “Casiopea” —le preguntó el maestro “Hora”—, tú lo sabes todo media hora
antes. ¿Sabrá Momo resolver el acertijo? “Sabrá”
apareció en el caparazón de “Casiopea”.
—¡Lo ves! —le
dijo el maestro “Hora” a Momo—. Lo resolverás.
“Casiopea” no
se equivoca nunca.
Momo arrugó la frente y volvió
a pensar esforzadamente. ¿Qué tres
hermanos había que vivieran juntos en una casa? Estaba claro que no se trataba de hombres. En los acertijos, los hermanos siempre eran semillas de manzana o
dientes, o cosas así, pero siempre cosas de la misma especie. Pero aquí se trataba de tres hermanos
que, de alguna manera, se convertían el uno en el otro. ¿Qué cosas había que se convirtieran la una en la otra? Momo miró alrededor. Allí había, por ejemplo, las velas con
sus llamas inmóviles. En ellas, la cera
se transformaba en luz a través de la llama. Sí, eso eran tres hermanos. Pero
no, no iba, porque los tres estaban allí. Y
dos de ellos “no” debían estar. Quizá
podía ser algo así como flor, fruto y semilla. Era verdad, había muchas cosas que concordaban. La semilla era el menor de los tres. Y cuando ella estaba, los otros dos no
estaban. Y sin ella no existirían
los otros. Pero no iba. Porque a la semilla se la podía mirar
perfectamente bien. Y el acertijo
decía que, de querer mirar al menor, sólo se veía alguno de los otros dos.
Los pensamientos de Momo revoloteaban locos. No encontraba la menor pista. Pero “Casiopea” había dicho que encontraría la solución. De modo que volvió a empezar por el
principio y repitió lentamente las palabras del acertijo.
Cuando llegó al lugar que
dice:
El primero “no” está: ha de
venir... vio que la tortuga le guiñaba un ojo. Sobre su caparazón aparecieron las palabras “Lo que sé”, para desaparecer de nuevo al instante.
—¡Calla, “Casiopea” —dijo sonriente el maestro “Hora”, que no la había mirado—. No se lo soples. Momo sabe hacerlo sola.
Claro que Momo había visto las palabras en el caparazón de la tortuga, y
empezó a pensar qué querían decir. ¿Qué
era lo que sabía “Casiopea”? Sabía que Momo resolvería el acertijo. Pero
eso no resolvía nada.
¿Qué más
sabía? Siempre sabía qué iba a
ocurrir. Sabía...
—¡El futuro!
—gritó Momo—. El primero “no” no está: ha de venir: es el futuro.
El maestro “Hora” asintió.
—Y el segundo
—prosiguió Momo ”no” está: ya se
fue: es el pasado.
El maestro “Hora” asintió y sonrió encantado.
—Pero ahora
—dijo Momo pensativa—, ahora se
vuelve difícil. ¿Quién es el
tercero? Es el menor de todos, sin
él no existirían los otros, dice. Pero
es el único que está.
Reflexionó y exclamó de
repente:
—¡Es ahora! ¡Este instante! El pasado son los instantes que ya han sido y el futuro son los que
han de venir. Así que los dos no
existirían si no hubiera presente. Eso
es verdad.
A Momo empezaban a encendérsele las mejillas por el esfuerzo. Continuó:
—¿Pero qué
significa lo que viene ahora?
Aun así, el tercero sólo existe
porque en el segundo se convierte el primero...
Eso quiere decir que el
presente sólo existe porque el futuro se convierte en pasado.
Miró, sorprendida, al maestro “Hora”.
—¡Es verdad! Nunca se me había ocurrido. Pero entonces, en realidad, no existe
el instante, sólo el pasado o el futuro. Porque
ahora, por ejemplo, este instante... cuando hablo de él ya ha pasado. Ahora entiendo lo que quiere decir:
Si quieres mirarlo, no ves más
que otro de sus hermanos. Y ahora
entiendo también lo demás, porque se puede pensar que sólo existe uno de los
tres hermanos: o el presente, o el futuro o el pasado. O ninguno, porque uno sólo existe porque también hay los demás. Se le revuelve a uno la cabeza.
—Pero el
acertijo no ha terminado todavía —dijo el maestro “Hora”—. ¿Cuál es el país
en que los tres reinan juntos y que ellos mismos son?
Momo le miró perpleja. ¿Qué podría ser eso? ¿Qué eran juntos, el pasado, el presente
y el futuro?
Paseó la vista por la inmensa
sala, a lo largo de los millares de relojes, y de repente cruzó sus ojos un
relámpago.
—¡El tiempo!
—exclamó, mientras batía palmas—. ¡Sí,
es el tiempo! ¡Es el tiempo!
—Dime todavía
cuál es la casa en la que viven los tres hermanos —le exigió el maestro “Hora”.
—Es el mundo
—contestó Momo.
—¡Bravo!
—exclamó el maestro “Hora”, mientras
también daba palmadas—. Te felicito,
Momo. Tú sí que sabes resolver acertijos. Me has dado una gran alegría.
—A mí también
—contestó Momo, que se sorprendía un
poco de por qué le daba tanta alegría al maestro “Hora” el que ella supiera resolver el acertijo.
Siguieron paseando por la gran
sala y el maestro “Hora” le fue
enseñando más cosas todavía, pero Momo
todavía estaba pensando en el acertijo.
—Dime —dijo al
final—, ¿qué “es” el tiempo, de verdad?
—Si acabas de
descubrirlo tú misma —le contestó el maestro “Hora”.
—No —dijo Momo—, quiero decir el tiempo mismo. Tiene que ser una cosa u otra. Existe. ¿Qué es en realidad?
—Sería bonito
—contestó el maestro “Hora”— que
también a esto pudieras contestar tú misma.
Momo reflexionó largo rato.
—Está ahí
—dijo, hundida en sus pensamientos—, eso es seguro. Pero no se le puede tocar. Ni
retener. ¿Acaso sea algo parecido a
un olor? Pero también es algo que
siempre pasa. Así que tiene que
venir de algún lugar. ¿Acaso es algo
así como el viento? O no. Ya lo sé. Quizá sea una especie de música que no se oye porque suena siempre.
Aunque creo que ya la he oído alguna
vez, muy bajito.
—Lo sé
—asintió el maestro “Hora”—, por eso
pude hacerte venir hasta aquí.
—Pero aún
tiene que ser algo más —continuó Momo,
que seguía persiguiendo sus pensamientos—, porque la música venía de muy lejos,
pero sonaba muy dentro de mí. Puede
que con el tiempo ocurra lo mismo. —Calló,
trastornada, y añadió, perpleja—: Quiero
decir, como las olas se originan en el agua por el viento. Bah, no estoy diciendo más que tonterías.
—Creo —dijo el
maestro “Hora”—, que lo has dicho de
un modo muy bonito. Por eso te voy a
confiar un secreto: de aquí, de la casa de “Ninguna Parte”, en la
calle de “Jamás”, viene el tiempo de
todos los hombres.
Momo le miró, admirada.
—¡Oh! —dijo en
voz baja—. ¿Lo haces tú mismo?
El maestro “Hora” volvió a sonreír.
—No, querida
niña. Yo sólo soy el administrador. Mi obligación es dar a cada hombre el
tiempo que le está destinado.
—¿No podrías
organizarlo de tal manera —preguntó Momo—,
que los ladrones de tiempo no pudieran robar más a los hombres?
—No, eso no
puedo hacerlo —contestó el maestro “Hora”—,
porque lo que los hombres hacen con su tiempo, tienen que decidirlo ellos
mismos. También son ellos quienes
han de defenderlo. Yo sólo puedo
adjudicárselo.
Momo recorrió con la mirada la
sala y preguntó:
—Para eso
tienes tantos relojes, ¿no? ¿Uno
para cada hombre?
—No, Momo —contestó el maestro “Hora”—. Esos relojes no son más que una afición mía. Sólo son reproducciones muy imperfectas de algo que todo hombre
lleva en su pecho. Porque al igual
que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón
para percibir, con él, el tiempo. Y
todo el tiempo que no se percibe con el corazón está tan perdido como los
colores del arco iris para un ciego o el canto de un pájaro para un sordo. Pero, por desgracia, hay corazones
ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir.
—¿Y si un día
mi corazón dejara de latir? —preguntó Momo.
—Entonces
—replicó el maestro “Hora”—, el
tiempo se habrá acabado para ti, mi niña. También
se podría decir que eres tú quien vuelve a través del tiempo, a través de todos
tus días y noches, tus meses y años. Regresas
a través de tu vida hasta llegar al gran portal de plata por el que una vez
entraste. Por allí vuelves a salir.
—¿Y qué hay
del otro lado?
—Entonces has
llegado al lugar de donde procede la música que, muy bajito, ya has oído alguna
vez. Pero entonces tú formas parte
de ella, eres un sonido dentro de ella.
Miró, inquisitivo, a Momo.
—Pero eso no
podrás entenderlo todavía, ¿verdad?
—Sí —contestó Momo—, creo que sí.
Recordó su camino a través de
la calle de “Jamás”, en la que lo
había vivido todo al revés, y preguntó:
—¿Eres tú la
muerte?
El maestro “Hora” sonrió y calló un rato antes de
contestar:
—Si los
hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie
podría robarles, nunca más, su tiempo de vida.
—No hace falta
más que decírselo —propuso Momo.
—¿Tú crees?
—preguntó el maestro “Hora”—. Yo se lo digo con cada hora que les
adjudico. Pero creo que no quieren
escucharlo. Prefieren creer a
aquellos que les dan miedo. Eso
también es un enigma.
—Yo no tengo
miedo —dijo Momo.
El maestro “Hora” asintió lentamente. Miró largo rato a Momo para preguntarle:
—¿Quieres ver
de dónde procede el tiempo?
—Sí —murmuró.
—Yo te
conduciré —dijo el maestro “Hora”—. Pero en aquel lugar hay que callar. No se puede preguntar ni decir nada. ¿Me lo prometes?
Momo asintió, muda.
El maestro “Hora” se agachó hacia ella, la levantó
y la retuvo fuertemente en sus brazos. De
repente le pareció muy grande e indefiniblemente viejo, pero no como un
anciano, sino como un árbol centenario o una roca. Le cubrió los ojos con la mano y le pareció que caía sobre su cara
nieve levísima y fresca.
A Momo le pareció que el maestro “Hora” caminaba con ella por un largo pasillo oscuro. Pero se sentía totalmente protegida y
no tenía miedo. Al principio creyó
oír los latidos de su propio corazón, pero después le pareció que era, más
bien, el eco de los pasos del maestro “Hora”.
Era un largo camino, pero
finalmente dejó a Momo en el suelo. Su cara estaba cerca de la de ella, la
miró con fijeza y puso un dedo en sus labios. Se enderezó y dio unos pasos atrás.
La rodeaba una penumbra dorada.
Poco a poco, Momo se fue dando cuenta de que se
hallaba bajo una cúpula inmensa, totalmente redonda, que le pareció tan grande
como todo el firmamento. Y esa
inmensa cúpula era de oro puro.
En el centro, en el punto más
alto, había una abertura circular por la que caía, vertical, una columna de luz
sobre un estanque igualmente circular, cuya agua negra estaba lisa e inmóvil
como un espejo oscuro.
Muy poco por encima del agua
titilaba en la columna de luz algo así como una estrella luminosa. Se movía con lentitud majestuosa, y Momo vio un péndulo increíble que
oscilaba sobre el espejo oscuro. Flotaba
y parecía carecer de peso.
Cuando el péndulo estelar se
acercaba lentamente a un extremo del estanque, salía del agua, en aquel punto,
un gran capullo floral. Cuanto más
se acercaba el péndulo, más se abría, hasta que por fin quedaba totalmente
abierto sobre las aguas.
Era una flor de belleza tal,
que Momo no la había visto nunca. Parecía componerse solamente de colores
luminosos. Momo nunca había
sospechado que esos colores siquiera existieran. El péndulo se detuvo un momento sobre la flor y Momo se ensimismó totalmente en su
visión, olvidando todo lo demás. El
aroma le parecía algo que siempre había deseado sin saber de qué se trataba.
Pero entonces, muy lentamente,
el péndulo volvió a oscilar hacia el otro lado. Y mientras, muy poco a poco, se alejaba, Momo vio consternada, que la maravillosa flor comenzaba a
marchitarse. Una hoja tras otra caía
y se hundía en la negra profundidad. Momo
lo sentía con tal dolor, como si desapareciera para siempre de ella algo
totalmente irrepetible.
Cuando el péndulo hubo llegado
al centro del estanque, la extraordinaria flor había desaparecido del todo. Pero al mismo tiempo comenzaba a salir,
al otro lado del estanque, del agua negra, otro capullo. Y mientras el péndulo se acercaba lentamente a él, Momo vio que el capullo que comenzaba a
abrirse era mucho más hermoso todavía. La
niña dio la vuelta al estanque para verlo de cerca.
Era totalmente diferente a la
flor anterior. Tampoco los colores
de ésta los había visto jamás Momo,
pero le pareció que era todavía más rica y preciosa que la anterior. Tenía un olor completamente diferente,
más maravilloso, y cuanto más la miraba Momo,
más detalles extraordinarios descubría.
Pero de nuevo volvió el péndulo
estelar, y toda esa maravilla se disolvió y se hundió, hoja a hoja, en las
inescrutables profundidades del estanque oscuro.
Lentamente, muy lentamente, el
péndulo volvió al otro lado, pero no alcanzó exactamente el lugar anterior,
sino que había avanzado un corto trecho. Y
allí, a un paso del punto anterior, comenzaba a emerger y abrirse nuevamente un
capullo.
Esa flor era, realmente, la más
hermosa, según le pareció a Momo. Era la flor de las flores, un milagro.
Momo hubiera querido llorar
cuando tuvo que ver que también esa perfección comenzaba a marchitarse y a
hundirse en las oscuras profundidades. Pero
recordó la promesa que le había hecho al maestro “Hora”, y calló.
También al otro lado había
avanzado un paso el péndulo, y de las negras aguas comenzaba a surgir una nueva
flor.
Momo se fue dando cuenta de que
cada nueva flor era totalmente diferente a la anterior y que la que estaba
floreciendo le parecía cada vez la más hermosa.
Paseando todo el rato alrededor
del estanque, miraba cómo nacía y se marchitaba una flor tras otra. Y le parecía que nunca se cansaría de
este espectáculo. De pronto se dio
cuenta de que, además, al mismo tiempo estaba pasando otra cosa, algo que no
había notado hasta entonces.
La columna de luz que irradiaba
desde el centro de la cúpula no sólo era visible: Momo estaba empezando a oírla.
Al principio era como un
susurro, como el que, de lejos, produce el viento en las copas de los árboles,
pero después el bramido se hizo más potente, hasta que se pareció al de una
catarata o al tronar de las olas del mar contra una costa rocosa.
Y Momo escuchó, cada vez con mayor claridad, que ese estruendo se
componía de incontables sonidos que cada vez se ordenaban de nuevo entre sí, se
transformaban y formaban cada vez nuevas armonías. Era música y, al mismo tiempo, otra cosa. Y, de pronto, Momo lo
reconoció: era la música que a veces oía, muy bajito y como de muy lejos,
mientras escuchaba el silencio de la noche estrellada.
Pero ahora, los sonidos se
volvían más y más claros y brillantes. Momo
intuyó que era esa luz sonora la que hacía nacer de las profundidades del agua
negra cada una de las flores de forma cada vez diferente, única e irrepetible.
Cuanto más escuchaba, más
claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el
oro, la plata y todos los demás metales. Y
entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente
diferentes, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo
que Momo iba entendiendo poco a poco
las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante,
entendía. Eran el sol y la luna y
todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los
verdaderos. Y en esos nombres estaba
decidido lo que hacen y cómo colaboran todos para hacer nacer y marchitarse
cada una de esas flores horarias.
Y, de pronto, Momo comprendió que todas esas palabras
iban dirigidas a “ella”. Todo el
mundo, hasta las más lejanas estrellas, estaba dirigido a ella como una sola
cara de tamaño impensable que la miraba y le hablaba.
Y le sobrevino algo más grande
que el miedo.
En ese momento vio al maestro “Hora”, que le hacía señas con la mano. Se lanzó hacia él, que la tomó en sus
brazos, y ocultó la cara en su pecho. De
nuevo, sus manos se posaron con la lentitud de la nieve sobre sus ojos, se hizo
oscuridad y silencio y se sintió protegida. Volvió a recorrer de regreso todo el largo pasillo.
Cuando volvieron a estar en la
pequeña habitación entre los relojes, la tendió en el sofá.
—Maestro “Hora” —murmuró—, nunca pensé que el
tiempo de todos los hombres es... —buscó la palabra adecuada, sin encontrarla—
...tan grande —dijo por fin.
—Lo que has
visto y oído, Momo —respondió el
maestro “Hora”— , no era el tiempo
de todos los hombres. Sólo era tu
propio tiempo. En cada hombre existe
ese lugar, en el que acabas de estar. Pero
sólo puede llegar a él quien se deja llevar por mí. Y no se puede ver con ojos corrientes.
—¿Dónde
estuve, pues?
—En tu propio
corazón —dijo el maestro “Hora”, y
le acarició el revuelto pelo.
—Maestro “Hora” —volvió a murmurar Momo—, ¿puedo traerte también a mis
amigos?
—No
—contestó—, no puede ser, todavía.
—¿Cuánto
tiempo puedo quedarme contigo?
—Hasta que tú
misma quieras volver con tus amigos.
—Pero, ¿puedo
contarles lo que han dicho las estrellas?
—Puedes, pero
no serás capaz.
—¿Por qué no?
—Porque
todavía han de crecer en ti las palabras.
—Pero quiero
hablarles de eso, a todos. Quiero
poder cantarles las voces. Creo que
entonces todo volvería a estar bien.
—Si de verdad
lo quieres, Momo, tendrás que saber
esperar.
—No me importa
esperar.
—Esperar, mi
niña, como una semilla que duerme toda una vuelta solar en la tierra antes de
poder germinar. Tanto tardarán las
palabras en crecer en ti. ¿Quieres
eso?
—Sí —murmuró Momo.
—Pues duerme
—dijo el maestro “Hora”, pasándole
la mano por los ojos—, duerme.
Y Momo tomó aliento, profundamente feliz, y se durmió.
Tercera parte
Las
flores horarias
XIII
Allí un día y aquí un año
Momo despertó y abrió los ojos.
Tardó un poco en darse cuenta
de dónde estaba. Le trastornó un
poco encontrarse en las gradas de piedra, cubiertas de hierba, del viejo
anfiteatro. ¿No acababa de estar
hacía unos momentos en la casa de “Ninguna
Parte” con el maestro “Hora”? ¿Cómo había venido a parar aquí?
Estaba oscuro y hacía fresco. Sobre el horizonte oriental empezaba a
alborear el día. Momo tiritó y se
apretó más su chaquetón demasiado grande.
Recordaba con toda claridad
todo lo que había vivido, la marcha nocturna a través de la ciudad detrás de la
tortuga, el barrio con la luz sorprendente y las casas blancas, relucientes, la
calle de “Jamás”, la sala con los
incontrolables relojes, el chocolate y los panecillos con miel, cada una de las
palabras de su conversación con el maestro “Hora” y el acertijo. Pero
sobre todo se acordaba de su experiencia bajo la cúpula dorada. No tenía más que cerrar los ojos para
volver a ver ante sí la maravilla de color nunca vista de las flores. Y las voces del sol, la luna y las
estrellas seguían resonando en su oído con tal claridad que incluso podía
canturrear la melodía.
Mientras hacía eso, se formaban
en ella las palabras, palabras que realmente expresaban el olor de las flores y
los colores nunca vistos. Eran las
voces del recuerdo de Momo las que
decían esas palabras, pero con el propio recuerdo había ocurrido algo
extraordinario. Momo no sólo
encontró en él lo que había visto y oído, sino más, y más, y cada vez más. Como de un pozo mágico inagotable
surgían mil imágenes de flores horarias. Y
con cada flor sonaban nuevas palabras. Momo
no tenía más que escuchar con atención hacia adentro para poder repetirlas,
incluso cantarlas. Se hablaba de
cosas misteriosas y maravillosas, pero mientras Momo repetía las palabras entendía su significado.
Eso es lo que había querido
decir el maestro “Hora” cuando dijo
que las palabras tenían que crecer en ella.
¿O es que, al
fin, todo había sido un sueño? ¿No
había ocurrido nada de verdad?
Mientras Momo pensaba esto vio moverse algo en la plazuela redonda del
fondo. Era la tortuga que buscaba,
con toda tranquilidad, hierbas comestibles.
Momo descendió a toda prisa
hasta ella y se acurrucó en el suelo a su lado. La tortuga sólo levantó la cabeza, miró a la niña con sus ojos
negros, antiquísimos, y siguió comiendo tranquilamente.
—Buenos días,
tortuga —dijo Momo.
No apareció ninguna respuesta
en el caparazón.
—¿Fuiste tú
—preguntó Momo— quien me llevó esta
noche a casa del maestro “Hora”?
No hubo respuesta. Momo suspiró, desencantada.
—Lástima
—murmuró—. Así que sólo eres una
tortuga normal y no la... ¡Ay! He olvidado su nombre. Era un nombre bonito, pero largo y
raro. No lo había oído nunca antes.
“Casiopea” relució débilmente, de
pronto, en el caparazón de la tortuga. Momo
lo descifró, encantada.
—¡Sí! —batió
palmas—. ¡Éste era el nombre! ¿Así que sí eres tú? Eres la tortuga del maestro “Hora”, ¿verdad? “Quién si no”
—Pero, ¿por
qué no me contestaste antes? “Desayuno”,
se pudo leer en el caparazón.
