Érase una vez un niño que hacía muchas preguntas, lo cual no es malo,
sino muy bueno, bien.
Pero era difícil dar una
respuesta a las preguntas de aquel niño.
Por ejemplo, preguntaba:
-¿Por qué los cajones tienen mesas?
La gente le miraba y quizás respondía:
- Los cajones sirven para guardar los cubiertos.
- Ya sé para lo que sirven los cajones, pero no sé por qué los cajones
tienen mesas.
La gente meneaba la cabeza y le dejaba en paz. En otra ocasión
preguntaba:
-¿Por qué las colas tiene peces?
O bien:
-¿Por qué los bigotes tienen gatos?
La gente meneaba la cabeza y se marchaba a sus asuntos.
El niño crecía y no cesaba nunca de hacer preguntas. Incluso cuando se
convirtió en hombre iba por ahí preguntando esto o aquello. Como nadie le
contestaba, se retiró a vivir a una casita en la cima de una montaña, y se
pasaba todo el tiempo pensando en las preguntas, que escribía en una libreta;
luego reflexionaba para encontrar la respuesta, pero no la encontraba.
por ejemplo, escribía:
"¿Por qué la sombra tiene un pino?"
"Por qué las nubes no escriben cartas?"
"Por qué las tapas no beben gaseosa?"
escribía tantas preguntas que acababa doliéndole la cabeza, pero él no
se daba cuenta. También le creció la barba, pero no se la cortó. es más, se
preguntaba:"¿Por qué la barba tiene cara?".
En suma, era un fenómeno.
Cuando murió, un sabio hizo
investigaciones y descubrió que aquel individuo se había acostumbrado ya desde
pequeño a ponerse calcetines al revés y no había logrado ponérselos bien
siquiera una vez.
Y así no había podido aprender nunca a hacer bien las preguntas. A mucha
gente le pasa lo que a él.
"Cuentos por teléfono" de Gianni Rodari
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