—¡Perdona! —se
disculpó Momo—. No te quería interrumpir. Sólo
quisiera saber cómo es que vuelvo a estar aquí. “Tu deseo”, apareció como respuesta.
—Es curioso
—murmuró Momo—, no puedo acordarme
de eso. Y tú, “Casiopea”, ¿por qué no te has quedado con el maestro “Hora”, sino que has venido conmigo? “Mi deseo”, rezaba el caparazón.
—Muchas
gracias —dijo Momo—, es muy amable
por tu parte. “De nada”, fue la
respuesta. Con eso, la conversación
parecía haber terminado para la tortuga, porque siguió su camino para proseguir
con su desayuno interrumpido.
Momo se sentó sobre las gradas
de piedra y se alegró por esperar a Beppo,
Gigi y los niños. Volvió a escuchar la música que no
dejaba de sonar en su interior. Y
aunque estaba sola y nadie la escuchaba, cantó en voz cada vez más alta y con
más ánimo las melodías y palabras, directamente hacia el sol naciente. Y le pareció que los pájaros y los
grillos y los árboles e incluso las viejas piedras la escuchaban esta vez.
No sabía que, durante mucho
tiempo, no tendría otros oyentes. No
podía saber que esperaba en vano a sus amigos, que había estado fuera mucho
tiempo y que, mientras tanto, el mundo había cambiado.
Con Gigi Cicerone a los
hombres grises les había resultado muy fácil.
La cosa había empezado cuando,
hacía cosa de un año, poco después de que Momo
hubiera desaparecido sin dejar rastro, apareció en un periódico un largo
artículo sobre Gigi.
El último narrador auténtico,
había dicho el titular. Además se
decía dónde y cuándo se le podía encontrar y que era una atracción que no se
debía pasar por alto.
De resultas de eso, cada vez
venía más gente al viejo anfiteatro para ver y oír a Gigi. Gigi, claro está,
no tenía nada que oponer. Como
siempre, contaba lo que se le ocurría y después pasaba la gorra, que cada vez
quedaba más llena de monedas y billetes. Pronto
le contrató una agencia de viajes que le pagaba, además, una buena suma por el
derecho de poder enseñarle como un monumento. Los turistas llegaban en autocares, y Gigi tuvo que atenerse pronto a un horario estricto para que todos
los que habían pagado por ello pudieran oírle.
Ya entonces comenzó a echar de
menos a Momo, porque sus cuentos ya
no tenían alas, aunque seguía negándose firmemente a contar dos veces la misma
historia, incluso cuando se le ofrecía, por ello, el doble de dinero.
A los pocos meses ya no
necesitaba actuar en el viejo anfiteatro y pasar la gorra. Le contrató la radio y después la televisión. Allí contaba ahora sus historias tres veces por semana ante
millones de oyentes y ganaba montones de dinero.
Por esa época ya no vivía cerca
del viejo anfiteatro, sino en otro barrio, donde vivía toda la gente rica y
famosa. Había alquilado una gran
casa moderna, situada en medio de un gran parque. Tampoco se llamaba Gigi,
sino Girolamo.
Claro que hacía tiempo que
había dejado de inventar, como antes, historias nuevas. Ya no tenía tiempo.
Empezó a ser parco en el gasto
de sus ocurrencias. De una sola de
ellas ahora hacía, a veces, cinco historias diferentes.
Y cuando eso ya no bastó para
satisfacer a la demanda siempre creciente, un día hizo algo que nunca debería
haber hecho: contó uno de los cuentos que era exclusivamente de Momo.
Fue devorada con la misma
urgencia que todas las otras y olvidada con la misma rapidez. Se le exigían más historias. Gigi estaba tan aturdido por esa
velocidad que, una tras otra, dejó escapar todas las historias que habían
estado destinadas únicamente a Momo.
Y cuando hubo contado la última
sintió, de repente, que estaba vacío y hueco y que no podía inventar nada más.
Llevado por el miedo de que el
éxito pudiera abandonarlo, empezó a contar de nuevo todos sus cuentos, sólo que
con otros nombres y algunos cambios. Lo
sorprendente fue que nadie pareció darse cuenta. Por lo menos no influyó en la demanda.
Gigi se agarró a ello como un
náufrago a una plancha de madera. Porque
ahora era rico y famoso y, ¿acaso no era eso lo que había soñado toda su vida? Pero a veces, de noche, bajo su colcha
de seda, en la cama, sentía nostalgia de su otra vida, cuando podía estar junto
con Momo y el viejo Beppo y los niños y cuando realmente
había sabido contar cuentos.
Pero no había ningún camino de
retorno, porque Momo seguía sin
aparecer. Al principio, Gigi había hecho algunos intentos
serios de encontrarla, pero más tarde ya ni había tenido tiempo para ello. Ahora tenía tres secretarias eficientes
que hacían los contratos por él, a las que dictaba sus historias, que le hacían
la publicidad y regulaban sus citas. Ya
no le quedó ningún momento para buscar a Momo.
Quedaba poco del viejo Gigi. Pero un día hizo de tripas corazón y decidió tomar conciencia de sí
mismo. Ahora era alguien, se decía,
cuya voz tenía peso y al que escuchaban millones. Quién, sino él, podía decirles la verdad a los hombres. Él les hablaría de los hombres grises. Y de paso les diría que ésta no era una
historia inventada y que pedía a todos sus oyentes que le ayudaran a buscar a Momo.
Había tomado esa decisión una
de las noches en que echaba de menos a sus amigos. Cuando llegó el amanecer, ya estaba sentado ante su gran escritorio
para tomar notas sobre su plan. Pero
antes de haber escrito la primera palabra, sonó el teléfono. Levantó el auricular, escuchó, y quedó
rígido de terror.
Le hablaba una voz curiosamente
átona, se podría decir cenicienta, y al mismo tiempo sintió que le invadía un
frío terrible que le congelaba hasta la médula.
—¡Déjalo
estar! —dijo la voz—. Te lo
aconsejamos por tu bien.
—¿Quién está
ahí?
—Lo sabes muy
bien —contestó la voz—. No hace
falta que nos presentemos. Si bien
es cierto que todavía no has tenido el placer de conocernos, nos perteneces
desde hace tiempo. No digas que no
lo sabías.
—¿Qué queréis
de mí?
—Eso que te
has propuesto no nos gusta nada. Sé
buen chico y déjalo estar, ¿eh?
Gigi reunió todo su valor.
—No —dijo—, no
lo dejo. Ya no soy el pequeño Gigi Cicerone, el desconocido. Ahora
soy un gran hombre. ¡Veremos si
podéis conmigo!
La voz rió sin alegría y, de
pronto, comenzaron a castañetearle los dientes a Gigi.
—Tú no eres
nadie —dijo la voz—. Nosotros te
hemos hecho. Tú eres un muñeco de
goma. Nosotros te hemos hinchado. Pero si nos molestas, te haremos
deshinchar. ¿Acaso crees en serio
que lo que eres ahora lo debes a tu insignificante talento?
—Sí, lo creo
—contestó Gigi, ronco.
—Pobre,
pequeño Gigi —dijo la voz—. Eres y seguirás siendo un iluso. Antes eras el príncipe Girolamo disfrazado de pobre Gigi. ¿Y qué eres ahora? El
pobre Gigi disfrazado de príncipe Girolamo. Aun así, deberías estarnos agradecido, porque al fin y al cabo,
hemos sido nosotros los que hemos hecho realidad todos tus sueños.
—¡Eso no es
verdad! —replicó Gigi——. ¡Es mentira!
—¡Por mis
tiempos! —contestó la voz, volviendo a reír sin alegría—. Precisamente tú quieres venirnos a nosotros con la verdad. Antes gastabas tantas palabras sobre lo
que es y no es la verdad. Pobre Gigi, no sacarás nada bueno si tratas
de remitirte a la verdad. Te has
hecho famoso con nuestra ayuda por tus embustes. No eres ninguna autoridad en cuanto a la verdad. Por eso, ¡déjalo estar!
—¿Qué habéis
hecho con Momo? —murmuró Gigi.
—No te rompas
tu cabecita por eso. A ella no
puedes ayudarla ya, y menos si empiezas a contar ese cuento acerca de nosotros.
Lo único que conseguirás es que tu
éxito se vaya tan rápidamente como vino. Claro
que eso has de decidirlo por ti mismo. Nosotros
no queremos impedirte que juegues a ser el héroe, si tanto te importa. Pero no puedes esperar que sigamos
protegiéndote si tú eres tan desagradecido.
¿Acaso no es
mucho más agradable ser rico y famoso?
—Sí —reconoció
Gigi, con voz ahogada.
—¡Lo ves! A nosotros nos dejas fuera del juego. Mejor que le cuentes a la gente lo que
quiere oír.
—¿Cómo he de
hacerlo, ahora que lo sé todo?
—Te voy a dar
un consejo: No te tomes tan en serio
a ti mismo. En el fondo, tú no
importas. Visto así, bien puedes
continuar como hasta ahora.
—Sí —dijo Gigi, mirando fijamente ante sí—, visto
así...
Se interrumpió la comunicación,
y Gigi colgó el teléfono. Cayó sobre la superficie de su gran
escritorio y ocultó la cara entre los brazos. Un sollozo sordo le agitó.
A partir de ese día, Gigi había perdido todo el respeto por
sí mismo. Renunció a su plan y
siguió como hasta entonces, pero se sentía un estafador. Y lo era. Antes, su
fantasía le había llevado por caminos alados, y él la había seguido. Pero ahora mentía.
Se convirtió en el payaso, en
el pelele de su público, y lo sabía. Comenzó
a odiar su actividad. Y así, sus
cuentos se volvían cada vez más estúpidos o sentimentaloides. Pero eso no dañaba su éxito; al
contrario, se decía que era un nuevo estilo y muchos trataban de imitarlo. Se convirtió en la gran moda. Pero a Gigi no le causaba alegría. Ahora
sabía a quién se lo debía. No había
ganado nada. Lo había perdido todo.
Pero seguía corriendo con el
coche de una cita a otra, volaba en los aviones más rápidos y dictaba
ininterrumpidamente, estuviera donde estuviera, sus viejas historias, con
ropajes nuevos, a sus secretarias. Según
todos los periódicos, era “sorprendentemente fructífero”.
Así, Gigi el soñador se había convertido en Girolamo el embustero.
A los hombres grises les había
resultado mucho más difícil con Beppo
Barrendero.
Desde aquella noche en que Momo desapareció, estaba sentado,
siempre que su trabajo se lo permitía, en el viejo anfiteatro y esperaba. Su preocupación e intranquilidad crecía
de día en día. Cuando por fin no
pudo aguantar más, decidió ir, a pesar de todas las justificadas objeciones de Gigi, a la policía.
Es mejor, se decía, que vuelvan
a meter a Momo en uno de esos
hospicios con rejas en las ventanas, a que la tengan prisionera los hombres
grises. Si es que todavía vive. Ya se ha escapado una vez de uno de
esos hospicios, y podría hacerlo de nuevo. Acaso
yo pueda ocuparme de que no la metan. Pero
primero hay que encontrarla.
Se fue, pues, a la comisaría
más cercana, que estaba al extremo de la ciudad. Todavía estuvo un rato ante la puerta, dando vueltas a su sombrero
entre las manos, pero al final se decidió y entró.
—¿Qué desea?
—le preguntó un policía que estaba ocupado en rellenar un impreso largo y
difícil.
Beppo necesitó un rato antes de
comenzar:
—Tiene que
haber pasado algo terrible.
—¿Ah, sí?
—preguntó el policía, mientras seguía escribiendo— . ¿De qué se trata?
—Se trata
—contestó Beppo— de nuestra Momo.
—¿Un niño?
—Una niña
pequeña.
—¿Es suya esa
niña?
—No —contestó Beppo, trastornado—, quiero decir sí,
pero no soy el padre.
—No, quiero
decir sí —repitió, irritado, el policía—. ¿De
quién es esa niña? ¿Quiénes son sus
padres?
—No lo sabe
nadie —contestó Beppo.
—¿Dónde está
registrada esa niña?
—¿Registrada?
—preguntó Beppo—. Supongo que entre nosotros.
Todos la conocemos.
—Así que no
está registrada —contestó el policía con un suspiro—. ¿Sabe que eso está prohibido? ¡A
dónde iríamos a parar! ¿Dónde vive
la niña?
—En su casa
—dijo Beppo—, quiero decir, en el
anfiteatro. Pero ya no vive allí. Ha desaparecido.
—¡Un momento!
—dijo el policía—. Si lo entiendo
bien, vivía hasta ahora en las ruinas de allá afuera una pequeña niña que se
llama... ¿cómo decía que se llama?
—Momo
—contestó Beppo.
El policía empezó a apuntarlo
todo.
— ...que se llama Momo.
Momo, ¿y qué más? ¡El nombre completo, por favor!
—Momo y nada
más —dijo Beppo.
El policía se rascó la barbilla
y miró apesadumbrado a Beppo.
—Eso no puede
ser, señor mío. Yo quiero ayudarle,
pero así no se puede formular una denuncia. Dígame, primero, cómo se llama usted.
—Beppo.
—¿Qué más?
—Beppo Barrendero.
—Quiero saber
el apellido, no la profesión.
—Es ambas
cosas —explicó Beppo, paciente.
El policía dejó caer la pluma y
enterró la cara en las manos.
—¡Dios santo!
—murmuró desesperado—. ¡Por qué
tenía que estar de servicio precisamente yo!
Se enderezó, echó los hombros
hacia atrás, sonrió animoso al viejo y dijo, con la suavidad de un enfermero:
—Podemos tomar
los datos personales más tarde. Cuénteme
ahora, por orden, qué ocurrió.
—¿Todo?
—preguntó Beppo, dudoso.
—Todo lo que
importa —contestó el policía—. Si
bien no tengo tiempo, antes del mediodía tengo que rellenar toda esa montaña de
impresos, y ya no puedo más, tómese su tiempo y cuénteme qué le ocurre.
Se echó atrás en su asiento con
la expresión de un mártir al que estuvieran asando a la parrilla. El viejo Beppo comenzó a contar, a su modo lento, toda la historia,
empezando por la aparición de Momo y
su cualidad extraordinaria, hasta los hombres grises del vertedero, a los que
él mismo había espiado.
—Y esa misma
noche —concluyó— desapareció Momo.
El policía le miró, pesaroso,
largo rato.
—Dicho de otro
modo —dijo por fin—, que había una vez una niña muy inverosímil, cuya
existencia no se puede demostrar, que ha sido raptada por una especie de
fantasmas, que, como todo el mundo sabe, no existen, hacia quién sabe dónde. Pero ni siquiera eso es seguro. ¿Y de eso se ha de ocupar la policía?
—Sí, por favor
—dijo Beppo.
El policía se inclinó hacia
adelante y dijo, con rudeza:
—¡Écheme el
aliento!
Beppo no entendió el por qué de
esa orden, se encogió de hombros, pero le echó el aliento al policía.
Éste olisqueó y dijo:
—Está claro
que no está borracho.
—No —dijo Beppo, rojo de verg8enza—, no lo he
estado nunca.
—Entonces,
¿por qué me cuenta todas esas insensateces? — preguntó el policía—. ¿Se cree que la policía es tan estúpida
como para creerse todos esos cuentos?
—Sí —dijo Beppo, cándido.
Ahí se acabó la paciencia del
policía. Saltó de su silla y pegó un
puñetazo en la mesa:
—¡Ya basta!
—gritó, rojo de ira—. ¡Lárguese
inmediatamente si no quiere que le encierre por insultos a la fuerza pública!
—Perdón —dijo Beppo, asustado—, quería decir otra
cosa. Quería decir que...
—¡Fuera!
—chilló el policía.
Beppo se volvió y salió.
Durante los días siguientes
apareció en las diversas comisarías. Las
escenas que tenían lugar en ellas apenas se diferenciaban de la primera. Se le echaba, se le enviaba amablemente
a casa o se le consolaba, para librarse de él. Pero, una vez, Beppo
cayó en manos de un jefe de policía que tenía menos sentido del humor que sus
compañeros. Sin un gesto, se hizo
relatar toda la historia, para decir fríamente:
—Este viejo
está loco. Habrá que comprobar que
no sea un loco peligroso. Llévenlo a
la celda.
En la celda, Beppo tuvo que esperar medio día hasta
que dos policías le metieron en un coche. Le
llevaron, a través de toda la ciudad, hasta un gran edificio blanco con
barrotes en las ventanas. Pero no
era una prisión ni nada parecido, según pensaba Beppo al principio, sino un hospital para enfermedades nerviosas.
Aquí se le revisó a fondo. El médico y los enfermeros eran amables
con él, no se reían de él ni se enfadaban, incluso parecían interesarse por su
historia, porque tenía que contarla una y otra vez. Aunque nunca le contradijeran, Beppo
nunca tuvo la sensación de que le creyeran. No sabía lo que querían de él, pero no le dejaban marchar.
Cada vez que preguntaba cuándo
le dejarían marchar, se le decía:
—Pronto. Pero todavía le necesitamos. Debe entenderlo. Las investigaciones no están terminadas todavía, pero avanzamos.
Y Beppo, que creía que las investigaciones eran por el paradero de Momo, se cargaba de paciencia.
Se le había señalado una cama
en un gran dormitorio donde también dormían muchos otros pacientes. Una noche despertó y vio a la luz de la
tenue iluminación nocturna que había alguien al lado de su cama. Primero sólo vio el pequeño punto
luminoso de un cigarro encendido, pero después distinguió el bombín y la
cartera. Comprendió que se trataba
de alguno de los hombres grises, sintió frío hasta en los huesos y quiso pedir
auxilio.
—¡Silencio!
—dijo en la oscuridad la voz cenicienta—. Tengo
la misión de hacerle una oferta. Escúcheme
y no conteste hasta que yo se lo diga. Habrá
podido darse cuenta, un poco, de hasta dónde llega nuestro poder. Depende de usted el que tenga que darse
más cuenta todavía. Es cierto que no
nos puede dañar lo más mínimo al contar esta historia que va contando, pero no
nos gusta. Claro que tiene toda la
razón al pensar que nosotros tenemos presa a Momo. Pero no se haga
ilusiones de que jamás se la encuentre. Eso
no ocurrirá jamás. Y con sus
esfuerzos no le hace la situación más fácil a ella. Cada uno de sus intentos, mi querido amigo, lo ha de pagar ella. Así que, en el futuro, piense bien lo
que hace y dice.
El hombre gris sopló algunos
anillos de humo y observó con satisfacción el efecto que su discurso hacía en
el viejo Beppo.
—Para decirlo
del modo más resumido posible, porque también mi tiempo es precioso —continuó
el hombre gris—, le hago la siguiente oferta: nosotros le devolvemos a la niña
con la condición de que usted no vuelva a decir nunca ni una sola palabra sobre
nuestra actividad. Además le
exigimos, a modo de rescate, la suma de cien mil horas de tiempo ahorrado. Usted no se preocupe de cómo nos
apropiamos del tiempo; eso es cosa nuestra. Usted limítese a ahorrarlo. Cómo
lo consiga es cosa suya. Si está de
acuerdo, nosotros nos encargamos de que, dentro de unos días, le suelten de
aquí. Si no, usted se quedará
siempre aquí y Momo se quedará para
siempre con nosotros. Piénselo. Sólo le haremos una vez esa generosa
oferta. ¿Qué dice?
Beppo tragó saliva dos veces y
dijo entonces:
—De acuerdo.
—Muy razonable
—dijo, satisfecho, el hombre gris—. Recuérdelo:
Silencio absoluto y cien mil horas. En cuanto las tengamos le devolvemos a
la pequeña Momo. Usted lo pase bien, mi querido amigo.
Con eso el hombre gris abandonó
la sala. La nube de humo que dejó
tras de sí parecía brillar en la oscuridad como un tenue fuego fatuo.
A partir de esa noche, Beppo no volvió a contar su historia. Y si le preguntaban por qué la había
contado antes, se encogía, triste, de hombros. A los pocos días le enviaron a su casa.
Pero Beppo no fue a su casa, sino que se marchó directamente hacia
aquella gran casa con el patio, donde él y sus compañeros siempre recibían las
escobas y los carritos. Tomó su
escoba, se adentró con ella en la gran ciudad y comenzó a barrer.
Pero ahora ya no barría como
antes: a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida, sino que
ahora lo hacía de prisa y sin amor por su trabajo, sino sólo por ahorrar
tiempo. Sentía con dolorosa claridad
que con ello renunciaba y traicionaba su más profunda convicción, más aún, toda
su vida anterior, y eso le enfermaba y le llenaba de odio por lo que hacía.
Si hubiera sido por él, habría
preferido morirse de hambre antes que ser tan infiel a sí mismo. Pero se trataba de Momo, a la que tenía que rescatar, y ése era el único modo de
ahorrar tiempo que conocía.
Barría de día y de noche, sin
ir nunca a su casa. Cuando le
sobrevenía el agotamiento, se sentaba en el banco de algún parque o sobre el
bordillo de la acera y dormía un poco. Al
poco, volvía a levantarse y seguía barriendo. Lo mismo hacía cuando alguna vez tenía que detenerse a comer alguna
cosa. No volvió a su cabaña cerca
del viejo anfiteatro.
Barrió durante semanas y meses.
Llegó el otoño y llegó el invierno,
y Beppo barría.
Llegó la primavera y volvió el
verano. Beppo apenas se daba cuenta,
barría y barría, para ahorrar las cien mil horas del rescate.
La gente de la gran ciudad
apenas tenía tiempo para prestar atención al pequeño viejo. Y los pocos que lo hacían se llevaban
el dedo a la sien tras sus espaldas, cuando pasaba a su lado a toda prisa,
blandiendo la escoba como si le fuera en ello la vida. Pero que se le tomara por loco no era ninguna novedad para Beppo, por lo que apenas le prestaba
atención. Sólo cuando alguien alguna
vez le preguntaba por qué tenía tanta prisa, interrumpía su trabajo por un
momento, miraba al preguntón con miedo y lleno de tristeza se llevaba un dedo a
los labios.
La tarea más difícil para los
hombres grises fue guiar, según sus planes, a los niños amigos de Momo. Después de que Momo hubo
desaparecido, los niños se reunían, siempre que les era posible, en el viejo
anfiteatro. Habían inventado cada
vez juegos nuevos, y un par de cajas viejas les bastaban para emprender largos
viajes de exploración o construir castillos y fortalezas. Habían seguido trazando sus planes y contándose sus cuentos; en
resumen, habían hecho como si Momo
estuviera todavía con ellos. Y,
sorprendentemente, había resultado que parecía que en verdad estuviera con
ellos.
Los niños, además, no habían
dudado ni por un momento de que Momo
volvería. Si bien nunca se había
hablado de ello, tampoco era necesario. La
callada certidumbre unía a los niños entre sí. Momo les pertenecía y era su centro secreto, estuviera allí o no.
Contra ésos no habían podido
los hombres grises.
Si no podían hacerse con los
niños directamente, para apartarlos de Momo,
tendrían que hacerlo a través de un rodeo. Y
ese rodeo eran los adultos, que mandaban sobre los niños. No todos los adultos, claro está, sino aquellos que servían como
auxiliares de los hombres grises que, por desgracia, no eran pocos. Además, los hombres grises usaron
contra los niños sus propias armas.
Porque, de repente, algunos se
acordaron de las manifestaciones, de las pancartas y los letreros de los niños.
—Tenemos que
emprender alguna cosa —se decía—, porque no puede ser que haya cada vez más
niños que estén solos, sin que nadie se ocupe de ellos. No se les puede hacer ningún reproche a los padres, porque la vida
moderna no les deja tiempo para cuidar suficientemente a sus hijos. Pero el ayuntamiento debería ocuparse
de ello.
—No puede ser
—decían otros— que se ponga en peligro la fluidez del tráfico por culpa de
niños vagabundos. El aumento de
accidentes causados por los niños en las calles cuesta cada vez más dinero que
se podría emplear mejor en otros usos.
—Los niños sin
vigilancia —explicaban otros— se estropean moralmente y se convierten en
delincuentes. El ayuntamiento ha de
cuidar de que se registre a todos los niños. Hay que construir instalaciones donde se les eduque para que sean
miembros útiles y eficientes de la sociedad.
Otros decían:
—Los niños son
el material humano del futuro. El
futuro será una época de máquinas a reacción y cerebros electrónicos. Se necesitará un ejército de
especialistas y técnicos para manejar todas esas máquinas. Pero en lugar de preparar a nuestros hijos para ese mundo de mañana
permitimos todavía que muchos de ellos pierdan gran parte de su precioso tiempo
en juegos inútiles. Es una verg8enza
para nuestra civilización y un crimen ante la humanidad futura.
Todo eso les resultaba
enormemente convincente a los ahorradores de tiempo. Y como ya había muchos ahorradores de tiempo en la gran ciudad,
pronto consiguieron convencer al ayuntamiento de la necesidad de hacer algo por
todos esos niños descuidados.
Como consecuencia, en todos los
barrios se construyeron los llamados “depósitos de niños”. Se trataba de grandes edificios en los que había que entregar, y
recoger, si era posible, a todos los niños de los que nadie se podía ocupar. Se prohibió severamente que los niños
jugaran por las calles, en los parques o en cualquier otro lugar. Si se encontraba a algún niño en esos
lugares, siempre había alguien que los llevaba al depósito de niños más
cercano. Y a los padres se les
castigaba con una buena multa.
Tampoco los amigos de Momo escaparon a esa nueva normativa. Fueron separados, según el barrio del
que provenían, y los metieron en depósitos de niños diversos. Se acabó lo de inventarse ellos mismos
sus juegos. Los vigilantes
prescribían los juegos, que sólo eran de aquellos con los que también aprendían
alguna cosa útil. Mientras tanto
olvidaron otra cosa, claro está: la capacidad de alegrarse, de entusiasmarse y
de soñar.
Con el tiempo, los niños
tuvieron la misma cara que los ahorradores de tiempo. Desencantados, aburridos y hostiles, hacían lo que se les exigía. Y si alguna vez los dejaban que se
entretuvieran solos, ya no se les ocurría nada.
Lo único que todavía sabían
hacer era meter ruido, pero ya no era un ruido alegre, sino enfadado e
iracundo.
Los hombres grises no se acercaron
a ninguno de los niños. La red que
se había tendido sobre la ciudad era densa y — según parecía— indestructible. Ni siquiera los niños más listos
supieron escapar de sus mallas. Se
había cumplido el plan de los hombres grises.
Desde entonces, el anfiteatro
había quedado triste y solo.
De modo que Momo estaba ahora sentada en los
escalones de piedra y esperaba a sus amigos. Había estado sentada y esperando así todo el día. Pero no había venido nadie. Nadie.
El sol se encaminaba hacia el
horizonte occidental. Crecían las
sombras y empezaba a refrescar.
Por fin, Momo se levantó. Tenía
hambre porque nadie le había llevado nada que comer. Eso no había ocurrido nunca. Incluso
Beppo y Gigi parecían haberla olvidado hoy. Pero seguro, pensaba Momo,
que eso debía ser algún descuido tonto, que mañana se aclararía.
Bajó hacia la tortuga, que ya
se había retirado a dormir dentro de su caparazón. Momo se acurrucó junto a ella y llamó tímidamente con los nudillos
en el caparazón. La tortuga sacó la
cabeza y miró a Momo.
—Perdóname si
te he despertado, lo siento, pero, ¿puedes decirme por qué no ha venido hoy
ninguno de mis amigos?
Sobre el caparazón aparecieron
las palabras: “No hay nadie”.
Momo las leyó, pero no entendió
lo que significaban.
—Bueno —dijo
confiada—, mañana se aclarará. Seguro
que mañana vienen mis amigos. “Nunca
más”, fue la respuesta.
Momo miró con fijeza, durante
un rato, las letras de brillo apagado.
—¿Qué quieres
decir? —preguntó, temerosa, por fin—. ¿Qué
pasa con mis amigos? “Se han ido”,
leyó.
Movió la cabeza.
—No —dijo en
voz baja—, no puede ser. Seguro que
te equivocas, “Casiopea”. Ayer todavía estuvieron todos para la
gran asamblea, que fracasó. “Has
dormido”, fue la respuesta de “Casiopea”.
Momo se acordó de que el
maestro “Hora” le había dicho que
tendría que dormir toda una vuelta solar, como una semilla en tierra. No había pensado cuánto tiempo podría
ser eso, cuando estuvo de acuerdo. Ahora
empezaba a intuirlo.
—¿Cuánto?
—preguntó, con un suspiro. “Un año”.
Momo necesitó un rato para
entenderlo.
—Pero Beppo y Gigi —tartamudeó al fin—, estos dos seguro que me esperan. “No hay nadie”, ponía en el caparazón.
—¿Cómo puede
ser? —los labios de Momo temblaban—.
No puede haber desaparecido todo;
todo lo que había...
Lentamente apareció en la
espalda de “Casiopea”: “Se fue”.
Por primera vez en su vida, Momo entendía lo que eso significaba. Se sintió más triste que nunca.
—Pero yo
—murmuró atónita—, estoy yo.
Habría llorado, pero no podía.
Al cabo de un rato se dio
cuenta de que la tortuga le tocaba el pie descalzo. “Yo estoy contigo”, ponía en el caparazón. —Sí —dijo Momo, y sonrió
valerosa—, tú estás conmigo, “Casiopea”.
Y me alegro de ello. Ven, vámonos a dormir.
Levantó a la tortuga y la llevó
a través del agujero de la pared a su habitación. A la luz del sol poniente, Momo
vio que todo estaba como lo había dejado (Beppo
había vuelto a ordenarlo todo). Pero
por todos lados había una gruesa capa de polvo y telarañas.
Sobre la mesita, apoyada en una
lata, había una carta. También
estaba cubierta de telarañas. “Para Momo”, ponía encima.
El corazón de Momo empezó a latir más de prisa. Nunca había recibido una carta. La tomó en la mano y la miró por todos
lados, después la abrió y sacó del sobre una hoja. Leyó:
Querida Momo: me he mudado. Si
vuelves, vente enseguida a mi casa. Me
preocupo mucho por ti. Te echo mucho
de menos. Espero que no te haya
ocurrido nada. Si tienes hambre ve,
por favor, a casa de Nino. Él me enviará la cuenta: yo lo pago
todo. Come, pues, tanto como
quieras. Todo lo demás te lo dirá Nino.
Quiéreme. Yo también te quiero.
Siempre tuyo,
Gigi.
Momo tardó mucho en deletrear
toda la carta, aunque Gigi se había
esforzado mucho en escribir con letra bonita y clara. Cuando acabó se apagaba el último resto de luz diurna.
Pero Momo estaba consolada.
Levantó a la tortuga y la puso
encima de su cama. Mientras se
envolvía en la manta polvorienta, dijo, en voz baja:
—¿Ves, “Casiopea”, que no estoy sola?
Pero la tortuga parecía dormir
ya. Y Momo, que al leer la carta había visto a Gigi ante sí, no cayó en la cuenta de que hacía casi un año que
esta carta la esperaba.
Puso su mejilla sobre el papel.
Ya no tenía frío.
XIV
Demasiada comida y muy pocas respuestas
Al mediodía siguiente, Momo tomó la tortuga bajo el brazo y se
puso en camino hacia el pequeño local de Nino.
—Verás “Casiopea” —dijo—, como ahora se
aclarará todo. Nino sabe dónde están
Gigi y Beppo. Y entonces iremos
a buscar a los niños y volveremos a estar todos juntos. Puede que vengan también Nino
y su mujer y todos los demás. Seguro
que te gustan mis amigos. Podría ser
que hiciésemos una pequeña fiesta esta noche. Les hablaré de las flores y de la música y del maestro “Hora” y de todo lo demás. Ya tengo ganas de volver a verlos a
todos. Pero de lo que más ganas
tengo ahora es de una buena comida. Tengo
hambre, ¿sabes?
Así siguió parloteando. Una y otra vez se llevaba la mano a la
carta de Gigi, que llevaba en el
bolsillo de su chaquetón. La tortuga
sólo la miraba, con sus ojos antiquísimos, pero no decía nada.
Momo comenzó a canturrear
mientras caminaba, para, por fin, cantar a voz en grito. Eran de nuevo las melodías y las palabras de las voces, que seguían
sonando en su memoria con la misma claridad que el día antes. Momo sabía que nunca más las perdería.
Pero de repente calló. Ante ella estaba el local de Nino. Al primer instante, Momo
creyó que se había equivocado de camino. En
lugar de la vieja casa con el enjalbegado descolorido por la lluvia y el
emparrado ante la puerta, se encontraba con un cajón alargado de hormigón, con
grandes ventanales que cubrían toda la fachada. La calle misma estaba asfaltada y circulaban por ella muchos
coches. En la acera de enfrente había
una gran gasolinera y, muy cerca, un enorme edificio de oficinas. Había muchos coches aparcados delante
del nuevo local, sobre cuya puerta de entrada un gran cartel ponía:
“RESTAURANTE AUTOSERVICIO RÁPIDO DE NINO”.
Momo entró, y de momento le
costó orientarse. A lo largo de las
ventanas había muchas mesas de minúscula superficie y enormes patas, de modo
que parecían setas deformes. Eran
tan altas que los adultos podían comer en ellas de pie. Ya no había sillas.
En el otro lado había una larga
barrera de relucientes barras de metal, una especie de cercado. Detrás de éste, una fila de pequeños
armarios de vidrio, en los que había bocadillos de queso y jamón, platos de
ensalada, flan, pasteles y muchas otras cosas que Momo no conocía.
Pero de eso Momo no pudo darse cuenta hasta al cabo
de un rato, porque la sala estaba repleta de gente a la que siempre parecía
molestar: dondequiera que se pusiera, la empujaban a un lado. La mayor parte de la gente llevaba
bandejas con platos y botellas e intentaba conseguir un sitio en una de las
mesitas. Detrás de los que estaban
en las mesas y comían a toda prisa ya había otros que esperaban su sitio. Aquí y allá, los comensales y los que
esperaban intercambiaban palabras poco amables. De hecho, todos parecían estar muy descontentos.
Entre la barrera de metal y los
armarios de vidrio avanzaba lentamente una cola. Cada uno sacaba de los armarios aquí un plato, allí una botella o
un vaso de cartón.
Momo estaba asombrada. ¡Así que aquí todo el mundo podía coger cuanto
quería! No vio a nadie que lo
impidiera o que exigiera dinero a cambio. ¿Y
si todo era gratis? Eso habría
explicado las apreturas.
Al cabo de un rato, Momo logró descubrir a Nino. Estaba tapado por mucha gente, al final de la fila de armarios, sentado
detrás de la caja registradora, en la que continuamente marcaba algo, cobraba y
devolvía el cambio. ¡Así que era
allí donde la gente pagaba! Y a
causa de la cerca de metal, nadie podía llegar hasta las mesas sin haber pasado
por delante de Nino.
—¡Nino! —gritó
Momo, mientras intentaba abrirse
paso entre la gente. Hacía señas con
la carta de Gigi, pero Nino no la oía. La caja hacía demasiado ruido y exigía toda su atención.
Momo tomó ánimos, trepó por
encima de la barrera y adelantó a la cola hacia Nino. Éste alzó la
cabeza, porque la gente empezaba a murmurar con desagrado.
Cuando vio a Momo desapareció de su cara, al
instante, la expresión de mal humor.
—¡Momo! —gritó
radiante como antes—. ¡Estás aquí
otra vez! ¡Qué sorpresa!
—¡Atrás! —gritaba
la gente de la cola—. ¡Que la niña
se ponga a la cola como todos los demás! ¡Eso
de colarse es una desverg8enza!
—¡Un momento!
—gritó Nino, mientras hacía gestos
apaciguadores con la mano—. ¡Un poco
de paciencia, por favor!
—Así
cualquiera! —gritó uno de los que esperaban en la cola— . ¡A la cola, a la cola! La
niña tiene más tiempo que nosotros.
—¡Gigi lo paga
todo por ti, Momo! —le susurró a la
niña—, así que puedes comer todo lo que quieras. Pero ponte a la cola, como los demás. Ya oyes cómo chillan.
Antes de que Momo hubiera podido preguntar nada más,
la empujaron fuera, de modo que no le quedó otra solución que hacer igual que
los demás. Se puso en el extremo de
la cola y sacó de un estante una bandeja y de un cajón, cuchillo, tenedor y
cuchara. Como necesitaba ambas manos
para la bandeja, puso a “Casiopea”
en ella. Mientras pasaba por delante
de los armarios, sacaba alguna cosa de ellos y lo ponía en la bandeja,
alrededor de “Casiopea”.
Momo estaba un poco
trastornada, por lo que se compuso una mezcla bastante curiosa: un trozo de
pescado asado, un panecillo con mermelada, una salchicha, un pastelillo y un
vaso de naranjada. “Casiopea”,
colocada en medio de todo eso, prefirió retirarse enteramente al interior de su
caparazón y no decir nada.
Cuando Momo llegó por fin a la caja, le preguntó rápidamente a Nino:
—¿Sabes dónde
está Gigi?
—Sí —dijo Nino—. Nuestro Gigi se ha hecho
famoso. Todos estamos muy orgullosos
de él porque, al fin y al cabo, es uno de los nuestros. Se le puede ver muchas veces en la televisión y también habla por
radio. Y los periódicos siempre
dicen una u otra cosa de él. Hace
poco vinieron a verme dos periodistas para conocer su vida de antes. Yo les conté la historia de cuando Gigi...
—¡Más deprisa,
los de delante! —gritaron algunas voces de la cola.
—Pero, ¿por
qué ya no viene? —preguntó Momo.
—¿Sabes? —dijo
Nino, que ya estaba un poco
nervioso—, ya no tiene tiempo. Tiene
cosas más importantes que hacer y en el anfiteatro ya no pasa nada ahora.
—¿Qué pasa con
vosotros? —gritó una voz enfadada en la cola— . ¿Creéis que tenemos ganas de quedarnos aquí para siempre?
—¿Y dónde vive
ahora? —preguntó Momo tenaz.
—En algún
lugar de la colina verde —contestó Nino—.
Parece que tiene una villa muy
bonita, con un gran parque. Pero
ahora sigue, por favor.
En realidad, Momo no quería irse, porque aún le
quedaban muchas preguntas por hacer, pero la empujaron. Se fue con su bandeja hacia las mesitas, donde efectivamente
encontró, después de haber esperado un poquito, un sitio. Aunque también es verdad que la mesita era demasiado alta para
ella, de modo que apenas podía asomar la nariz.
Cuando puso su bandeja en la
mesa, los demás miraron con cara de asco la tortuga.
—¡Qué cosas!
—le dijo uno a su vecino—. ¡Lo que
hay que soportar hoy en día!
—¡Qué quiere
usted! —gruñó el otro—. ¡La juventud
de hoy!
Pero no dijeron nada más ni se
ocuparon de Momo. Aunque ya de por sí resultaba
suficientemente difícil la comida, porque apenas podía ver su plato. Pero como tenía mucha hambre, se lo
comió todo.
Ahora ya no tenía más apetito,
pero todavía quería saber qué había sido de Beppo. Así que volvió a
ponerse en la cola. Y como temía que
la gente volviera a enfadarse si se limitaba a estarse ahí en medio, otra vez
colocó en su bandeja una serie de cosas.
Cuando, por fin, volvió a estar
ante Nino, preguntó:
—¿Y dónde está
Beppo Barrendero?
—Te ha
esperado mucho tiempo —explicó Nino
a toda prisa, pues temía un nuevo enfado de su clientela—. Pensaba que te había ocurrido algo terrible. Siempre contaba no sé qué de unos hombres grises. Ya sabes, siempre fue un poco raro.
—¡Eh, esos
dos! —gritó uno, en la cola—. ¿Os
habéis dormido?
—¡En seguida,
señor! —le gritó Nino.
—¿Y entonces?
—preguntó Momo.
—Entonces hizo
enfadar a la policía —continuó Nino,
pasándose nervioso la mano por la cara—. Quería,
a toda costa que te buscaran. Por lo
que sé, lo encerraron finalmente en una especie de sanatorio. No sé nada más.
—¡Maldita sea!
—gritó uno, colérico—. ¿Qué es esto,
un autoservicio rápido o una sala de espera? ¿Tenéis una reunión de familia, vosotros dos?
—¡Un instante!
—gritó Nino, suplicante.
—¿Todavía
sigue allí? —preguntó Momo.
—Creo que no
—contestó Nino—. Dicen que lo soltaron porque era
inofensivo.
—Entonces,
¿dónde está ahora?
—Ni idea, de
verdad, Momo. Pero ahora, por favor, sigue adelante.
Una vez más, la gente de la
cola apartó a Momo a empujones. Una vez más, se fue a una de las mesas,
esperó hasta que le dejaron un sitio, y tragó la comida lo mejor que pudo. Esta vez ya le gustó bastante menos. Está claro que a Momo no se le ocurrió siquiera dejarse la comida en el plato.
Todavía le quedaba por saber
qué había sido de los niños que antes siempre iban a verla. No había otro remedio, tenía que
ponerse de nuevo en la cola de los que esperaban, pasar por delante de los
armarios y llenar la bandeja de alimentos para que la gente no se enfadara con
ella.
Por fin volvía a estar ante la
caja con Nino.
—¿Y los niños?
—preguntó—. ¿Qué es de ellos?
—Todo eso ha
cambiado ahora —explicó Nino, a
quien, al ver de nuevo a Momo, se le
cubrió la cara de sudor—. No te lo
puedo explicar ahora, ya ves cómo van las cosas aquí.
—Pero, ¿por
qué no vienen ya? —insistió Momo, tozuda,
en su pregunta.
—Todos los
niños de los que no puede ocuparse nadie están alojados ahora en depósitos de
niños. No se les puede dejar solos,
porque... Bueno, ahora cuidan de
ellos.
—¡Eh,
vosotros, charlatanes! —volvían a gritar las voces de la cola—. ¡A ver si os dais un poco de prisa! ¡Nosotros también queremos comer!
—¿Mis amigos?
—preguntó Momo, incrédula—. ¿De verdad que ellos han querido eso?
—No les han
preguntado —replicó Nino, mientras
pasaba, nervioso, con las manos sobre las teclas de la caja registradora—. No se puede dejar que los niños decidan
sobre una cosa así. Se ha procurado
que desaparezcan de la calle. Y eso
es lo importante, ¿no?
Momo no contestó, sino que se
limitó a mirar a Nino. Y esto acabó de confundirle.
—¡Por todos
los diablos! —volvió a gritar desde la cola una voz iracunda—. ¡Qué modo de perder el tiempo! ¿Teníais que hacer vuestra tertulia
precisamente ahora?
—¿Y qué voy a
hacer yo ahora —preguntó Momo, en
voz baja—, sin mis amigos?
Nino se encogió de hombros y se
estrujó los dedos.
—Momo —dijo,
tomando aliento profundamente como alguien que ha de hacer un gran esfuerzo
para conservar la calma—, sé razonable y vuelve en cualquier otro momento; en
serio que ahora no tengo tiempo para discutir contigo lo que has de hacer. Siempre podrás comer, ya lo sabes. Pero yo, en tu lugar, iría a uno de
esos depósitos de niños, donde estarás ocupada y donde incluso aprenderás algo.
De todos modos te llevarán allí si
vas paseando sola por la calle.
Momo volvió a quedarse callada
y sólo miró a Nino. La gente que esperaba la apartó. Fue a una de las mesas y se comió
automáticamente su tercera comida, aunque apenas le cabía y sabía a lana y
papel. Después se sintió mal. Tomó a “Casiopea” bajo el brazo y salió, sin volver a mirar atrás.
—¡Eh, Momo! —le gritó Nino, que la vio en el último momento—
. Todavía no
me has dicho dónde has estado todo este tiempo. Espera un poco.
Pero ya llegaban los clientes
siguientes, y volvió a teclear sobre la caja, a recibir dinero y a dar el
cambio. Hacía rato que había vuelto
a desaparecer la sonrisa de su cara.
—Comida sí —le
dijo Momo a “Casiopea” cuando volvieron a estar en el viejo anfiteatro—, comida
sí que me han dado, pero aun así me da la sensación de no estar satisfecha —y
al cabo de un rato añadió—: No
habría podido hablarle a Nino de la
música y de las flores.
Al cabo de un ratito más,
volvió a añadir:
—Pero mañana
iremos a buscar a Gigi. Seguro que te gusta, “Casiopea”. Ya verás.
Pero en el caparazón de la
tortuga no apareció más que un gran interrogante.
XV
Encontrado y perdido
Al día siguiente, Momo se puso en camino bien temprano
para buscar la casa de Gigi. Claro que volvió a llevarse la tortuga.
Momo sabía dónde estaba la
colina verde. Era un barrio
residencial, muy lejos de la zona del viejo anfiteatro. Estaba cerca de los barrios nuevos, es decir, al otro lado de la
gran ciudad.
Era un largo camino. Es cierto que Momo estaba acostumbrada a caminar descalza, pero cuando por fin
llegó a la colina verde, le dolían los pies.
Se sentó en el bordillo para
descansar un poquito.
Era realmente un barrio muy
distinguido. Las calles eran muy
anchas, estaban muy limpias y casi desiertas. En los jardines, detrás de los muros y de las rejas de hierro,
árboles seculares alzaban al cielo sus copas. Las casas, en los jardines, eran por lo general edificios
alargados, chatos, de hormigón y cristal. El
césped afeitado delante de las casas era jugoso e invitaba a dar volteretas en
él. Pero por ningún lado se veía
pasear a nadie por los jardines ni jugar en el césped. Puede que sus habitantes no tuvieran tiempo.
—Si supiera
cómo descubrir dónde vive Gigi —le
dijo Momo a la tortuga. “Lo sabrás”, apareció escrito en la
espalda de “Casiopea”.
—¿Tú crees?
—preguntó Momo, esperanzada.
—¡Eh, tú,
cochina! —dijo de repente, una voz detrás de ella— . ¿Qué haces aquí?
Momo se volvió. Había allí un hombre que llevaba un
curioso chaleco a rayas. Momo no
sabía que los criados de la gente rica llevaban chalecos así. Se levantó y dijo:
—Buenos días. Busco la casa de Gigi. Nino me ha dicho
que ahora vive aquí.
—¿Que buscas
la casa de quién?
—De Gigi Cicerone. Es mi amigo.
El hombre del chaleco a rayas
miró a Momo con desconfianza. Detrás de él, la puerta de hierro había
quedado algo abierta, y Momo pudo
echar una mirada al jardín. Vio un
amplio césped en el que jugaban unos galgos y chapoteaba una fuente. Sobre un árbol en flor estaba posada
una pareja de pavos reales.
—¡Oh! —gritó Momo admirada—. ¡Qué pájaros tan bonitos!
Quiso entrar para verlos más de
cerca, pero el hombre del chaleco la retuvo por el cuello.
—¡Quieta!
—dijo—. ¡Qué te has creído, cochina!
Soltó a Momo y se limpió la mano con su pañuelo, como si hubiera tocado
algo muy asqueroso.
—¿Es tuyo todo
esto? —preguntó Momo, señalando a
través de la puerta abierta.
—No —dijo el
hombre, menos amable todavía—. ¡Lárgate!
No se te ha perdido nada por aquí.
—Sí —contestó Momo, con tesón—, he de buscar a Gigi Cicerone. Me espera. ¿No lo conoces?
—Por aquí no
hay cicerones —replicó el hombre del chaleco y se volvió. Entró en el jardín y quería cerrar la puerta, cuando, en el último
momento, se le ocurrió algo.
—¿No te
referirás acaso a Girolamo, el
famoso narrador?
—Pues claro, Gigi Cicerone —contestó Momo,
alegre—, así se llama. ¿Sabes dónde
está su casa?
—¿De verdad
que te espera? —quiso saber el hombre.
—Sí —dijo Momo—, de verdad. Es mi amigo y me paga todo lo que como en casa de Nino.
El hombre del chaleco arqueó
las cejas y movió la cabeza.
—Esos artistas
—dijo, agrio—, qué caprichos tan tontos tienen. Pero si de verdad crees que apreciará tu visita, su casa es la
última de allí arriba, en esta calle.
Y cerró la puerta. “Lacayo”, ponía en el caparazón de “Casiopea”, pero las letras
desaparecieron enseguida.
La última casa, en lo alto de
la calle, estaba rodeada de un muro de altura superior a un hombre. Y la puerta del jardín, al igual que la
del hombre del chaleco, era de planchas de hierro, de modo que no se podía
mirar al interior. No se veía por
ninguna parte un timbre o una placa con un nombre.
—Me gustaría
saber —dijo Momo— si ésta es de
verdad la casa de Gigi. No se le parece. “Lo es”, ponía en el caparazón de la tortuga.
—¿Por qué está
todo tan cerrado? —preguntó Momo—. Así no puedo entrar. “Espera”, apareció como respuesta.
—Está bien
—dijo Momo, con un suspiro—. Pero puede que tenga que esperar mucho.
Cómo ha de saber Gigi que estoy aquí fuera... si es que
está dentro. “Ya viene”, se podía
leer en el caparazón.
Así que Momo se sentó justo delante de la puerta y esperó pacientemente. Durante mucho rato no pasó nada, y Momo comenzó a pensar si “Casiopea” no se habría equivocado esta
única vez.
—¿Estás bien
segura? —preguntó al rato.
En lugar de la respuesta
esperada apareció en el caparazón la palabra “Adiós”.
Momo se asustó.
—¿Qué quieres
decir, “Casiopea”? ¿Ya quieres dejarme? ¿Qué vas a hacer? “Buscarte”, fue la respuesta, más enigmática todavía, de “Casiopea”.
En ese momento se abrió, de
repente, la puerta y salió, a toda marcha, un gran coche de lujo. Momo tuvo el tiempo justo de salvarse
con un salto hacia atrás y cayó.
El coche siguió su camino un
poco para frenar después con gran chirrido de neumáticos. Se abrió la portezuela y Gigi
saltó al suelo.
—¡Momo!
—gritó, con los brazos extendidos—. Es
Momo en persona; mi pequeña Momo.
Momo se había levantado de un
salto y corrió hacia él. Gigi la
recogió y la levantó en sus brazos, le dio cien besos y bailó con ella por la
calle.
—¿Te has hecho
daño? —preguntó, sin aliento, pero no esperó lo que ella pudiera decir, sino
que siguió hablando, excitadísimo—:
Me sabe mal haberte asustado,
pero tengo una prisa enorme, ¿entiendes? Ya
vuelvo a llegar tarde. ¿Dónde has
estado todo este tiempo? Tienes que
contármelo todo. Ya no creía que
volvieras. ¿Has encontrado mi carta?
¿Sí? ¿Estaba todavía? ¿Y has
ido a comer a casa de Nino? ¿Te ha gustado? Tenemos que contarnos tantas cosas, Momo; han pasado tantas cosas mientras tanto. ¿Como te va? ¡Pero habla!
Y el viejo Beppo, ¿qué hace? Hace
siglos que no le veo. ¿Y los niños?
¿Sabes, Momo?, muchas veces pienso en la época en que todavía estábamos
todos juntos y yo os contaba historias. ¡Qué
tiempos tan bonitos! Pero ahora
todo, todo es diferente.
Momo había intentado varias
veces contestar a las preguntas de Gigi.
Pero él no interrumpía su torrente
de palabras, se limitó a esperar y mirarle. Tenía un aspecto distinto de antes, tan cuidado, y olía tan bien. Pero, de alguna manera, le resultaba
muy extraño.
Mientras tanto, se habían
apeado del coche cuatro personas más: un hombre con un uniforme de cuero de
chófer y tres señoras de caras severas y muy maquilladas.
—¿Se ha hecho
daño? —preguntó una, más reprochadora que preocupada.
—No, no, nada
—aseguró Gigi—, sólo se ha asustado.
—¿Por qué
vagabundea delante de la puerta? —dijo la segunda señora.
—¡Pero si es Momo! —gritó Gigi, riéndose—. ¡Es mi
vieja amiga Momo!
—¿Así que esa
niña existe de verdad? —preguntó sorprendida la tercera señora—. Yo siempre la había tenido por una de
sus invenciones. Podíamos pasarlo en
seguida a la prensa.
Reencuentro con la princesa de
los cuentos, o algo así; eso hará mucho efecto. Lo organizaré inmediatamente. ¡Qué
golpe!
—No —dijo Gigi—, no me gustaría eso.
—Pero a ti,
pequeña —la primera señora se volvió, sonriendo ahora, a Momo—, a ti sí te gustaría salir en los periódicos, ¿verdad?
—Deje en paz a
la niña —dijo Gigi, molesto.
La segunda señora echó una mirada
a su reloj.
—Si no vamos a
toda velocidad, el avión se nos irá delante de las narices. Y usted sabe lo que esto significaría.
—Dios mío
—contestó Gigi, nervioso—, es que ya
no puedo hablar unas palabras con tranquilidad con Momo, después de tanto tiempo. Ya
lo ves, Momo, que esos negreros no
me dejan.
—A nosotras
nos es igual —replicó puntillosa, la segunda señora—. Nosotras sólo hacemos nuestro trabajo. Usted nos paga para que le organicemos sus citas, estimado jefe.
—Sí, claro,
claro —concedió Gigi—. Vámonos, pues. ¿Sabes qué, Momo? Te vienes con nosotros al aeropuerto. Así podremos hablar por el camino. Y, después, mi chófer te llevará a
casa. ¿De acuerdo?
No esperó a que Momo contestara, sino que la llevó de
la mano hacia el coche. Las tres
señoras se sentaron en el asiento posterior. Gigi se sentó al lado del chófer y sentó a Momo en sus rodillas. Se
pusieron en marcha.
—Bien —dijo Gigi—, ahora cuenta, Momo. Pero todo por orden. ¿Cómo
desapareciste tan de repente?
Precisamente cuando Momo quería empezar a hablar del
maestro “Hora” y sus flores
horarias, fue cuando una de las señoras se inclinó hacia adelante.
—Perdón
—dijo—, pero se me acaba de ocurrir una idea fabulosa. Deberíamos presentar a Momo
a la “Public Film”. Sería exactamente
la nueva estrella infantil que necesitamos para su historia de vagabundos, que
pronto se empezará a rodar. Imagínese
qué sensación: Momo interpreta a Momo.
—¿Es que no me
has entendido? —preguntó Gigi con
dureza—. No quiero que, bajo ningún
concepto, mezcle a la niña en eso.
—La verdad, no
sé lo que quiere —respondió la señora, ofendida—. Cualquier otro se chuparía los dedos por una ocasión así.
—¡Yo no soy
cualquier otro! —gritó Gigi
encolerizado. Vuelto hacia Momo, añadió—: Perdona, Momo; puede que
no lo entiendas, pero no quiero que esa jauría también te agarre a ti.
Ahora estaban ofendidas las
tres señoras.
Gigi suspiró, se llevó las
manos a la cabeza, después sacó del bolsillo de su chaleco una cajita de plata,
extrajo de ella una píldora y se la tomó.
Durante unos minutos nadie dijo
nada.
Por fin, Gigi se volvió hacia las señoras:
—Perdonen
—dijo, agotado—, no me refería a ustedes. Tengo
los nervios destrozados.
—Está bien, ya
estamos acostumbradas —dijo la primera señora.
—Y ahora
—prosiguió Gigi, dedicándole a Momo una sonrisa un tanto torcida—,
sólo hablaremos de nosotros, Momo.
—Una pregunta
más, antes de que sea demasiado tarde — interrumpió la segunda señora—. Es que estamos a punto de llegar. ¿No me podría dejar que le hiciera
rápidamente una entrevista a la niña?
—¡Basta!
—chilló Gigi, iracundo—. Yo quiero hablar ahora con Momo, y en privado. Es importante para mí. ¿Cuántas veces habré de decirlo?
—Usted mismo
siempre nos reprocha —replicó, iracunda también la señora— que no le hago la
suficiente publicidad.
—Es verdad
—sollozó Gigi—. Pero no ahora. ¡Ahora
no!
—Es una
verdadera lástima —opinó la señora—. Haría
llorar a la gente. Pero como usted
quiera. Podemos dejarlo para más
adelante, si...
—¡No! —la
interrumpió Gigi—. Ni ahora ni más adelante. Y, ahora cállese, por favor, mientras
hablo con Momo.
—Un momento
—contestó la señora con igual vehemencia—, se trata de “su” publicidad, no de
la mía. Y debería reflexionar si en
los momentos actuales puede permitirse el dejar escapar una ocasión así.
—¡No! —gritó Gigi, desesperado—. No me lo puedo permitir. Pero dejaremos a Momo fuera del juego. Y
ahora, se lo suplico, déjennos en paz a los dos durante cinco minutos.
Las señoras se callaron. Gigi se pasó la mano, agotado, por los
ojos.
—Ya lo ves. A eso hemos llegado —dejó oír una
risita amarga— . No puedo volverme
atrás, ni aunque quisiera. Se acabó.
Una cosa te puedo decir, Momo: lo más peligroso que existe en la
vida son las ilusiones que se cumplen. Por
lo menos, cuando ocurre como en mi caso. Ya
no me queda nada con qué soñar. Ni
siquiera entre vosotros podría volver a aprenderlo. Estoy tan harto de todo.
Miró por la ventanilla, triste.
—Lo único que
todavía podría hacer sería cerrar la boca, no contar nada más, enmudecer, quizá
hasta el fin de mi vida, pero por lo menos hasta que se me hubiera olvidado y
volviera a ser un pobre diablo desconocido. Pero pobre, y sin ilusiones... No,
Momo, eso será el infierno. Por eso prefiero quedarme donde estoy. También es un infierno, pero por lo
menos es cómodo... ¡Qué tonterías
estoy diciendo! No podrás
entenderlo.
Momo sólo le miraba y entendía
que estaba enfermo, mortalmente enfermo. Intuía
que los hombres grises no eran ajenos a ello. Pero no sabía cómo ayudarle cuando él mismo no lo quería.
—No paro de
hablar de mí mismo —dijo Gigi—. Cuenta ahora, por fin, qué te ha
ocurrido a ti mientras tanto, Momo.
En ese momento, el coche paró
ante el aeropuerto.
Todos se apearon y corrieron
hacia la terminal. Allí ya esperaban
a Gigi algunas azafatas uniformadas.
Unos periodistas le fotografiaban y
le hacían preguntas. Pero las
azafatas le daban prisa, porque el avión tenía que despegar en pocos minutos.
Gigi se inclinó hacia Momo y la miró. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Escúchame, Momo —dijo en voz tan baja que los
demás no pudieran oírlo—, quédate conmigo. Te
llevo conmigo en este viaje y a todas partes. Vivirás conmigo en mi hermosa casa y vestirás de seda y terciopelo
como una princesa de verdad. Sólo
tendrás que escucharme. Puede que
entonces se me vuelvan a ocurrir cuentos de verdad, como los de antes, ¿te
acuerdas? Sólo tienes que decir que
sí, Momo, y todo se arreglará. Por favor, ayúdame.
A Momo le habría gustado ayudar a Gigi. Le dolía el
corazón por ello. Pero sentía que
ése no era el buen camino, que Gigi
tenía que volver a ser Gigi y que no
le serviría de nada el que ella dejara de ser Momo. También sus ojos
se llenaron de lágrimas. Movió la
cabeza. Y Gigi la entendió. Asintió,
triste, mientras que las señoras, a las que él mismo pagaba para eso, se le
llevaron. Volvió a saludar con la
mano, desde lejos. Momo le devolvió
el saludo, y ya había desaparecido.
Durante su encuentro con Gigi, Momo no había podido decir ni una sola palabra. Y habría tenido tanto que decirle. Le parecía que ahora, cuando le había
encontrado, le había perdido de verdad.
Se volvió lentamente y se
dirigió a la salida de la terminal. De
pronto le recorrió un susto tremendo: ¡también había perdido a “Casiopea”!
XVI
Miseria en la abundancia
—¿Y bien? ¿A dónde? —preguntó el chófer cuando Momo volvió a sentarse a su lado en el
gran coche de Gigi.
La niña miraba ante sí,
consternada. ¿Qué debía decirle? ¿A dónde quería ir? Tenía que buscar a “Casiopea”.
Pero, ¿dónde? ¿Dónde y cuándo la había perdido? Durante todo el viaje con Gigi
ya no estaba con ella, de esto estaba segura Momo. Así que delante de
la casa de Gigi. Y entonces recordó que en el caparazón
había aparecido “Adiós” y “Buscarte”. Estaba claro que “Casiopea”
había sabido de antemano que se iban a perder. De modo que iría a buscar a Momo.
Pero, ¿dónde debía buscar Momo a “Casiopea”?.
—¿Qué, no te
aclaras? —preguntó el chófer, mientras tamborileaba con los dedos sobre el
volante—. Tengo otras cosas que
hacer que llevarte a ti de paseo.
—A casa de Gigi, por favor —contestó Momo.
El chófer la miró un tanto
sorprendido:
—Creía que
tenía que llevarte a tu casa. ¿O
acaso vas a vivir con nosotros?
—No —contestó Momo—. He olvidado algo en la calle, y ahora he de buscarlo.
Al chófer le pareció bien,
porque de todos modos tenía que ir allí.
Cuando llegaron ante la villa
de Gigi, Momo se apeó y empezó, en seguida, a buscar por los alrededores.
—”Casiopea”
—llamaba una y otra vez, en voz baja—, “Casiopea”.
——¿Qué es lo que buscas? —le
preguntó el chófer desde la ventanilla del coche.
—La tortuga
del maestro “Hora” —le respondió Momo—. Se llama “Casiopea” y
siempre sabe el futuro con media hora de antelación. Y escribe en su caparazón. Tengo
que encontrarla. ¿Me ayudas, por
favor?
—No tengo
tiempo para estas bromas estúpidas —gruñó, y atravesó la puerta, que se cerró
detrás del coche.
Así que Momo siguió buscando sola. Registró
toda la calle, pero no vio a “Casiopea”.
Podría ser, pensó Momo, que ya se hubiera ido hacia el
anfiteatro.
Así pues, Momo hizo el mismo camino que había hecho al venir, caminando
lentamente. Mientras tanto, miraba
en todos los rincones y buscaba en todas las cunetas. Una y otra vez llamaba a la tortuga. En vano.
Momo no llegó al anfiteatro
hasta bien entrada la noche. También
aquí lo registró todo meticulosamente, en la medida en que le fue posible en la
oscuridad. Alimentaba la tenue
esperanza de que la tortuga hubiera llegado al anfiteatro antes que ella. Pero, con lo lenta que era, eso era
imposible.
Momo se metió en la cama. Y ahora sí que por primera vez, estaba
completamente sola.
Las próximas semanas las empleó
Momo en recorrer la ciudad, sin meta
fija, para buscar a Beppo. Como nadie le podía decir dónde estaba,
no le quedaba más que la esperanza desesperada de que sus caminos se cruzaran
por casualidad. Pero, claro está, en
esa enorme ciudad, la posibilidad de que dos personas se encontraran por casualidad
era menor que una barca de pesca encontrara ante la costa la botella que unos
náufragos habían echado al agua en medio del océano.
Y, no obstante, se decía Momo, podía ser que estuvieran muy
cerca. Quién sabe cuántas veces ella
pasaba por un lugar en el que Beppo
había estado hacía una hora, un minuto, quizá un solo instante. O al revés, cuántas veces podría
ocurrir que Beppo pasaría, a la
corta o a la larga, por esa plaza o aquella esquina. Por eso, Momo esperaba a
veces muchas horas en un mismo sitio. Pero
a una hora u otra tenía que seguir, Y
así volvía a ser posible que se perdieran.
Qué bien le hubiera ido ahora
tener a “Casiopea”. Si todavía hubiera estado con ella, le
hubiera aconsejado “Espera” o “Sigue”; pero así Momo no sabía nunca qué debía hacer. Temía perder a Beppo por
esperarle y temía perderle por no esperarle.
También buscaba a los niños que
antes siempre habían ido a verla. Pero
no vio a ninguno. De hecho, no vio
ningún niño por la calle, y se acordó de las palabras de Nino de que ahora se cuidaba de los niños.
El que la propia Momo nunca fuera recogida por un
policía o un adulto para ser llevada a un depósito de niños era por la
vigilancia secreta, ininterrumpida por parte de los hombres grises. Porque eso no hubiera convenido a sus
planes. Pero de eso no sabía nada Momo.
Cada día iba una vez a comer a
casa de Nino. Pero no podía hablar con él más que el primer día. Nino siempre tenía la misma prisa y
nunca tenía tiempo.
Y las semanas se convirtieron
en meses. Y Momo siempre estaba sola.
Una vez, sentada al anochecer
en la barandilla de un puente, vio, a lo lejos, sobre otro puente, una pequeña
figura encorvada que manejaba una escoba como si le fuera en ello la vida. Momo creyó reconocer a Beppo y gritó y agitó los brazos, pero
la figura no interrumpió su actividad ni por un instante. Momo echó a correr, pero cuando llegó al otro lado ya no pudo ver a
nadie.
—No habrá sido
Beppo —se dijo Momo, para consolarse—, no puede haber sido Beppo. Yo sé cómo barre Beppo.
Algunos días se quedaba en
casa, en el viejo anfiteatro, porque de repente pensaba que Beppo podría pasar para ver si ella ya
había vuelto. Si ella no estaba en
aquel momento, él creería que ella seguía desaparecida. También aquí la atormentaba la idea de que eso ya hubiera pasado, a
lo mejor ayer, o hacía una semana. Así
que esperaba, siempre en vano, claro. Finalmente
pintó, con grandes letras, en la pared: “He
vuelto”. Pero nunca lo leyó nadie
más que ella misma.
Hubo una cosa que no la
abandonó en todo ese tiempo: el vivo recuerdo de lo que había vivido junto al
maestro “Hora”, de las flores y de
la música. Sólo tenía que cerrar los
ojos y escuchar dentro de sí para ver la reluciente magnificencia de colores de
las flores y la música de las voces. E,
igual que el primer día, podía repetir las palabras y cantar las melodías,
aunque éstas nacían cada vez nuevas y nunca eran las mismas.
Estuvo días enteros sentada en
las gradas de piedra hablando y cantando sola. No había nadie para escucharla, salvo los árboles, los pájaros y
las viejas piedras.
Hay muchas clases de soledad,
pero Momo vivía una que muy pocos
hombres conocen, y menos con tanta fuerza.
Le parecía estar encerrada en
una caverna rodeada de riquezas incontables que se hacían cada vez más y
mayores y amenazaban asfixiarla. Y
no había salida. Nadie podía llegar
hasta ella y ella no se podía hacer notar a nadie, tan aplastada estaba bajo
una montaña de tiempo.
Incluso llegaron horas en que
deseaba no haber oído nunca la música ni haber visto los colores. No obstante, si la hubiesen dado a
elegir, no habría renunciado a ese recuerdo por nada del mundo. Aunque se hubiera muerto por ello. Pues eso era lo que vivía ahora: que
hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas.
Cada pocos días, Momo iba a la villa de Gigi y esperaba mucho tiempo delante de
la puerta del jardín. Esperaba
volver a verle una vez más. Mientras
tanto, estaba de acuerdo con todo. Quería
quedarse con él, escucharle y hablarle, aunque no fuera como antes. Pero la puerta no volvió a abrirse
nunca más.
Fueron pocos meses los que
pasaron así, y no obstante fue la temporada más larga que Momo experimentó jamás. Porque
el verdadero tiempo no se puede medir por el reloj o el calendario.
Poco se puede explicar de una
soledad así. Quizá baste con decir
lo siguiente: si Momo hubiera sabido
encontrar el camino hasta el maestro “Hora”
—y lo intentó muchas veces— habría ido y le habría pedido que no le concediera
más tiempo o que le dejara quedarse con él en la casa de “Ninguna Parte” para
siempre.
Pero sin “Casiopea” no sabía encontrar el camino. Y “Casiopea” seguía
perdida. Acaso había vuelto hacía
tiempo junto al maestro “Hora”. O se había perdido en algún lugar del
mundo. El caso es que no volvió.
En lugar de eso ocurrió otra
cosa muy distinta.
Un día, Momo se encontró en la ciudad con tres de los niños que antes
siempre iban a verla. Se trataba de Paolo, Blanco y María, que
entonces siempre llevaba a su hermanito Dedé.
Los tres tenían un aspecto muy diferente.
Llevaban una especie de uniforme
gris, y sus caras parecían notablemente rígidas y sin vida.
Incluso cuando Momo los saludó jubilosamente apenas
sonrieron.
—Os he buscado
tanto —dijo Momo, sin aliento—. ¿Volveréis conmigo ahora?
Los tres intercambiaron una
mirada, después movieron la cabeza negativamente.
—¿Mañana,
quizá? —preguntó Momo—. ¿O pasado?
Los tres volvieron a mover la
cabeza.
—¡Volved! —les
pidió Momo—. Si antes siempre veníais.
—¡Antes!
—contestó Paolo—. Pero ahora todo es diferente. No nos dejan perder el tiempo
inútilmente.
—Pero si eso
no lo hemos hecho nunca —dijo Momo.
—Sí, era
bonito —dijo María—, pero eso no
importa.
Los tres niños siguieron
adelante a toda prisa. Momo caminó a
su lado.
—¿A dónde vais
ahora? —quiso saber.
—A la clase de
juegos —contestó Blanco—. Allí aprendemos a jugar.
—¿A qué?
—preguntó Momo.
—Hoy jugamos a
tarjetas perforadas —explicó Paolo—.
Es muy útil, pero hay que prestar
mucha atención.
—¿Y cómo
funciona?
—Cada uno de
nosotros representa una tarjeta perforada. Cada
tarjeta perforada contiene gran número de indicaciones: la talla, la edad, el
peso y así. Pero, claro, no lo que
se es en realidad, porque sería demasiado sencillo. A veces no son más que números largos, por ejemplo MUX_,763_,y. Entonces nos mezclan y nos meten en un archivo. Y, entonces, uno de nosotros ha de
encontrar una ficha determinada. Tiene
que hacer preguntas, de tal manera que elimine todas las demás tarjetas y se
quede con una sola. El que lo hace
más deprisa ha ganado.
—¿Y eso es
divertido? —preguntó Momo, un tanto
dudosa.
—Eso no
importa —dijo María, un poco
miedosa—, no se puede hablar así.
—¿Y qué es lo
que importa? —quiso saber Momo.
—El que sea
útil para el futuro —contestó Paolo.
Mientras tanto habían llegado
delante de la puerta de una casa grande, gris.
“Depósito de
niños”, ponía encima de la puerta.
—Tengo tantas
cosas que contaros —dijo Momo.
—Puede que
algún día volvamos a vernos —contestó María,
triste.
A su alrededor había más niños,
que entraban todos por la puerta. Todos
tenían el mismo aspecto que los amigos de Momo.
—A tu lado era
más divertido —dijo Blanco, de
pronto—. Siempre se nos ocurría algo
a nosotros mismos. Pero con eso no
se aprende nada, dicen.
—¿Es que no
podéis escaparos? —propuso Momo.
Los tres movieron la cabeza y
miraron alrededor, por si alguien lo había oído.
—Yo lo intenté
un par de veces, al principio —susurró Blanco—,
pero no merece la pena. Siempre
vuelven a pescarte. —No se puede
hablar así —dijo María—, al fin y al
cabo, ahora cuidan de nosotros.
Todos callaron y miraron ante
sí. Por fin, Momo tomó ánimos y preguntó:
—¿No me
podríais llevar con vosotros? Ahora
estoy siempre sola.
Pero entonces ocurrió algo
notable: antes de que los niños pudieran contestar, una fuerza enorme, como un
imán, los arrastró dentro de la casa. La
puerta se cerró con un estallido tras ellos.
Momo lo había observado
asustada. No obstante, al cabo de un
ratito se acercó a la puerta para llamar o tocar el timbre. Quería pedir una vez más que también la
dejaran jugar a ella, fueran los juegos que fueran. Pero apenas había dado un paso hacia la puerta, cuando quedó
paralizada por el susto. Entre ella
y la pared apareció de repente un hombre gris.
—No vale la
pena —dijo con una delgada sonrisa, con el cigarro en la comisura de la boca—. Ni lo intentes. No nos interesa que entres aquí.
—¿Por qué?
—preguntó Momo. Volvía a notar cómo subía por ella un frío glacial.
—Porque contigo
hemos previsto otra cosa —explicó el hombre gris, exhalando un anillo de humo
que se colocó, como un lazo, alrededor del cuello de Momo, donde tardó mucho en desaparecer.
Pasaba la gente, pero todos
tenían mucha prisa.
Momo señaló con el dedo hacia
el hombre gris y quiso gritar pidiendo auxilio, pero no pudo producir ningún
sonido.
—¡Déjalo
estar! —dijo el hombre gris, mientras soltaba una risa cenicienta, sin
alegría—. ¿Tan poco nos conoces
todavía? ¿No sabes todavía lo
poderosos que somos? Te hemos
quitado todos tus amigos. Nadie
puede ayudarte. Y también nosotros
podemos hacer contigo lo que queramos. Pero
todavía te perdonamos, como puedes ver.
—¿Por qué?
—pudo preguntar Momo, con esfuerzo.
—Porque
queremos que nos hagas un pequeño favor —respondió el hombre gris—. Si eres razonable, puedes ganar mucho
para ti y para tus amigos. ¿Qué te
parece?
—Bien
—susurró.
El hombre gris sonrió.
—Entonces nos
encontraremos a medianoche para una discusión.
Momo asintió muda. Pero el hombre gris ya no estaba. Sólo quedaba en el aire el humo de su
cigarro.
No había dicho dónde tenían que
encontrarse.
XVII
Mucho miedo y más valor
Momo tenía miedo de volver al
viejo anfiteatro. Le parecía seguro
que el hombre gris, que la había citado para medianoche, iría allí.
Y Momo tenía un pánico terrible cuando pensaba que estaría allí
totalmente sola con él.
No, no quería volver a verle
nunca más, ni allí ni en ningún otro sitio. Cualquiera que fuera la propuesta que tenía que hacerle, estaba muy
claro que no significaría nada bueno ni para ella ni para sus amigos.
Pero, ¿dónde podría esconderse
de él?
El sitio más seguro le parecía
ser en medio de la muchedumbre. Cierto
que había visto que nadie le había prestado atención, ni a ella ni al hombre
gris, pero si de verdad le hacía algo y ella pedía auxilio, la gente la
atendería y la salvaría. Además, se
decía, en medio de una muchedumbre era más difícil de encontrar.
Así que, durante todo el resto
de la tarde, hasta bien entrada la noche, Momo
caminó entre la gente por las calles y plazas más transitadas hasta que,
habiendo dado una gran vuelta, volvió al mismo punto en que había comenzado su
camino. Lo hizo otra vez, y una
tercera; se dejaba llevar por la corriente de gente, siempre con prisas.
Pero ya había caminado todo el
día, y le dolían los pies de cansancio. Se
hizo tarde, y Momo andaba medio
dormida, y andaba y andaba...
No descansaré más que un
momento, pensó por fin, sólo un pequeño instante, y entonces podré vigilar
mejor...
Junto al bordillo había, en
aquel lugar, un triciclo de reparto, cargado con toda clase de sacos y cajas. Momo se subió a él y se apoyó contra un
saco agradablemente blando.
Alzó los cansados pies y los
recogió debajo de su falda. ¡Ah, qué
bien se estaba! Suspiró aliviada, se
arrebujó contra el saco y se durmió de agotamiento antes de que se hubiera dado
cuenta.
La agitaron sueños confusos. Vio al viejo Beppo, que usaba su escoba con tiento, mientras se balanceaba sobre
una cuerda por encima de un abismo tenebroso.
—¿Dónde está
el final? —le oía gritar una y otra vez—. No
encuentro el final...
Y la cuerda parecía,
efectivamente, interminable. Desaparecía
en la oscuridad por ambos extremos.
Momo habría querido ayudar a Beppo, pero ni siquiera consiguió que
la viera. Estaba demasiado lejos,
demasiado arriba.
Después vio a Gigi que se sacaba de la boca una
interminable tira de papel. Tiraba y
tiraba, pero la cinta de papel ni se acababa ni se rompía. Gigi estaba ya encima de una montaña de tiras de papel. A Momo
le pareció que la miraba suplicante, como si ya no pudiera respirar si ella no
le ayudaba.
Quiso correr en su ayuda, pero
sus pies se enredaron en las tiras de papel. Cuanto más intentaba librarse de ellas, más se enredaba.
Entonces vio a los niños. Eran planos como naipes. En cada carta se habían perforado
muchos agujeros. Se barajaban las
cartas, que tenían que ordenarse de nuevo y les perforaban más agujeros. Los niños naipes lloraban en silencio,
pero volvían a barajarlos, con lo que hacían un ruido trepidante. “¡Alto!”, quería gritar Momo, “¡Paren!”.
Pero la trepidación era más
fuerte que su débil voz. Y se hacía
cada vez más fuerte, hasta que se despertó.
En un primer momento no supo
dónde se encontraba, porque todo estaba oscuro. Pero entonces recordó que se había montado en un triciclo. Y el triciclo estaba ahora moviéndose y
su motor hacía ruido.
Momo se secó las mejillas,
húmedas de lágrimas. ¿Dónde estaba?
El triciclo debía haber
circulado un buen rato sin que ella se diera cuenta, porque ya estaba en
aquella parte de la ciudad que de noche parecía deshabitada. Las calles estaban desiertas y las
casas oscuras.
El triciclo no iba aprisa, y Momo saltó de él antes de pensárselo
dos veces. Quería volver a las
calles animadas, donde se creía segura de los hombres grises. Pero de repente recordó lo que había
soñado, y se paró.
El ruido del motor se perdió
lentamente en las calles oscuras, y se hizo el silencio.
Momo ya no quería huir. Se había ido con la esperanza de
salvarse. Todo el tiempo había
pensado sólo en sí misma, en su propio abandono, en su miedo. Cuando en realidad eran sus amigos los
que estaban en peligro. Si había
alguien que podía ayudarlos todavía era ella. Por pequeña que fuera la posibilidad de que los hombres grises
soltaran a sus amigos, había que intentarlo.
Después de pensar esto, sintió,
de pronto, un cambio dentro de sí. El
sentimiento de miedo y desamparo se había hecho tan grande que, repentinamente,
se volvió en su contrario. Lo había
superado. Ahora se sentía tan
valerosa y confiada como si ninguna fuerza del mundo pudiera hacerle nada; o,
mejor dicho, ya no le importaba nada lo que le pudiera ocurrir.
Ahora “quería” encontrarse con
los hombres grises. Lo quería a
cualquier precio.
Tengo que volver en seguida al
anfiteatro, se dijo, puede que no sea demasiado tarde, puede que me espere
todavía.
Pero eso era más fácil decirlo
que hacerlo. No sabía dónde estaba,
y no tenía la menor idea de hacia dónde tenía que ir. Aun así, se puso a caminar en una dirección cualquiera.
Siguió andando y andando a
través de las calles oscuras, muertas. Y,
como iba descalza, no oía siquiera el ruido de sus propios pasos. Cada vez que entraba en una calle nueva
esperaba encontrar algo que le dijera a dónde tenía que ir, esperaba reconocer
alguna señal. Pero no encontró
ninguna. Ni siquiera podía
preguntarle el camino a nadie, porque el único ser vivo con el que se cruzó fue
un perro flaco, sucio, que buscaba algo comestible en un montón de basura y que
huyó, miedoso, en cuanto se acercó.
Por fin, Momo llegó a una plaza inmensa, vacía. No era una de esas plazas bonitas, con árboles o fuentes, sino sólo
una gran superficie vacía. Sólo en
su extremo se destacaban contra el cielo nocturno los perfiles de las casas.
Momo atravesó la plaza. Cuando acababa de llegar a su centro,
comenzó a sonar, cerca, un campanario. Sonó
muchas veces, de modo que podía ser medianoche. Si el hombre gris la esperaba en el anfiteatro, pensó Momo, ya no llegaría a tiempo para
encontrarse con él. Se iría, sin
haber resuelto nada. Habría perdido
la oportunidad de ayudar a sus amigos, quizá para siempre.
Momo se mordió el puño. ¿Qué debía, qué podía hacer? No lo sabía.
—¡Estoy aquí!
—gritó todo lo fuerte que pudo, hacia la oscuridad. No tenía la menor esperanza de que el hombre gris la pudiera oír. Pero en eso se equivocaba.
Apenas se había acabado el eco
de la última campanada, cuando se hizo notar en todas las calles que llevaban a
la plaza, a la vez, un tenue brillo luminoso, que aumentaba rápidamente. Momo se dio cuenta de que eran los
faros de muchos coches que se acercaban desde todos los lados hacia el centro
de la plaza. Hacia cualquier lado
que se volviera, siempre se encontraba con un chorro de luz, de modo que tuvo
que protegerse los ojos con la mano. ¡Ya
venían!
Momo no había contado con una
movilización tal. Por un instante
sintió que la abandonaba el valor. Y
como estaba rodeada y no podía huir, se escondió lo que pudo, en su chaquetón
de hombre, demasiado grande.
Pero después pensó en las
flores y en las voces de la gran música, y en seguida se sintió consolada y
confortada.
Con los motores ronroneando,
los coches se habían acercado más y más. Finalmente
se pararon, uno junto a otro, formando un gran círculo cuyo centro era Momo.
Entonces se apearon los hombres
grises. Momo no podía ver cuántos
eran, porque se quedaron en la oscuridad, detrás de los faros. Pero sintió que muchas miradas se
posaban en ella, miradas que no contenían nada bueno. Tuvo frío.
Durante un rato, nadie dijo
nada, ni Momo ni ninguno de los
hombres grises.
—Así que ésta
—oyó, por fin, que decía una voz cenicienta— es la niña Momo, que creía poder enfrentarse a nosotros. Miradla, qué poquita cosa.
A esas palabras siguió un ruido
castañeante que, desde lejos, podía parecerse a una risa a muchas voces.
—¡Cuidado!
—dijo, retenida, otra voz cenicienta—. Saben
lo peligrosa que puede llegar a ser esa niña. No vale la pena tratar de engañarla.
Momo se avivó.
—Está bien
—dijo, desde la oscuridad más allá de los faros, la primera voz—, vamos a
intentarlo, pues, con la verdad por delante.
De nuevo hubo un largo
silencio. Momo sintió que los
hombres grises temían decir la verdad. Parecía
costarles un esfuerzo increíble. Momo
oyó algo que parecía un jadeo de muchas gargantas.
Por fin volvió a hablar uno. La voz llegaba de otra dirección, pero
igual de cenicienta:
—Hablemos,
pues, con franqueza. Estás sola,
querida niña. Tus amigos están fuera
de tu alcance. Ya no hay nadie con
quien puedas compartir tu tiempo. Todo
eso lo planeamos nosotros. Ya ves lo
poderosos que somos. No vale la pena
resistirse a nosotros. Todas esas
horas solitarias, ¿qué son, ahora, para ti? Una maldición que te aplasta, un peso que te asfixia, un mar que te
ahoga, una tortura que te quema. Estás
marginada de todos los demás hombres.
Momo escuchaba y seguía
callando.
—Llegará un
momento —continuó la voz—, en que no lo soportarás, acaso mañana, dentro de una
semana, dentro de un año. A nosotros
nos es igual, nos limitamos a esperar. Porque
sabemos que tarde o temprano vendrás, arrastrándote, y dirás: Estoy dispuesta a todo, pero libradme
de esta carga. ¿O ya has llegado a
ese punto? No tienes más que
decirlo.
Momo movió la cabeza.
—¿No quieres
que te ayudemos? —preguntó, glacial, la voz. Desde todos lados cayó sobre Momo
una ola de frío, pero ella apretó los dientes y volvió a mover la cabeza.
—Sabes lo que
es el tiempo —murmuró otra voz.
—Eso demuestra
que realmente ha estado con “Alguien”
— contestó, en el mismo tono, la primera voz, para preguntar—: ¿Conoces al maestro “Hora”?
Momo asintió.
—¿Has estado
con él, de verdad?
Momo asintió de nuevo.
—¿Así que
conoces las flores horarias?
Momo asintió por tercera vez. ¡Y tanto que las conocía!
Volvió a hacerse un largo
silencio. Cuando la voz volvió a
hablar, vino de otra dirección.
—Quieres a tus
amigos, ¿verdad?
Momo asintió.
—¿Y te
gustaría librarlos de nuestro poder?
Momo asintió otra vez.
—Podrías
hacerlo, sólo con que quisieras.
Momo se apretó más aún el
chaquetón, porque tiritaba de frío de la cabeza a los pies.
—No te
costaría más que una pequeñez librar a tus amigos. Nosotros te ayudamos y tú nos ayudas. Me parece que es justo.
Momo miró atentamente hacia la
zona de donde provenía la voz.
—A nosotros
también nos gustaría conocer personalmente a ese tal maestro “Hora”, ¿sabes? Pero no sabemos dónde vive. Sólo
queremos de ti que nos lleves hasta él. Eso
es todo. Sí, Momo, escucha bien, para convencerte de que hablamos contigo con
total franqueza y honradez: a cambio te devolvemos a tus amigos y podréis vivir
vuestra vieja vida, alegre y divertida. Me
parece que es un buen trato.
Momo abrió la boca por primera
vez. Le costaba hablar, porque le
parecía tener los labios congelados.
—¿Qué queréis
del maestro “Hora”? —preguntó
lentamente.
—Queremos
conocerle —replicó la voz con dureza, y el frío aumentó—. Eso te ha de bastar.
Momo calló y esperó. Corrió cierto movimiento entre los
hombres grises. Parecían ponerse
intranquilos.
—No te
entiendo —dijo la voz—. Piensa en ti
y en tus amigos. ¿Por qué te ocupas
del maestro “Hora”? Es lo suficientemente mayor como para
ocuparse de sí mismo. Y, además, si
es razonable y llega a un acuerdo amistoso con nosotros, no le tocaremos
siquiera un cabello. En caso
contrario, tenemos nuestros medios para obligarle.
—¿A qué?
—preguntó Momo con los labios
morados.
De repente, la voz sonó
chillona y agotada, cuando contestó:
—Estamos
hartos de reunir penosamente, una a una, las horas, los minutos y los segundos
de los hombres. Queremos todo el
tiempo de todos los hombres. Y tiene
que dárnoslo “Hora”.
Momo miró horrorizada en la
dirección de la que venía la voz.
—¿Y los
hombres? —preguntó—. ¿Qué será de
ellos?
—Los hombres
—gritó la voz, en falsete— hace tiempo que son inútiles. Ellos mismos han convertido el mundo en un lugar donde ya no hay
sitio para ellos. “Nosotros”
dominaremos el mundo.
El frío ahora era tan terrible,
que Momo sólo podía mover los labios
con dificultad, pero no podía decir palabra.
—Pero no te
preocupes, pequeña Momo —prosiguió
la voz ahora baja y halagadora—, tú y tus amigos, vosotros quedáis excluidos. Seréis los últimos hombres que jueguen
y se cuenten historias. No os
mezclaréis más en nuestros asuntos y nosotros os dejaremos en paz.
La voz calló, pero comenzó a
hablar de nuevo, al poco, desde otra dirección:
—Sabes que
hemos dicho la verdad. Mantendremos
nuestra promesa. Y ahora llévanos a
casa de “Hora”.
Momo intentó hablar. Casi había perdido el conocimiento por
el frío. Después de varios intentos
consiguió decir:
—Ni aunque
pudiera lo haría.
De algún lugar llegó una voz
amenazadora:
—¿Qué
significa eso de que si pudieras? Sí
puedes. Has estado en casa de “Hora”, o sea que sabes el camino.
—No lo
encontraría de nuevo —susurró Momo—;
lo he intentado. Sólo “Casiopea” lo sabe.
—¿Quién es
ésa?
—La tortuga
del maestro “Hora”.
—¿Dónde está
ahora?
Momo, apenas consciente,
tartamudeó:
—Volvió...
conmigo... pero... la he... perdido.
Como de muy lejos se oyó una
gran confusión de voces excitadas.
—¡Alarma
general! —oyó gritar—. Hay que
encontrar la tortuga. Hay que
registrar todas las tortugas. ¡Hay
que encontrar a “Casiopea”!
Las voces se difuminaron. Se hizo el silencio. Momo se recuperó poco a poco. Estaba sola en medio de la gran plaza,
sobre la que sólo soplaba una racha de viento gris, un viento que parecía no
venir de ningún lado, un viento helado.
XVIII
Cuando se prevé sin mirar atrás
Momo no sabía cuánto tiempo
había pasado. El campanario sonaba
de vez en cuando, pero Momo apenas
lo oía. Muy lentamente volvía a su
cuerpo entumecido el calor. Se
sentía como paralizada y no sabía decidirse a nada.
¿Tenía que ir
al viejo anfiteatro y ponerse a dormir? ¿Ahora,
cuando habían desaparecido todas las esperanzas para ella y sus amigos? Porque ahora sabía que nunca volvería a
ser igual que antes...
A ello se añadía el miedo por “Casiopea”. ¿Qué ocurriría si los hombres grises la encontraban? Momo empezó a hacerse amargos reproches
por haber mencionado a la tortuga. Pero
había estado tan atontada que no había tenido oportunidad de reflexionar.
—Y puede ser
—trataba de consolarse Momo— que “Casiopea” ya esté de vuelta con el
maestro “Hora”. Sí. ¡Ojalá ya no me
busque! Sería una suerte, tanto para
ella como para mí...
En ese momento, algo tocó con
suavidad su pie. Momo se asustó y se
agachó lentamente.
¡Ante ella
estaba la tortuga! En la oscuridad
relucían las palabras “Ya estoy
aquí”.
Sin pensárselo, Momo la recogió y la ocultó debajo del
chaquetón. Entonces se enderezó y
escuchó y miró en la oscuridad, porque temía que los hombres grises pudieran
estar cerca todavía.
Pero todo estaba silencioso. “Casiopea” pataleaba con fuerza bajo el
chaquetón e intentaba soltarse. Momo
la sujetaba con fuerza, pero miró hacia ella y susurró:
—¡Por favor,
estate quieta! “¿Qué son esas
tonterías?”, ponía en el caparazón.
—No tienen que
verte —susurró Momo.
Ahora aparecieron en el
caparazón las palabras “¿No estás
contenta?”
—¡Claro! —dijo
Momo, y casi sollozó—. ¡Claro, “Casiopea”, y tanto!
Y la besó repetidamente en la
nariz.
Las letras en el caparazón de
la tortuga enrojecieron visiblemente cuando contestó: “¡Por favor!”
Momo sonrió.
—¿Me has
buscado todo el tiempo? “Cierto”.
—¿Y cómo has
venido a encontrarme precisamente aquí y justo ahora? “Lo preveía”.
Así que la tortuga había estado
buscando todo el tiempo a Momo, aun
sabiendo que no la encontraría. Entonces,
no habría hecho falta que la buscara. Eso
era otro de los enigmas de “Casiopea”
que hacía que uno se volviera loco si lo pensaba demasiado tiempo. Pero ahora, por lo menos, no era el
momento más apropiado para reflexionar sobre esa cuestión.
Momo le contó en susurros a la
tortuga lo que había ocurrido mientras tanto.
—¿Qué hemos de
hacer ahora? —preguntó, al fin. “Casiopea”
había escuchado atentamente. Ahora
aparecieron en su caparazón las palabras: “Vamos
a ver a Hora”.
—¿Ahora?
—preguntó Momo, aterrada—. ¡Pero si te están buscando por todas
partes! Sólo aquí no están ahora. ¿No sería mejor quedarse aquí?
Pero en la tortuga sólo ponía:
“Yo sé, nos vamos”.
—Entonces
—dijo Momo— iremos a parar directamente
a sus manos. “No encontraremos a
nadie”, era la respuesta de “Casiopea”.
Pues bien, si lo sabía con toda
seguridad, se podía fiar de ella. Momo
dejó a “Casiopea” en el suelo. Pero entonces pensó en el largo y
penoso camino que había recorrido la otra vez y sintió, de pronto, que no
tendría las fuerzas necesarias.
—Ve sola, “Casiopea” —dijo en voz baja—, yo no
puedo más. Ve sola y dale recuerdos
al maestro “Hora”. “Es muy cerca”, ponía en la espalda de “Casiopea”.
Momo lo leyó y se volvió,
asombrada. Poco a poco se dio cuenta
de que estaba en aquel barrio mísero y como desierto del que había pasado, la
vez anterior, a la zona de las casas blancas y aquella luz tan curiosa. Si era así, acaso podría llegar todavía
hasta la calle de “Jamás” y la casa
de “Ninguna Parte”.
—Está bien
—dijo Momo—, voy contigo. ¿Pero no podría llevarte, para ir un
poco más deprisa? “No”, ponía en el
caparazón de “Casiopea”.
—¿Por qué
tienes que arrastrarte tú misma? —preguntó Momo.
A esto vino la enigmática
respuesta: “El camino está en mí”.
Con esto, la tortuga se puso en
marcha y Momo la siguió, poco a poco
y pasito a pasito.
Apenas la niña y la tortuga
habían desaparecido por una de las callejuelas, las sombras de las casas
alrededor de la gran plaza cobraron vida. Recorrió
la plaza una risita cenicienta. Se
trataba de los hombres grises, que habían espiado toda la escena. Una parte de ellos se había quedado
atrás para observar secretamente a la niña. Habían tenido que esperar mucho, pero ni ellos mismos habían
pensado que la larga espera tendría tanto éxito.
—¡Allá van!
—susurró una voz cenicienta—. ¿Los
cogemos?
—Claro que no
—murmuró otra—. Los dejamos marchar.
—¿Por qué?
—preguntó la primera voz—. Si
tenemos que cazar la tortuga, nos han dicho. A cualquier precio.
—Es verdad. ¿Y para qué la queremos?
—Para que nos
lleve a casa de “Hora”.
—Exacto. Y es justo lo que está haciendo. Y ni siquiera tenemos que obligarla. Lo hace voluntariamente..., aunque sin
querer.
Volvió a recorrer las sombras
de la plaza una risita átona.
—Pasen en
seguida la noticia a todos los agentes de la ciudad. Puede interrumpirse la búsqueda. Que todos se unan a nosotros. Pero
cuidado, señores. Ninguno de
nosotros ha de interponerse en su camino. Que
les dejen la vía libre. No han de
encontrarse con ninguno de nosotros. Y
ahora, señores, sigamos a nuestros cándidos guías.
De ahí que Momo y “Casiopea” no se
encontraran, efectivamente, con ninguno de sus perseguidores. Porque fueran donde fueran, los perseguidores
les esquivaban y desaparecían a tiempo, para juntarse a sus compañeros que iban
detrás de la niña y la tortuga. Una
procesión de hombres grises cada vez más larga, seguía en silencio a las dos
fugitivas, manteniéndose siempre oculta detrás de una esquina.
Momo estaba tan cansada como no
lo había estado nunca en toda su vida. A
veces creía que al instante siguiente iba a caerse y quedarse dormida. Pero se obligaba a dar el paso
siguiente, y el siguiente a éste. Y,
durante un breve ratito, parecía ir mejor.
¡Si la tortuga
no hubiera ido tan lenta! Pero no
podía hacerle nada. Momo ya no
miraba ni a derecha ni a izquierda, sino sólo sus propios pies y a “Casiopea”.
Después de lo que le pareció
una eternidad se dio cuenta de que la calle se iba haciendo más clara. Momo alzó los párpados, que le parecían
pesar como plomo, y miró alrededor.
¡Sí! Por fin habían llegado a aquel barrio
en que había aquella luz que no era el amanecer ni el atardecer y donde las
sombras se proyectaban en todas direcciones. Las casas eran de un blanco resplandeciente con sus ventanas
negras. Y ahí estaba también aquel
curioso monumento, que no representaba nada más que un huevo gigantesco sobre
un sillar de piedra negra.
Momo cobró ánimos, porque ya no
podía faltar demasiado para llegar a casa del maestro “Hora”.
—Por favor —le
dijo a “Casiopea”—, ¿no podríamos ir
un poco más de prisa? “Cuanto más
lento, más aprisa” fue la respuesta de la tortuga. Siguió arrastrándose, acaso más lentamente que antes. Y Momo
notó —como la primera vez— que, precisamente por eso, avanzaban más de prisa. Era como si la calle se deslizara
debajo de sus pies, tanto más de prisa cuanto más lentamente caminaban.
Éste era el secreto de aquel
barrio: cuanto más lentamente caminaban, tanto más de prisa avanzaban. Y cuanto más se apresuraban, menos se
adelantaba. Eso no lo habían sabido
la otra vez, cuando perseguían a Momo
en tres coches, los hombres grises. Así
se les había escapado Momo.
¡La otra vez!
Pero ahora las cosas eran de
otro modo. Porque ahora no querían
alcanzar a la niña ni a la tortuga. Ahora
las seguían tan poquito a poco como caminaban aquéllas. Y así también ellos descubrieron este secreto. Lentamente, las calles blancas detrás de las dos se llenaron con un
ejército de hombres grises. Y como
éstos sabían ahora cómo había que moverse, iban incluso más lentamente todavía
que la tortuga, por lo que iban alcanzándola. Era como una carrera al revés, una carrera de lentitud.
El camino iba en zigzag a
través de aquellas calles de sueño, más y más profundamente dentro del barrio
blanco. Entonces llegaron a la
esquina de la calle de “Jamás”. “Casiopea” ya había entrado en ella y
marchaba hacia la casa de “Ninguna Parte”. Momo se acordó de que en esa calle no había podido avanzar hasta
que se había dado la vuelta y caminaba hacia atrás. Por eso lo volvió a hacer ahora.
El corazón casi se le paró del
susto.
Los ladrones de tiempo se
acercaban como un muro gris, móvil, uno al lado del otro, llenando toda la
anchura de la calle, hilera tras hilera hasta donde alcanzaba la vista.
Momo gritó, pero no pudo oír su
propia voz. Anduvo hacia atrás por
la calle de “Jamás” y miró, con ojos
como platos, el ejército de hombres grises que la seguía.
Pero de nuevo ocurrió algo notable:
cuando los primeros perseguidores intentaron entrar en la calle de “Jamás”, se disolvieron, ante los ojos
de Momo, literalmente en la nada. Primero desaparecieron sus manos
adelantadas, luego las piernas y los cuerpos y finalmente las caras, en las que
había una expresión de sorpresa y terror.
Pero Momo no era la única que observó este suceso, sino también los
hombres grises que venían detrás. Los
primeros se apretaron contra la masa de los que empujaban por detrás, por lo
que, durante un rato, hubo como una pelea entre ellos. Momo vio las caras iracundas y sus puños amenazadores. Pero ninguno se atrevió a seguirla más
allá.
Por fin, Momo llegó a la casa de “Ninguna
Parte”. Se abrió el gran portal de metal verde. Momo se lanzó por él, atravesó corriendo el pasillo con las
estatuas de piedra, abrió la puertecita del otro extremo, pasó por ella,
recorrió la sala con los innumerables relojes hacia la salita en el centro,
entre los relojes de pie, se echó en el sofá y escondió la cara en un cojín, para
no ver ni oír nada más.
XIX
Los encerrados han de decidirse
Hablaba una voz suave.
Momo salió lentamente de la
profundidad de su sueño. Se sentía
refrescada y descansada de modo maravilloso.
—La niña no
tiene la culpa —oyó decir a la voz—, pero tú, “Casiopea”, ¿por qué lo has hecho?
Momo abrió los ojos. Junto a la mesita, delante del sofá,
estaba sentado el maestro “Hora”. Miraba con cara apesadumbrada hacia el
suelo, donde estaba la tortuga.
—¿No podías
imaginarte que los hombres grises os seguirían? “Sólo preveo”, apareció en el caparazón de la tortuga, “No medito”.
El maestro “hora” movió la
cabeza, suspirando.
—¡Ay, “Casiopea”! A veces eres un enigma incluso para mí.
Momo se sentó.
—¡Ajá! Nuestra pequeña Momo ha despertado —dijo, amablemente, el maestro “Hora”—. Espero que te encuentres bien.
—Muy bien,
gracias —contestó Momo—. Perdona que me haya dormido aquí.
—No te
preocupes —contestó el maestro “Hora”—.
Está bien. No hace falta que me digas nada. En la medida en que no lo haya observado yo mismo por las gafas de
visión total, “Casiopea” me lo ha
contado todo.
—¿Y qué hay de
los hombres grises? —preguntó Momo.
El maestro “Hora” sacó del bolsillo un gran pañuelo
azul. —Nos sitian. Han rodeado totalmente la casa de “Ninguna Parte”. Hasta donde
pueden acercarse, claro.
—No pueden
entrar aquí, ¿verdad? —preguntó Momo.
El maestro “Hora” se sonó.
—No. Tú misma has visto cómo se disuelven en
la nada en cuanto pisan la calle de “Jamás”.
—¿Y cómo es eso?
—quiso saber Momo.
—Es por la
aspiración del tiempo —contestó el maestro “Hora”—. Sabes que allí
hay que hacerlo todo al revés, ¿no? Y
es que alrededor de la casa de “Ninguna
Parte”, el tiempo corre al revés. Normalmente, el tiempo entra en ti. Por tener cada vez más tiempo dentro de
ti, envejeces. Pero en la calle de “Jamás”, el tiempo sale de ti. Se puede decir que te has vuelto más
joven mientras la recorrías. No
mucho, sólo el tiempo que tardabas en recorrerla.
—No me he dado
cuenta de nada —dijo Momo,
sorprendida.
—Claro
—explicó el maestro “Hora”,
sonriendo—; para un hombre, apenas significa nada, porque es muchas cosas más,
además del tiempo que hay en él. Pero
con los hombres grises es otra cosa. Sólo
se componen del tiempo robado. Y éste
se les escapa en un instante si entran en la aspiración del tiempo, igual que
el aire de un globo pinchado. Pero
del globo queda, por lo menos, la funda; de ellos, nada.
Momo pensaba concentradamente. Al cabo de un rato preguntó:
—¿No se podría
hacer correr al revés todo el tiempo? Sólo
por un ratito, claro. Todos los
hombres serían un poco más jóvenes, pero eso no importaría. Pero los ladrones de tiempo se
disolverían en la nada.
El maestro “Hora” sonrió.
—Sería bonito.
Pero no va. Las dos corrientes se mantienen en equilibrio. Si se elimina la una, desaparece la otra. Entonces no habría tiempo...
Calló y se subió a la frente
las gafas de visión total.
—Esto quiere
decir... —murmuró, se levantó, y recorrió algunas veces, pensativo, la salita. Momo le observaba, tensa, y también “Casiopea” le seguía con la vista.
Finalmente se sentó de nuevo y
miró, atento, a Momo.
—Me has dado
una idea —dijo—, pero el llevarla a la práctica no depende sólo de mí.
Se dirigió a la tortuga, que
seguía a sus pies:
—”Casiopea”,
querida, ¿qué crees que es lo mejor que se puede hacer durante el asedio? “Desayunar”, fue la respuesta que
apareció en el caparazón.
—Sí —dijo el
maestro “Hora”—, no es mala idea.
Al momento estaba puesta la
mesa. ¿O acaso ya lo había estado
todo el tiempo, sin que Momo se
hubiera dado cuenta? En cualquier
caso, ahí volvían a estar las tacitas de oro y todo el resto del desayuno: la
jarrita del chocolate humeante, la miel, la mantequilla y los panecillos
tiernos.
En el tiempo transcurrido, Momo había recordado con frecuencia
estas deliciosas cosas y comenzó, en seguida, a comer a dos carrillos. Y esta vez le gustó más aún que la
primera. Por cierto que esta vez
también el maestro “Hora” comió con
apetito.
—Quieren —dijo
Momo al ratito, masticando con
entusiasmo— que les des todo el tiempo de todos los hombres. Pero no lo harás, ¿verdad?
—No, Momo —contestó el maestro “Hora”—, no lo haré nunca. El tiempo ha comenzado una vez y
acabará una vez, cuando los hombres no lo necesiten más. De mí, los hombres grises no recibirán el más breve instante.
—Pero dicen
—prosiguió Momo— que pueden
obligarte.
—Antes de que
sigamos hablando de ello —dijo, serio—, quisiera que los vieras tú misma.
Se quitó las gafas de oro y se
las pasó a Momo, que se las puso.
Al principio vio de nuevo los
torbellinos de formas y colores, que le daban mareos, como la primera vez. Pero esta vez pasó pronto. Al cabo de un momento sus ojos ya se
habían adaptado a la visión total.
¡Y ahora vio
el ejército de sitiadores!
Los hombres grises estaban,
codo con codo, en una hilera interminable. No
sólo estaban ante la calle de “Jamás”,
sino en un gran círculo que se tendía a través del barrio de las casas blancas
y cuyo centro era la casa de “Ninguna
Parte”. Estaban totalmente rodeados.
Pero entonces Momo se dio cuenta de otra cosa más,
algo raro. Primero creyó que los
cristales de las gafas de visión total estaban algo empañados, o que todavía no
sabía mirar bien, porque una niebla gris hacía que los hombres grises se vieran
como desvaídos. Pero entonces
comprendió que esa niebla no tenía nada que ver con las gafas ni con sus ojos,
sino que nacía allí, en la calle. En
algunos lugares ya era densa y opaca, en otros sólo empezaba a formarse.
Los hombres grises estaban
inmóviles. Cada uno llevaba, como
siempre, su bombín, su cartera y, en la boca, humeaba el pequeño cigarro gris. Pero las nubes de humo no se
difuminaban, tal como lo hacían en el aire normal. Aquí, donde no se movía el más leve viento, en este aire vítreo, el
humo se tendía como espesas telarañas, se arrastraba por las calles, subía por
las fachadas de las casas blancas y se tendía en largas banderas de balcón a
balcón. Se reunía en jirones
repugnantes, azul—verdosos, que se apilaban cada vez a mayor altura y rodeaban
la casa de “Ninguna Parte” con una muralla que crecía sin
parar.
Momo vio también que de vez en
cuando llegaban hombres grises nuevos, que se colocaban en la hilera y
relevaban a otros. Pero, ¿por qué
hacían eso? ¿Qué plan tenían los
ladrones de tiempo? Se quitó las
gafas y miró interrogadora al maestro “Hora”.
—¿Has visto
bastante? —preguntó éste—. Entonces,
devuélveme las gafas.
Mientras él se las ponía,
prosiguió:
—Has
preguntado si me pueden obligar. A
mí no pueden alcanzarme. Pero pueden
causarles a los hombres un daño mayor que todo lo que han hecho hasta ahora. Con eso intentan hacerme chantaje.
—¿Algo peor?
—preguntó Momo, asustada.
El maestro “Hora” asintió:
—Yo adjudico
su tiempo a cada hombre. Contra eso
no pueden hacer nada los hombres grises. Tampoco
pueden detener el tiempo que yo envío. Pero
pueden envenenarlo.
—¿Envenenar el
tiempo? —preguntó Momo, espantada.
—Con el humo
de sus cigarros —explicó el maestro “Hora”—.
Te dije una vez que cada hombre
posee un templo dorado del tiempo porque tiene corazón. Si los hombres permiten la entrada en él de los hombres grises,
éstos consiguen hacerse con más y más de aquellas flores. Pero las flores horarias arrancadas del corazón de un hombre no
pueden morir, porque no se han marchitado de verdad. Pero tampoco pueden vivir, porque están separadas de su verdadero
propietario. Con todas las fibras de
su ser tienden a volver al hombre al que pertenecen.
Momo escuchaba, sin aliento.
—Has de saber,
Momo, que también el mal tiene su
secreto. No sé dónde guardan los
hombres grises las flores horarias robadas. Sólo sé que las congelan mediante su propio frío, hasta que las
flores se quedan rígidas como copas de cristal. Esto les impide volver. En
algún lugar, bajo suelo, debe haber unos almacenes enormes, donde está todo el
tiempo congelado. Pero ni aun así
mueren las flores horarias.
Las mejillas de Momo empezaron a brillar de enfado.
—Los hombres
grises se aprovisionan en estos almacenes. Les
arrancan los pétalos a las flores horarias, hasta que se vuelven grises y
duras. Con eso se hacen sus pequeños
cigarros. Pero hasta este momento
todavía queda un poco de vida en los pétalos. Y el tiempo vivo es indigerible para los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los
fuman. Porque sólo en el humo está
totalmente muerto el tiempo. Y de
ese tiempo muerto viven.
Momo se había levantado.
—¡Ah!
—exclamó—. Todo ese tiempo muerto...
—Sí. Esa muralla de humo que están haciendo
crecer alrededor de la casa de “Ninguna
Parte”, se compone de tiempo muerto.
Todavía queda cielo abierto
suficiente, todavía puedo hacerles llegar a los hombres su tiempo no
contaminado. Pero cuando la campana
de humo se haya cerrado a nuestro alrededor y encima de nosotros, en cada hora
que yo envíe se mezclará un poco del tiempo muerto, fantasmal, de los hombres
grises. Y cuando los hombres lo
reciban, enfermarán de muerte.
Momo miraba fijamente al
maestro “Hora”. En voz baja preguntó:
—¿Qué enfermedad
es ésa?
—Al principio
apenas se nota. Un día, ya no se
tiene ganas de hacer nada. Nada le
interesa a uno, se aburre. Y esa
desgana no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace peor de día en día, de semana en semana. Uno se siente cada vez más descontento,
más vacío, más insatisfecho con uno mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este sentimiento y ya no se siente nada.
Uno se vuelve totalmente indiferente
y gris, todo el mundo parece extraño y ya no importa nada. Ya no hay ira ni entusiasmo, uno ya no puede alegrarse ni
entristecerse, se olvida de reír y llorar. Entonces
se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la
enfermedad es incurable. Ya no hay
retorno. Se corre de un lado a otro
con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno igual que los propios hombres
grises. Se es uno de ellos. Esta enfermedad se llama aburrimiento
mortal.
Momo sintió un escalofrío.
—Y si no le
das el tiempo de todos los hombres —preguntó—, ¿harán que todos los hombres se
vuelvan como ellos?
—Sí —contestó
el maestro “Hora”—. Con eso quieren chantajearme.
Se levantó y se volvió.
—Hasta ahora
he esperado que los hombres hicieran alguna cosa por su propia cuenta para
librarse de estos parásitos. Habrían
podido hacerlo, porque ellos mismos han ayudado a darles la existencia. Pero ahora no puedo esperar más. Tengo que hacer algo. Pero no puedo hacerlo solo.
Miró a Momo.
—¿Quieres
ayudarme?
—Sí —susurró Momo.
—Tengo que
enviarte a un peligro que no se puede calibrar siquiera —dijo el maestro “Hora”—, y dependerá de ti, Momo, el que el mundo se quede parado
para siempre o vuelva a cobrar vida. ¿Querrás
atreverte?
—Sí —repitió Momo, y esta vez su voz sonó firme.
—Entonces
—dijo el maestro “Hora”—, presta
mucha atención a lo que te digo, porque estarás totalmemte sola y yo no podré
ayudarte más. Ni yo ni nadie.
Momo asintió y miró al maestro
“Hora” con gran atención.
—Has de saber
—empezó— que yo nunca duermo. Si yo
durmiera, se acabaría, en el mismo instante, todo el tiempo. El mundo se pararía. Pero si no hay tiempo, los hombres
grises ya no pueden robar a nadie. Cierto
que pueden seguir existiendo un rato, porque tienen grandes reservas de tiempo.
Pero cuando éstas se hayan
consumido, se disolverán en la nada.
—Pero entonces
—opinó Momo—, es muy sencillo.
—Por
desgracia, no es tan sencillo; por eso necesito tu ayuda, mi niña. Porque si no hay más tiempo, yo tampoco
puedo volver a despertar. Con eso,
el mundo se quedaría quieto y rígido por toda la eternidad. Pero tengo la facultad, Momo, de darte a ti, sólo a ti, una
flor horaria. Pero sólo una, porque
sólo florece una cada vez. Así que,
cuando se hubiera acabado todo el tiempo del mundo, tú todavía tendrías una
hora.
—Pero entonces
podría despertarte —dijo Momo.
—Con eso sólo
—opuso el maestro “Hora”, no
habríamos conseguido nada, porque las provisiones de los hombres grises son
mucho mayores. En una sola hora no
habrían gastado apenas nada de ellas. Todavía
existirían. Los problemas que has de
resolver son mucho mayores. En
cuanto los hombres grises se den cuenta de que se ha acabado el tiempo —y se
darán cuenta pronto, porque se quedarán sin aprovisionamiento de cigarros—
levantarán el sitio y correrán hacia sus provisiones. Y tú tendrás que seguirlos hacia allí, Momo. Cuando hayas
encontrado su escondite, tendrás que impedirles que puedan acceder a sus
provisiones. En cuanto se acaben sus
cigarros, también se acabarán ellos. Pero
entonces todavía te quedará una cosa por hacer, que podría ser la más difícil. Cuando haya desaparecido el último
ladrón de tiempo, tendrás que dejar en libertad todo el tiempo robado. Porque sólo si vuelve a los hombres, el
mundo dejará de estar detenido y yo podré volver a despertarme. Y para todo eso no tienes más que una
sola hora.
Momo miró perpleja al maestro “Hora”. No había contado con tal montaña de dificultades y peligros.
—Aun así,
¿quieres intentarlo? —preguntó el maestro “Hora”—.
Es la única y última posibilidad.
Momo calló.
Le parecía imposible poder
hacer todo aquello. “Voy contigo”,
leyó de pronto, en la coraza de “Casiopea”.
¡De qué le
serviría la tortuga! Y, no obstante,
era un rayo de esperanza para Momo. La idea de no estar del todo sola le
daba valor. Cierto que era un valor
sin ningún motivo razonable, pero hizo que, de pronto, pudiera decidirse.
—Lo intentaré
—dijo, decidida.
El maestro “Hora” la miró largo rato y comenzó a
sonreír.
—Muchas cosas
serán más sencillas de lo que parecen ahora. Has oído la voz de las estrellas. No has de tener miedo.
Entonces se volvió a la tortuga
y preguntó:
—¿Así que tú,
“Casiopea”, quieres ir con ella? “Claro”, apareció en el caparazón. La palabra desapareció y se formó la
frase: “Alguien ha de cuidar de ella”.
El maestro “Hora” y Momo se sonrieron.
—¿También le
darás una flor horaria? —preguntó Momo.
—”Casiopea” no la necesita —explicó
el maestro “Hora”, mientras le
rascaba la cabeza—, es un ser de fuera del tiempo. Ella lleva su tiempo en sí misma. Podría seguir arrastrándose por el mundo aun cuando todo se hubiera
detenido para siempre.
—Bien —dijo Momo, en quien despertaba el deseo de
la acción— , ¿qué hay que hacer ahora?
—Ahora
—contestó el maestro “Hora”—, vamos
a despedirnos.
Momo tragó saliva, para
preguntar en voz baja:
—¿Es que no
nos veremos más?
—Volveremos a
vernos, Momo —repuso el maestro “Hora”—, y hasta entonces, cada hora de
tu vida te traerá un saludo mío. Porque
seguiremos siendo amigos, ¿no?
—Sí —dijo Momo, y asintió.
—Ahora me voy
—prosiguió el maestro “Hora”— y no
debes seguirme ni preguntarme a dónde voy. Porque
mi sueño no es un sueño normal y es mejor que no estés presente. Una cosa más: en cuanto me haya ido,
tienes que abrir en seguida las dos puertas, tanto la pequeña, en la que está
mi nombre, como la grande, de metal verde, que conduce a la calle de “Jamás”. Porque en cuanto se pare el tiempo, todo se detendrá y ninguna
fuerza del mundo podría abrir esas puertas. ¿Lo has entendido todo, mi niña?
—Sí —dijo Momo—, pero, ¿cómo sabré que se ha
detenido el tiempo?
—No te
preocupes; te darás cuenta.
El maestro “Hora” se levantó, y también Momo se puso en pie. Le pasó suavemente la mano por la
crespa cabellera.
—Adiós, mi
querida Momo —dijo—, me has dado una
gran alegría al escucharme también a mí.
—Les hablaré a
todos de ti —contestó Momo—, más
tarde.
Y, de repente, el maestro “Hora” volvió a parecer
inexplicablemente viejo, como aquel día en que la llevó al templo dorado, viejo
como una roca o como un árbol secular.
Se volvió y salió rápidamente
de la habitación formada por las paredes posteriores de los relojes. Momo oyó sus pasos, cada vez más lejos,
hasta que ya no se pudieron distinguir del tic—tac de los muchos relojes. Acaso se había hundido en ese tic—tac.
Momo levantó a “Casiopea” y la apretó contra su cuerpo.
Había empezado, irrevocablemente, su
mayor aventura.
XX
La persecución de los perseguidores
Lo primero que hizo Momo fue abrir la pequeña puerta
interior, en la que estaba el nombre del maestro “Hora” Después recorrió
deprisa el pasillo con las estatuas de piedra y abrió también la gran puerta
exterior de metal verde. Tuvo que
emplear todas sus fuerzas, porque era muy pesada.
Cuando hubo acabado volvió a la
sala de los incontables relojes y esperó, con “Casiopea” en los brazos, lo que ocurriría.
Y entonces ocurrió.
Hubo de repente una sacudida
que no hizo temblar el espacio, sino el tiempo; digamos un temblor de tiempo. No hay palabras para explicar cómo se
sentía. Este suceso se vio
acompañado de un sonido como no lo había oído nunca ningún hombre. Era como un suspiro que surgía de la
profundidad de los siglos.
Y todo había pasado.
En el mismo instante se detuvo
el múltiple repicar de los incontables relojes. Los péndulos oscilantes se detuvieron donde estaban en aquel
momento. No se movía nada. Y se extendió un silencio tan absoluto
como no lo había habido nunca antes en el mundo. Se había detenido el tiempo.
Y Momo se dio cuenta de que llevaba en la mano una flor horaria
maravillosa, muy grande. No había
notado cuándo había llegado a su mano esa flor. Simplemente estaba ahí como si siempre hubiera estado.
Con cuidado, Momo dio un paso. Efectivamente, podía moverse con la misma facilidad de siempre. Sobre la mesita estaban todavía los
restos del desayuno. Momo se sentó
sobre uno de los sillones tapizados, pero los almohadones eran ahora duros como
el mármol y ya no cedían. En su taza
quedaba todavía un sorbo de chocolate, pero no se podía mover la tacita. Momo quiso hundir el dedo en el
líquido, pero estaba duro como el vidrio. Lo
mismo ocurría con la miel. Incluso
las migas que había sobre el plato eran totalmente inamovibles. Nada, ni la más minúscula pequeñez
podía cambiarse ya, ahora que ni había tiempo. “Casiopea” pataleó y Momo
la miró. “Pero pierdes el tiempo”,
ponía en el caparazón.
¡Y tanto! Momo se enderezó. Atravesó la sala, pasó por la puertecita, siguió por el pasillo y
espió por el gran portal, para echarse atrás en seguida. Su corazón empezó a latir más de prisa. ¡Los ladrones de tiempo no se iban! Al contrario, venían a través de la calle de “Jamás”, en la que también había dejado de correr el tiempo al
revés, hacia la casa de “Ninguna Parte”. Esto no lo habían previsto.
Momo corrió hacia atrás a la
gran sala y se escondió, con “Casiopea”
en brazos, detrás de un gran reloj.
—¡Empezamos
bien! —murmuró.
Entonces oyó resonar fuera, en
el pasillo, los pasos de los hombres grises. Uno tras otro se arrastraron a través de la puertecilla hasta que
hubo en la sala todo un grupo. Miraron
a su alrededor.
—Impresionante
—dijo uno de ellos—. Así que esta es
nuestra nueva casa.
—La niña Momo ha abierto la puerta —dijo otra
voz cenicienta—, lo he visto exactamente. Una
niña razonable. Me gustaría saber
cómo se las ha arreglado para persuadir al viejo.
Y una tercera voz, muy
semejante, contestó:
—En mi
opinión, habrá cedido el propio “Alguien”.
Porque el que no exista la
aspiración del tiempo en la calle de “Jamás”
sólo puede significar que él mismo la ha detenido. Se habrá dado cuenta de que tiene que someterse a nosotros. Ahora lo arreglaremos. ¿Dónde estará metido?
Los hombres grises miraron
alrededor, buscando, cuando, de pronto, dijo uno de ellos, con una voz más cenicienta
aún, si cabe:
—Algo falla,
señores. ¡Los relojes! Miren los relojes. Están todos parados. Incluso
este reloj de arena.
—Los habrá
parado —dijo otro, inseguro.
—No se puede
parar un reloj de arena —dijo el primero—. Y,
sin embargo, mírenlo señores, la arena se ha detenido en medio de la caída. Ni se puede mover el reloj. ¿Qué significa eso?
Todavía hablaba, cuando se
oyeron pasos por el pasillo, y otro hombre gris se introdujo penosamente por la
puertecita, gesticulando salvajemente.
—Acaban de
llegar noticias de nuestros agentes de la ciudad. Se han detenido sus coches. Todo
está parado. Es imposible sacar de
ningún hombre ni la más pequeña cantidad de tiempo.
Se ha desmoronado todo nuestro
servicio de aprovisionamiento. ¡Ya
no hay tiempo! !”Hora” ha detenido
el tiempo!
Durante un instante reinó un
silencio sepulcral. Entonces, uno
preguntó:
—¿Qué dice? ¿Que se ha desmoronado el servicio de
aprovisionamiento? ¿Y qué será de
nosotros cuando se hayan consumido los cigarros que llevamos?
—Usted sabe
perfectamente qué será de nosotros —gritó otro—. ¡Es una catástrofe, señores!
Y de repente, todos empezaron a
gritar a la vez:
—!”Hora”
quiere destruirnos!
—¡Tenemos que
levantar en seguida el asedio!
—Tenemos que
llegar a nuestros almacenes de tiempo.
—¿Sin coche? ¡No llegaremos a tiempo!
—¡Sólo tengo cigarros para
veintisiete minutos!
—¡Y yo para
cuarenta y ocho!
—¡Déme!
—¿Está loco?
—¡Sálvese
quien pueda!
Todos habían corrido hacia la
puertecita y pretendían salir al mismo tiempo. Desde su escondrijo, Momo
podía ver cómo, en su pánico todos se golpeaban, tiraban y empujaban y se
embrollaban en una pelea terrible. Todos
querían salir antes que los demás y peleaban por su vida gris. Se tiraban los sombreros de la cabeza,
se arrancaban de la boca, mutuamente, los pequeños cigarros. A quien esto le ocurría parecía perder,
al momento, toda su fuerza. Se
quedaba con las manos extendidas, una expresión llorosa y aterrorizada en la
cara, se volvía transparente y desaparecía. No quedaba nada de él, ni siquiera el bombín.
Al final no quedaron más que
tres hombres grises en la sala, que consiguieron ir saliendo, uno tras otro.
Momo, con la tortuga en un
brazo y la flor horaria en la otra mano, los siguió. Ahora todo dependía de que no perdiera de vista a los hombres
grises.
Cuando salió del gran portal
vio que los ladrones de tiempo ya habían corrido hasta el extremo de la calle
de “Jamás”. Allí estaban, en medio de nubes de humo, otros grupos de hombres
grises, que discutían con gestos airados. Cuando
vieron correr a los que salían de la casa de “Ninguna Parte”, también
empezaron a correr, otros se sumaron a los que huían y, al poco rato, todo el
ejército se hallaba en una retirada a la desbandada. Una caravana casi interminable de hombres grises corría hacia el
centro de la ciudad a través del misterioso barrio de sueños con sus casas
blancas como la nieve y las sombras que caían en distintas direcciones. A causa de la desaparición de la ciudad
también había desaparecido aquí la curiosa inversión de prisa y lentitud. La comitiva de hombres grises pasó al
lado del monumento del huevo y llegó hasta donde estaban aquellas casas de
vecindad grises, tristes, en las que moraba la gente que vivía al borde del tiempo.
Pero también aquí todo estaba
rígido.
Momo seguía a una distancia
prudencial detrás de los últimos rezagados. Así comenzó una persecución al revés a través de la gran ciudad,
una persecución en la que un grupo enorme de hombres grises huía y una niña con
una flor en una mano y una tortuga en la otra los perseguía.
¡Pero qué
aspecto tan misterioso tenía la gran ciudad! En la calzada, los coches estaban parados uno al lado del otro;
detrás del volante, los conductores estaban inmóviles, con las manos en el
cambio de marchas o en la bocina (uno tenía un dedo en la sien y miraba muy
enfadado a su vecino); los ciclistas tenían un brazo levantado, como señal de
que iban a girar; y en las aceras, todos los peatones, hombres, mujeres, niños,
perros y gatos, totalmente inmóviles, incluso los gases de los tubos de escape.
En los cruces estaban los
urbanos, con los silbatos en la boca, detenidos mientras hacían señales. Una bandada de palomas flotaba en el
aire encima de una plaza. En lo alto
había un avión que parecía pintado en el cielo. El agua de las fuentes parecía hielo. Las hojas que caían de los árboles se mantenían inmóviles a medio
camino. Y un perrito, que
precisamente levantaba la pata junto a un farol, parecía disecado.
Por esa ciudad, muerta como una
fotografía, corrían los hombres grises. Y
Momo detrás, siempre cuidando que no
la vieran. Pero aquéllos ya no
prestaban atención a nada, porque, de todos modos, su huida resultaba cada vez
más difícil y agotadora.
No estaban acostumbrados a
recorrer trechos tan largos. Jadeaban
y respiraban anhelosamente. Además,
tenían que mantener entre los labios sus pequeños cigarros, sin los cuales
estaban perdidos. A más de uno se le
escapaba en la carrera, y antes de haberlo podido recoger del suelo, ya se
disolvía.
Pero no eran sólo estas
circunstancias externas las que dificultaban su huida, sino que cada vez se
hacían más peligrosos los propios compañeros de infortunio. Porque algunos cuyos últimos cigarros
se acababan, se lo arrancaban a otro de la boca. De este modo, su número se reducía lenta, pero constantemente.
Aquellos que todavía llevaban
una pequeña reserva en sus carteras tenían que ir con mucho cuidado para que
los demás no se dieran cuenta, porque si no, los que ya no tenían se abalanzaban
sobre los más ricos e intentaban apoderarse de sus riquezas. Montones enteros se lanzaban los unos
sobre los otros para conseguir algún fragmento de las reservas. En esto, los cigarros rodaban por la
calle y eran pisoteados en el tumulto. El
miedo a tener que desaparecer del mundo había hecho perder la cabeza a los
hombres grises.
Había otra cosa que les
deparaba más dificultades cuanto más se acercaban al centro de la ciudad. En algunos puntos de la gran ciudad, la
gente estaba tan apretada, que los hombres grises apenas podían pasar entre las
personas inmóviles como árboles en el bosque. A Momo, que era pequeña
y delgada, le resultaba mucho más fácil. Pero
incluso una pluma que flotaba en el aire estaba tan inmóvil que los hombres
casi se hundían la cabeza cuando, sin querer, topaban con ella.
Era un largo camino, Y Momo
no tenía ni idea de cuánto quedaba por recorrer. Preocupada, miró su flor horaria. Pero ésta sólo acababa de abrirse del todo. Todavía no había motivo de preocupación.
Entonces ocurrió algo que hizo
que Momo olvidase de inmediato todo
lo demás: en una calle lateral vio a Beppo
Barrendero.
—¡Beppo!
—gritó, fuera de sí de alegría, y corrió hacia él—. ¡Beppo, te he buscado por todas partes! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Beppo, Beppo, querido!
Quiso saltarle al cuello, pero
salió rechazada como si fuera de hierro. Momo
se hizo bastante daño y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó sollozando ante él y le miró.
Su cuerpo pequeño parecía más
encorvado que antes. Su cara
bondadosa estaba delgada y hundida y muy pálida. Alrededor de la barbilla le había crecido una barba blanca, porque
ya no tenía tiempo de afeitarse. Entre
las manos sostenía una vieja escoba, gastada ya de tanto barrer. Así estaba, inmóvil como todo lo demás,
y miraba, a través de sus viejas gafas, la porquería de la calle.
Ahora, por fin, le había
encontrado Momo, ahora, cuando ya no
servía de nada, porque ya no podía lograr que él la viera. Podría ser que fuera la última vez que le veía. Quién sabe cómo acabaría todo. Si todo acababa mal, Beppo estaría parado aquí por toda la
eternidad.
La tortuga se agitaba en el
brazo de Momo. “Sigue”, ponía en su caparazón.
Momo volvió corriendo a la
calle principal y se asustó. Ya no
se veía ninguno de los ladrones de tiempo. Momo
corrió un trecho en la dirección en que habían huido antes los hombres grises,
pero en vano.
¡Había perdido
la pista!
Se quedó quieta, perpleja. ¿Qué hacer? Miró interrogadora a “Casiopea”.
“Los encuentras, sigue”, fue el
consejo de la tortuga.
Si “Casiopea” sabía de antemano que encontraría a los ladrones de
tiempo, eso ocurriría, tomara el camino que tomara. Así que siguió corriendo como le parecía, a veces a la derecha, a
veces a la izquierda, a veces seguía recto.
Mientras tanto había llegado a
aquella parte en el extremo norte de la gran ciudad donde estaban los barrios
nuevos con sus casas, todas iguales, y las calles tiradas a cordel hasta el
horizonte. Momo siguió corriendo,
pero como todas las casas y calles eran exactamente iguales, pronto le pareció
que no se movía, que estaba corriendo siempre en el mismo sitio. Era un verdadero laberinto, pero un
laberinto de regularidad e igualdad.
Momo ya casi había perdido el
ánimo cuando, de repente, vio volver la esquina a uno de los hombres grises. Cojeaba, sus pantalones estaban
desgarrados, le faltaba el bombín y la cartera; sólo en su boca,
voluntariosamente apretada, humeaba todavía la colilla de un pequeño cigarro
gris.
Momo le siguió hasta un punto
en que, en la interminable fila de casas, faltaba una. En su lugar, había una gran valla que rodeaba un amplio solar. En la valla había una puerta
entreabierta, por la que se coló el último hombre gris rezagado.
Sobre la puerta había un
cartel, y Momo se paró para
descifrarlo:
Atención
Peligro de muerte
Prohibida la entrada a toda
persona extraña Prohibido
XXI
Un fin con el que comienza algo nuevo
Momo se había entretenido al
deletrear el aviso. Cuando atravesó
la puerta, ya no se veía nada del último hombre gris.
Ante ella se extendía una fosa
de obra que podría tener veinte o treinta metros de profundidad. Había excavadoras y otras máquinas de
la construcción. En una rampa que
conducía al fondo de la fosa, unos cuantos camiones se habían parado en medio
de su recorrido. Acá y allá había
obreros de la construcción, paralizados en sus posturas respectivas.
¿A dónde ir? Momo no podía descubrir ninguna entrada
que pudiera haber usado el hombre gris. Miró
a “Casiopea”, pero ésta tampoco
parecía saber nada más. No apareció
nada en su caparazón.
Momo bajó al fondo de la fosa y
miró alrededor. Y, así, volvió a ver
una cara conocida. Allí estaba Nicola, el albañil que le había pintado
su bonito cuadro de flores en la pared. Claro
que él también estaba inmóvil, como todos los demás, pero en su postura había
algo curioso. Tenía una mano al lado
de la boca, como si le gritara algo a alguien, y con la otra mano señalaba la
abertura de un tubo gigantesco que salía del fondo de la fosa a su lado. Y resultó que parecía mirar
directamente a Momo.
Momo no lo pensó mucho, sino
que lo tomó como una señal y se metió en el tubo. Apenas estuvo dentro, empezó a resbalar, porque el tubo conducía
derecho abajo. Daba toda clase de
vueltas, de modo que daba tumbos de un lado a otro como en un tobogán. La bajada, en una oscuridad cada vez
más espesa, se hizo vertiginosa. A
veces daba una voltereta, de modo que bajaba con la cabeza por delante. Pero no soltó la tortuga ni la flor. Cuanto más bajaba, más frío hacía.
Durante un momento pensó,
también, si jamás volvería a salir de allí, pero antes de poder asustarse, el
tubo acabó de repente en un pasillo subterráneo. Ya no estaba oscuro.
Reinaba una media luz
cenicienta que parecía surgir de las propias paredes.
Momo se levantó y siguió
andando. Como iba descalza, sus
pasos no hacían ruido, pero sí los del hombre gris, que volvía a oír delante de
ella. Siguió ese ruido.
Del pasillo que recorría se
bifurcaban otros hacia todos lados, como un laberinto subterráneo que parecía
extenderse por todo el barrio de reciente construcción.
Entonces oyó un revoltijo de
voces. Se guió hacia él y espió por
una esquina.
Ante sus ojos había una sala
inmensa con una mesa casi interminable en su centro. Alrededor de esa mesa estaban sentados en dos largas filas los
hombres grises o, mejor dicho, los pocos que quedaban. ¡Qué mísero aspecto tenían ahora esos ladrones de tiempo! Sus trajes estaban destrozados, tenían
arañazos y chichones en sus calvas cabezas y sus caras estaban distorsionadas
por el miedo.
Sólo sus cigarros humeaban
todavía.
Momo vio que en la lejana pared
del fondo de la sala había, algo entreabierta, una puerta acorazada enorme. Salía de la sala un frío glacial. Aunque Momo sabía que no servía de nada, se acurrucó en el suelo y se tapó
los pies con la falda.
—Tenemos que
ser ahorrativos con nuestras provisiones —oyó que decía el hombre gris que
estaba en el extremo superior de la mesa, ante la puerta acorazada—, porque no
sabemos cuánto tendremos que resistir con ellas. Tenemos que limitarnos.
—¡Si sólo
somos unos pocos! —gritó otro—. Las
provisiones bastan para muchos años.
—Cuanto antes
empecemos a ahorrar —continuó impertérrito, el orador—, más aguantaremos. Y ustedes, señores, saben a qué me
refiero cuando digo “ahorrar”. Basta
que unos pocos de nosotros sobrevivan a la catástrofe. Tenemos que ver las cosas objetivamente. Los que estamos aquí, señores míos, somos demasiados. Tenemos que reducir notablemente
nuestro número. Es un imperativo de
la razón. ¿Serían tan amables,
señores, de numerarse?
Los hombres grises se
numeraron. Después, el presidente
sacó del bolsillo una moneda y dijo:
—Vamos a
sortearlo. Cara quiere decir que se
quedan los señores con los números pares; cruz, que se quedan los impares.
Echó la moneda al aire y la
recogió.
—¡Cara!
—gritó—. Los señores con los números
pares se quedan, a los otros se les ruega que se disuelvan inmediatamente.
Un gemido átono recorrió la
fila de los perdedores, pero nadie protestó. Los ladrones de tiempo con los números pares les arrancaron a los
otros sus cigarros y éstos se disolvieron en la nada.
—Ahora —dijo,
en medio del silencio, el presidente—, vamos a repetirlo, por favor.
El mismo terrible procedimiento
se repitió una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. Al final no quedaron más que seis de
los hombres grises. Estaban
sentados, tres a cada lado, frente a frente, en el extremo superior de la mesa
y se miraban glacialmente.
Momo había observado el
espectáculo temblorosa. Notó que,
cada vez que se reducía el número de los hombres grises, disminuía
sensiblemente el frío. Ahora casi
era soportable.
—Seis —dijo
uno de los hombres grises— es un número feo.
—Ya basta
—dijo otro desde el otro lado de la mesa—. No
vale la pena reducir todavía más nuestro número. Si nosotros seis no conseguimos sobrevivir a la catástrofe, tampoco
lo conseguirían tres.
—Eso está por
ver —opinó otro—, pero en caso necesario se puede discutir todavía, más
adelante.
Calló durante un rato, para
decir:
—Qué bien que
la puerta de los almacenes estuviera abierta cuando comenzó la catástrofe. Si en ese momento hubiera estado
cerrada, ninguna fuerza del mundo sería capaz de abrirla ahora. Habríamos estado perdidos.
—Por desgracia,
no tiene toda la razón, señor mío —contestó otro—. Al estar abierta la puerta, se escapa el frío de los almacenes
congeladores. Poco a poco, las
flores horarias se irán descongelando. Y
todos ustedes saben que entonces no podremos impedirles que vuelvan allí de
donde han venido.
—¿Quiere usted
decir —repuso el segundo hombre gris— que nuestro frío ya no basta para
mantener las provisiones congeladas?
—Sólo somos
seis —respondió el otro—, lamentablemente, y ya me dirá usted qué podemos
hacer. Me parece que nos apresuramos
demasiado en limitar tan rigurosamente nuestro número. No ganaremos nada.
—Teníamos que
decidirnos por una de las dos posibilidades — dijo el primer hombre gris—, y
nos hemos decidido.
De nuevo se hizo el silencio.
—Así que puede
ser que durante muchos años no hagamos otra cosa que estar sentados aquí y
vigilarnos mutuamente —dijo uno—. Tengo
que decir que no me parece una perspectiva demasiado agradable.
Momo reflexionaba. No tenía sentido estarse allí y
esperar. Así que si ya no había más
hombres grises, las flores horarias se descongelarían por sí mismas. Pero todavía había hombres grises. Y continuaría habiéndolos si ella no
hacía nada. Pero, ¿qué podía hacer,
cuando la puerta del almacén estaba abierta y los hombres grises podían
aprovisionarse cuando quisieran? “Casiopea”
pataleaba y Momo la miró. “Cierras la puerta”, ponía en su
caparazón.
—No va
—susurró Momo—. Está inmovilizada. “Tocarla
con la flor”, era la respuesta.
—¿Puedo
moverla si la toco con la flor horaria? —preguntó Momo en un murmullo. “Lo
harás”, apareció en el caparazón.
Si “Casiopea” lo preveía, sería así. Momo dejó la tortuga cuidadosamente en el suelo. Entonces ocultó la flor horaria, que ya
estaba bastante marchita y sólo tenía muy pocos pétalos, bajo su chaquetón.
Consiguió arrastrarse bajo la
larga mesa sin que los hombres grises la vieran. Gateó bajo la mesa hasta que llegó al otro extremo. Ahora se encontraba entre los pies de
los ladrones de tiempo. El corazón
le latía como si quisiera reventar.
Muy, muy despacio sacó la flor
horaria, se la puso entre los dientes y gateó entre las sillas sin que ningún
hombre gris se diera cuenta.
Llegó a la puerta abierta y la
tocó con la flor, empujándola al mismo tiempo, con la mano. La puerta giró silenciosamente sobre
sus goznes y se cerró con estrépito. El
golpe hizo nacer un eco centuplicado en la sala y en todos los corredores
subterráneos.
Momo se levantó de un salto. Los hombres grises que ni por
casualidad habían pensado en que podía haber alguien, además de ellos,
exceptuando la inmovilidad total, quedaron rígidos por el espanto y clavaron la
vista en la niña.
Sin pensarlo dos veces, Momo corrió por su lado hacia la salida
de la sala. Entonces también se
recobraron los hombres grises, que se lanzaron en su persecución.
—¡Esa niña
terrible! —oyó que gritaba uno—. ¡Es
Momo!
—¡No puede
ser! —gritó otro—. ¿Cómo puede
moverse?
—Tiene una
flor horaria —gritó un tercero.
—¿Y con eso
—preguntó el cuarto— pudo mover la puerta?
El quinto se dio un golpe en la
frente:
—También
habríamos podido hacerlo nosotros. Tenemos
de sobra.
—¡Teníamos! ¡Teníamos! —chilló el sexto—. Ahora la puerta está cerrada. Sólo hay un remedio: tenemos que
quitarle la flor. Si no, se acabó.
Mientras tanto, Momo ya había desaparecido por los
pasillos, que se bifurcaban una y otra vez. Pero los hombres grises le llevaban ventaja, porque conocían los
corredores. Momo corría de un lado a
otro, alguna vez iba casi directamente a los brazos de algún perseguidor, pero
siempre consiguió esquivarlos.
También “Casiopea” participaba a su manera en esa lucha. Cierto que sólo podía arrastrarse
lentamente, pero como sabía de antemano por dónde iban a pasar los
perseguidores, llegaba a tiempo a ese sitio y se ponía de tal manera que los
hombres grises tropezaran con ella y cayeran al suelo dando tumbos. Los que venían detrás caían sobre el
caído, y de ese modo la tortuga salvó varias veces a la niña de ser atrapada. Claro está que ella también fue a parar
varias veces contra la pared, de una patada. Pero eso no le impedía seguir haciendo lo que sabía de antemano que
iba a hacer.
Durante la persecución, varios
hombres grises perdieron, por puro afán de alcanzar la flor horaria, sus
cigarros, por lo que se disolvieron, uno tras otro, en la nada. Al final no quedaron más que dos.
Momo había vuelto, en su huida,
a la gran sala con la mesa. Los dos
ladrones de tiempo la perseguían alrededor de la mesa, pero no consiguieron
alcanzarla. Entonces se separaron,
corrieron en direcciones opuestas. Ya
no quedaba escapatoria para Momo. Estaba refugiada en uno de los rincones
de la sala y miraba, llena de miedo, a sus dos perseguidores. Apretaba la flor contra su cuerpo. Sólo le quedaban tres pétalos.
Justo cuando el primer
perseguidor extendía la mano para arrebatarle la flor, el segundo le tiró para
atrás.
—¡No
—chillaba—. ¡La flor es mía! ¡Mía!
Los dos comenzaron a pelearse
entre sí. El primero arrancó el
cigarro de la boca del segundo, que, con un grito fantasmal, giró sobre sí
mismo, se volvió transparente, y desapareció. Entonces, el último de los hombres grises se dirigió hacia Momo. Entre sus labios humeaba una minúscula colilla.
—¡Dame esa
flor! —dijo, entrecortadamente.
En eso, se le cayó rodando la
colilla. El hombre gris se lanzó
hacia el suelo y trató de atraparla pero ya no la alcanzó. Volvió hacia Momo su
cara cenicienta, se enderezó dificultosamente y alzó una mano temblorosa.
—Por favor
—susurró—, por favor, querida niña, dame la flor.
Momo seguía apretada en su
rincón, apretaba la flor contra su cuerpo y movió, incapaz de hablar, la
cabeza.
El hombre gris asintió
lentamente:
—Está bien...
está bien... que todo haya terminado...
Y ya había desaparecido.
Momo miraba, atónita, el lugar
en que había estado. Pero allí
estaba ahora “Casiopea”, en cuya
espalda ponía: “Abres la puerta”.
Momo fue hacia la puerta, la
tocó con su flor horaria, en la que ya no había más que un solo pétalo, y la
abrió de par en par.
Con la desaparición del último
ladrón de tiempo había desaparecido, también, el frío.
Momo entró, con los ojos
admirados, en los inmensos almacenes. Había
incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas en estanterías
sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes: cientos, miles,
millones de horas de vida. Hacía más
y más calor, como en un invernadero.
Mientras caía la última hoja de
la flor de Momo comenzó una especie
de tempestad. Nubes de flores
horarias pasaron en torbellinos por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero una tempestad de
tiempo liberado.
Momo miraba a su alrededor como
en sueños y vio a “Casiopea” en el
suelo delante de ella. En su
caparazón ponía, con letras luminosas: “Vuela
a casa, pequeña Momo, vuela a casa”.
Y eso fue lo último que Momo vio de “Casiopea”. Porque la
tempestad de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan potente,
que levantó a Momo como si ella
también fuera una flor, y la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos,
hacia la tierra y la gran ciudad. Volaba
sobre los tejados y torres en una inmensa nube de flores que se hacía cada vez
mayor.
Entonces la nube de flores se
posó lenta y suavemente, y las flores caían sobre el mundo detenido como copos
de nieve. Y, al igual que los copos
de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar allí donde debían
estar: en el corazón de los hombres.
En el mismo momento comenzó de
nuevo el tiempo, y todo volvió a moverse. Los
coches corrían, los urbanos silbaban, las palomas volaban y el perrito hizo su
pis junto al farol. Los hombres no
se habían dado cuenta siquiera de que el mundo estuvo detenido una hora. Porque, efectivamente, no había pasado
tiempo desde el final y el nuevo comienzo. Para
ellos había transcurrido como un abrir y cerrar de ojos.
No obstante, había cambiado
algo. De pronto, todo el mundo tenía
tiempo de sobra. Claro que todo el
mundo estaba muy contento por ello, pero nadie sabía que en realidad era su
propio tiempo ahorrado, que volvía a él de modo maravilloso.
Cuando Momo volvió a darse cuenta de dónde estaba, vio que era la calle en
la que antes había encontrado a Beppo.
Y, efectivamente, ¡allí estaba! Estaba vuelto de espaldas a ella,
apoyado en su escoba, y miraba pensativamente ante sí, como antes. De repente ya no tenía ninguna prisa, y
no podía explicarse por qué se sentía tan consolado y lleno de esperanza.
Puede ser, pensaba, que ya he
ahorrado las cien mil horas para rescatar a Momo.
Y, en este mismo momento,
alguien tiró de la manga de su chaqueta, se volvió, y tuvo ante sí a Momo.
Probablemente no existan
palabras para definir la felicidad de este reencuentro. Ambos reían y lloraban alternativamente y hablaban a la vez, sin
decir más que tonterías, como ocurre cuando se está como ebrio de alegría. Se abrazaban una y otra vez y la gente
que pasaba se paraba y se reía y lloraba con ellos, porque ahora, al fin y al
cabo, tenían tiempo suficiente para ello.
Por fin, Beppo se puso la escoba al hombro, porque está claro que no pensaba
trabajar más aquel día. Así que los
dos atravesaron la ciudad, cogidos del brazo, hacia el anfiteatro. Y cada uno tenía infinidad de cosas que
contarle al otro.
En la gran ciudad se veía lo
que hacía tiempo que ya no se había visto: los niños jugaban en medio de la
calle, y los automovilistas, que tenían que parar, los miraban sonriendo o se
apeaban para jugar con ellos. Por
todos lados había corrillos de personas que charlaban amigablemente y se
informaban largamente sobre el estado de salud de los demás. Quien iba al trabajo tenía tiempo para
admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para
dedicarse extensamente a sus enfermos. Los
trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su
trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor
tiempo posible. Todos podían dedicar
a cualquier cosa todo el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a
haberlo en cantidad.
Pero mucha gente no se ha
enterado nunca de a quién se lo debía y qué ocurrió realmente durante aquel
instante que les pareció que pasaba en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría no lo habría creído. Sólo lo han sabido y creído los amigos
de Momo.
Porque cuando la pequeña Momo y el viejo Beppo volvieron aquel día al anfiteatro ya estaban allí,
esperándolos, todos: Gigi Cicerone, Paolo, Massimo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé,
Claudio y todos los demás niños, Nino, el tabernero, con Liliana, su gorda mujer, y el bebé, Nicola, el albañil, y toda la gente de
los alrededores que antes siempre había venido y a los que Momo había escuchado.
Entonces se celebró una fiesta
tan divertida como sólo sabían celebrarla los amigos de Momo, y duró hasta que el cielo estuvo cubierto de estrellas.
Y cuando hubieron acabado el
júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos
se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio.
Momo se puso en el centro de la
plazoleta circular. Pensaba en las
voces de las estrellas y las flores horarias.
Y empezó a cantar con voz
clara.
En la casa de “Ninguna Parte”, el maestro “Hora”
a quien el tiempo devuelto había despertado de su primer y único sueño, estaba
sentado en su sillón y miraba sonriente a Momo
y sus amigos a través de sus gafas de visión total. Todavía estaba pálido, y parecía que acabara de sanar de una
enfermedad grave. Pero sus ojos
radiaban.
Entonces notó que algo le
tocaba el pie. Se quitó las gafas y
se inclinó. Ante él estaba la
tortuga.
—”Casiopea”
—dijo con ternura, mientras le rascaba el cuello—. Lo habéis hecho muy bien, las dos. Tienes que contármelo todo, porque esta vez no he visto nada. “Más tarde”, ponía en el caparazón. Entonces “Casiopea” estornudó.
—¿No me vas a
decir que te has resfriado? —preguntó el maestro “Hora”, preocupado. “¡Y
tanto!”, fue la respuesta de “Casiopea”.
—Habrá sido
por el frío de los hombres grises —dijo el maestro “Hora”—. Puedo imaginarme
que estés muy agotada y que primero quieras descansar. Retírate, pues. “Gracias”,
ponía en el caparazón. “Casiopea”
fue arrastrándose hasta un rincón tranquilo y oscuro. Recogió dentro de su caparazón la cabeza y las cuatro extremidades,
y en su espalda aparecieron, sólo visibles para quien ha leído esta historia,
las letras: “Ende”.
Breve epílogo del autor
Puede que alguno de mis
lectores tenga ahora muchas preguntas preparadas. Pero temo no poder ayudarle. He
de confesar que escribí toda esta historia de memoria, tal como me fue contada.
Personalmente no he conocido a Momo ni a ninguno de sus amigos. No sé qué ha sido de ellos ni qué hacen
hoy. En lo que se refiere a la gran
ciudad, no puedo hacer más que suposiciones.
Lo único que puedo añadir es lo
siguiente:
Estaba en un largo viaje
(todavía lo estoy) cuando pasé una noche en el compartimento del tren con un
pasajero curioso. Era curioso porque
me resultaba totalmente imposible determinar su edad. Al principio creí estar sentado frente a un anciano, pero pronto vi
que debía haberme equivocado, porque mi compañero de viaje parecía muy joven. Pero también esa impresión resultó ser
un error.
Lo cierto es que durante el
largo recorrido nocturno me contó toda esta historia.
Cuando hubo terminado, los dos
callamos un rato. Entonces, el
enigmático pasajero añadió todavía una frase que no puedo escatimarle al
lector.
—Le he contado
todo esto —dijo—, como si ya hubiera ocurrido. También hubiera podido contarla como si fuera a ocurrir en el
futuro. Para mí, no hay demasiada
diferencia.
Supongo que se apeó del tren a
la parada siguiente, porque al cabo de un rato me di cuenta de que estaba solo
en el compartimento. Por desgracia,
no me he vuelto a encontrar nunca más con el narrador.
Pero si algún día, por
casualidad, vuelvo a encontrármelo, pienso hacerle muchas preguntas.
Fin
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